Filos de la apropiación cultural

La apropiación cultural es legítima como denuncia y como asombro por “otra” cultura. ¿Se la debería estimular?

Fotografía: Carolina Zambrano.

Una película de 1953 anticipó las polémicas en torno a lo que ahora conocemos como “apropiación cultural”. Se trata de Las estatuas también mueren realizada por Chris Marker, Alain Resnais y Ghislain Cloquet. Este mediometraje documental parte de la idea de que el arte africano en museos europeos ha perdido la conexión con su experiencia original, la que los espectadores son incapaces de reproducir o entender. “Cuando los hombres mueren, se vuelven historia.

Cuando las estatuas mueren se vuelven arte. Esta botánica de la muerte es lo que llamamos cultura”. En el estilo meditativo que caracteriza al cine-ensayo de Marker, Las estatuas… plantea que entre los tantos males del colonialismo está el empobrecimiento de las producciones culturales de los pueblos originarios, convertidas en baratijas para el turismo y por siempre señalando a los procesos de dominación. Sin embargo, el filme también retrata el asombro genuino de quienes miran esos objetos en los museos, su fascinación despierta frente a las piezas de antaño.

¿Qué hacer con eso? Hacia el final de la obra, el discurso se amplía para cubrir el rol de descendientes de esclavos en ámbitos como la música popular estadounidense, en particular el jazz, y en deportes como el baloncesto, el atletismo o el box. Se percibe una inteligencia y una capacidad de resistencia en la contraapropiación de estas disciplinas.

Fascinarse con producciones culturales ajenas es legítimo y no solo eso: se lo debería estimular. Cuando Heródoto se sentó a escribir sus Historias no lo hizo a partir de los griegos, su gente, sino de los otros, persas y egipcios, cuyas costumbres estudió con curiosidad extrema y elogió con frecuencia. Hay quienes sacan provecho desleal de experiencias culturales a las que no pertenecen, y ese es el lado negativo de la apropiación cultural.

Se requiere una brújula ética para discernir si un gesto de apropiación es malintencionado y dañino para quienes lo comparten; basta con pensar de nuevo en la industria del turismo o un ejemplo breve: el hipotético caso de un instructor de artes marciales que sin haber estudiado de verdad su materia abre un gimnasio y anuncia que enseñará jiu-jitsu, digamos, faltando el respeto a esa tradición.

Todo parece indicar que la apropiación cultural no es un camino de una sola vía ni que es un fenómeno exclusivamente occidental y colonialista. El año pasado, en Guayaquil, asistí a la muestra Ödomomi nomoë en el Museo del Cacao. En salas pequeñas y recovecos, esta exposición recogía tejidos de mujeres wao y obras del colectivo Mujeres Mirando.

Una de las piezas que captó mi atención fue un collar de origen tageri, construido a partir de residuos de plásticos, tapas de botellas y metales encontrados en territorios donde existe actividad petrolera. El collar tenía una historia compleja relacionada con enfrentamientos violentos entre tageris y taromenanes, pero demostraba la fascinación que estas comunidades comparten por una producción cultural ajena.

Contrario a las piezas “muertas” del documental francés, esta pieza en el Museo del Cacao lucía viva, testimonio de conflictos que están por resolverse y sus posibles soluciones, según uno de los textos de la sala.

Es muy difícil encontrar una expresión humana que se haya desarrollado sin rastros de violencia. El término “apropiación cultural” se ha convertido en una denuncia a esa violencia y un impulso de querer frenarla, pero asimismo se podría hablar de asombro o fascinación, curiosidad o deseo… No sería bueno para nadie negar estas características de la cultura.

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