
En El nacimiento de la tragedia griega, un joven y delirante Friedrich Nietzsche hace un magistral recuento de la transformación de la cultura occidental, desde el siglo V a. C. cuando los griegos poblados de sus dioses mundanos y falibles hacían sus festivales teatrales, hasta bien entrada la modernidad.
En este ensayo, que de paso es su primera obra, Nietzsche establece algunos puntos críticos en la historia de la cultura occidental nacida de los griegos, que probablemente inventaron todo lo que posteriormente sería Occidente y sus grandes paradigmas.
La mitología griega estaba llena de dioses terrenales: lujuriosos, alcohólicos, pasionales. Entre ellos, una de sus figuras icónicas era Dionisio, el dios del vino. Dios de la fiesta incansable que, luego, en la cultura romana, sería Baco, de ahí la palabra común que se refiere a las fiestas largas como bacanales.
Los festivales teatrales de la Grecia del siglo V probablemente se daban en el campo y, por supuesto, eran festivales de varios días, donde la embriaguez, la fiesta y las pasiones se derrochaban en grandes cantidades. Todos participaban en estos festivales, pues era una parte medular de la cultura griega. Las obras abordaban, con una complejidad profunda, las emociones humanas, los cuentos sobre el destino ineludible y los finales fatales.
Conforme transcurrieron las décadas y los siglos, a Grecia, llegaron los grandes filósofos. Su racionalidad y ethos moral, sin embargo, fueron a contracorriente de los festivales dionisiacos. No iban acorde a la moralidad virtuosa preconizada por ellos, por ejemplo, en la figura de Sócrates, y poco a poco, esa riqueza, la mitología oral y todos sus rituales se fueron perdiendo.
Con ellos también se perdieron las experiencias humanas que conducían a lo que Nietzsche llamaba la unidad primordial. Ese sentido primario, donde no interviene nuestra racionalidad y se experimenta, por momentos, la unidad con el resto de seres humanos y con la naturaleza.
La tradición occidental, entonces, desplazó la búsqueda de la unidad primordial, y el apego al instinto y a la fiesta, por la moral y el conocimiento, y plantó en ellos sus cimientos más profundos durante más de dos mil años con la ciencia y la religión cristiana. Con esto, sin embargo, para el deconstructor inicial de la filosofía occidental de finales del siglo XIX, se perdió esa fuerza vital básica, en favor de la razón postiza y el sentido de individualidad extrema.
En estos días en los que parece que la pandemia de la covid 19 nos ha dado una tregua, el viejo Nietzsche ha venido a susurrarme al oído. Veo el furor y desenfreno de la gente, indistinto de su edad, y recuerdo cómo el filósofo ya hablaba de la música y su poder de conexión con el todo y cómo en cada fiesta y en cada embriaguez miles de seres humanos, aun sin saberlo, le hacen un guiño. Al entregarse al frenesí colectivo, recrean pequeños festivales dionisiacos, donde el individuo se pierde y la emoción del ritmo musical recrea, otra vez, la unidad del todo. ¡Viva Dionisio!