Quito, lejos del tópico de ser una ciudad franciscana y conventual, fue una ciudad contraventora, amante del exceso y de la carne.
Por Fernando Hidalgo Nistri
Al menos a los que pertenecemos a mi generación (los nacidos en los años cincuenta y un par de generaciones atrás) se nos infundió la falsa imagen de un Ecuador en el cual habían imperado las buenas costumbres y un alto sentido de la moral, sobre todo en lo relativo a temas tan problemáticos de manejar como la sexualidad y aspectos relacionados. Ya sea de manera consciente o subliminal, se dio por buena la especie acerca de que la moral había sido más consistente en los tiempos felices del pasado. Remigio Crespo Toral, por ejemplo, creía que sus contemporáneos eran manifiestamente inferiores a los antiguos ancestros. ¡Nunca mejor dicho aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor! Probablemente, el deseo de reafirmar unos patrones morales determinados fue lo que indujo a buscar momentos y vidas ejemplares en un pasado idealizado. Siguiendo esta lógica la conclusión era que nuestros bisabuelos, tatarabuelos y más ascendientes resultaban haber sido el no va más de la piedad y de la rectitud de comportamiento. Desde luego, esta diferencia cualitativa entre la moral de las antiguas generaciones y las actuales tuvo su lado perverso. Este ejercicio de comparación se convirtió en la práctica en un sofisticado aparato de tortura que generaba sentimientos de culpa y la imagen cuasi apocalíptica de un país inmerso en una espiral de decadencia.
En realidad esta visión idílica del pasado solo fue eso, una imagen manipulada y muy alejada de la realidad. La falta de memoria histórica y el deseo manifiesto de encubrir unas formas de ser y de estar tenidas como moralmente reprobables fueron suficientes para que se corriera un tupido velo sobre ese “lado oscuro” de los ecuatorianos. Lo cierto es que, por lo menos dentro de un período que va desde mediados del siglo XVIII (y acaso antes) hasta la entrada en vigencia de las reformas garcianas, las clases altas de la sociedad ecuatoriana tenían fama de libertinas, y amantes de los excesos, de las transgresiones y de los desafueros.
No es mi intención mostrar a los lectores un repertorio de “escándalos” ni menos aún de caer en la trivialidad de contar historias livianas y picantes. Rotundamente no: mi cometido es mostrar cómo el hecho moral ha sido relativo en las sociedades. Poner en evidencia cómo unos determinados comportamientos y formas de ser fueron tolerados simplemente porque en ese momento las cosas se valoraban de una forma y no de otra. Todo ha sido, en definitiva, cuestión de la mayor o menor importancia que se daban a las cosas. Los valores no son fijos ni menos absolutos, sino que están sujetos a las vicisitudes del tiempo: unas veces están en la cumbre de su apogeo y en otras se tambalean, pierden estabilidad y salen momentáneamente de juego. El vacío dejado es inmediatamente ocupado por los valores emergentes. La moral, como la física de partículas, es ondulatoria.
Pero vayamos al grano y no nos entretengamos en disquisiciones. Algunos indicios de estas conductas ya los proporcionó González Suárez cuando, en su Historia General del Ecuador, puso al descubierto los desmanes que ocurrían en los conventos quiteños y el estado de relajación de los curas. El no haberse mordido la lengua y el haber dicho la verdad le valió duras críticas y la enemistad de muchos hombres de relieve social. En una época especialmente crítica debido a los triunfos del liberalismo, se consideró poco atinada y oportuna su denuncia. Sus revelaciones parecía que menguaban el prestigio de la Iglesia y daban soporte a los campeones del radicalismo anticlerical. Los documentos que utilizó fueron una valiosa fuente de información que testimonió de manera fehaciente el estado de relajación que reinaba en los conventos de ambos sexos. Como muestra basta un botón: un informe del presidente de la audiencia, Mon y Velarde, los describió como “un monte de espinas y malezas”. Durante todo este período, era común encontrar curas que combinaban sin problemas su ministerio religioso con su condición de orgullosos padres de familia. El propio obispo de Quito, José Cuero y Caicedo, conocido perfectamente por su insurgencia y por su calidad de presidente de la Junta Quiteña, tuvo un hijo que se destacó como un intrépido capitán de los ejércitos patriotas.
Pero la vida relajada no quedó confinada a los estamentos religiosos sino que fue un tipo de conducta muy generalizada en la sociedad ecuatoriana de entonces. Joaquín de Merisalde y Santisteban, el corregidor y Justicia Mayor de Cuenca proporciona unos cuantos datos en los que quedan puestas de relieve las “extravagancias de genio y costumbres” de los señoritos cuencanos. En un informe que preparó al virrey, señalaba como “ni los hijos respetan a sus padres, ni los padres educan bien a sus hijos”. Los adolescentes —denunciaba— se habían olvidado de cultivar la sana virtud y la preocupación por los estudios, dedicándose más bien a cultivar antes de hora las pasiones y “perversas inclinaciones”. Cuenca estaba plagada de jóvenes mal entretenidos y de “siniestra índole” que ya a los quince años se destacaban como “famosos galanteadores y atrevidos espadachines”. Como puede verse, la mala vida empezaba a corta edad y acaso por un efecto de imitación a unos padres igualmente poco disciplinados.
Años más tarde, el pudoroso, puritano y austero Francisco José de Caldas denunció cosas parecidas. Después de una estancia relativamente larga en el país, no tuvo empacho en describir a Quito como una ciudad “envenenada”; una auténtica Sodoma y Gomorra, donde Venus imperaba a sus anchas. En una carta muy reveladora a su mecenas, el botánico José Celestino Mutis, le puso al tanto de la afición de Humboldt a fiestas y jolgorios. Por lo visto el viajero prusiano, que no fue precisamente un mozo casto y recatado, no le hacía ascos a la amistad con “jóvenes obscenos y disolutos”, con los que frecuentaba “casas en donde reinaba el amor impuro”. Humboldt sabía diferenciar perfectamente los momentos. Al decir del mismo Caldas, era capaz de combinar la estampa de un sabio de primera línea con la de un hombre “ordinario”. A ratos se comportaba como un prolijo escrutador de la naturaleza y como un hábil manipulador de telescopios y sextantes; pero a ratos también hacía aflorar ese otro yo de fiestero empedernido.
Boussingault, el famoso viajero y científico que recorrió el país inmediatamente después de declarada la independencia, fue otro testigo privilegiado de las “desordenadas” costumbres quiteñas. Su diario es una rica fuente de información acerca de los entresijos cotidianos de una sociedad que amaba la fiesta y la diversión en todas sus expresiones. Sobre todo interesa destacar las descripciones que hizo de los llamados puros, un tipo de encuentro que se practicó con asiduidad en el país durante un buen tiempo. Se trataba de una fiesta en que participaban amigos, allegados y visitantes distinguidos. El evento era en realidad un dechado de extravagancias, donde el alcohol fluía generosamente, así como también grandes viandas de comida. Se bailaba con desenfreno absoluto, hasta que el jolgorio subía gradualmente de tono hasta rematar en una orgía de tintes apoteósicos. Allí se practicaba el sexo en sus múltiples variantes. Los puros bien podían alargarse ¡una semana entera y aún más!
Las relatos de los asistentes a los puros resultan sorprendentes, al punto que fácilmente pondrían los pelos de punta o resultarían chocantes hasta para los colectivos más liberales de nuestro tiempo. Julián Mellet, un viajero francés que visitó el país en la década de 1820, describió así una de estas reuniones. “Forman (las mujeres de Quito) una (fiesta) que llaman puro y que consiste en una reunión de personas de ambos sexos que se encuentran en una casa donde abundan toda clases de comestibles y bebidas y donde el que come y bebe más adquiere más méritos. Se acuestan y la licencia desordenada empieza al día siguiente con mayor exceso y dura por lo menos hasta la noche. Así pasan doce o quince días sin salir”. Pero Boussingault fue más explícito y describió estas tenidas con más lujo de detalles. El científico calificó a los puros como “verdaderas orgías”, como “bacanales en donde las damas de la alta sociedad… caían en una semiborrachera”. Refiriéndose a un puro al que fue invitado vio las “proporciones monstruosas” que adquirió y como todo “era una mezcla tremenda y ya no se reconocían los sexos”.
Si bien se puede abundar en ejemplos, un caso en el que queda claramente plasmada la laxitud sexual y la falta de “licencia” de la época es el caso de la famosa Catita Valdiviezo, una mujer bella, mundana y completamente dispuesta a dar satisfacción plena a sus deseos e impulsos más carnales. Generales y oficiales de los ejércitos patriotas disfrutaron a plenitud de sus encantos y viceversa. En las fiestas bebía alcohol hasta la saciedad y era una gran animadora de las jaranas quiteñas. En una velada que terminó en un puro, se la vio vestida de oficial del ejército, bailando con unas cuantas copas y haciendo piruetas en la cuerda floja. Pero no solo eso, la provocativa señora Valdiviezo también gustaba del desnudo y de hecho solía recibir a según qué invitados completamente desnuda. No hace falta decir que su religiosidad era completamente superficial. Como ella mismo lo declaraba: “Yo peco, me ponen una penitencia, no la cumplo y vuelvo a empezar”.
Nuestro personaje se casó en 1817 obligada por las circunstancias con su primo segundo, el viejo político José Félix Valdiviezo. Aunque protestó por imponérsele un matrimonio de conveniencia, no tuvo más remedio que ceder a las presiones de un tío suyo. Después de todo se trataba de impedir la dispersión de un vasto patrimonio familiar formado por un valioso juego de haciendas y propiedades urbanas. Su boda, como muchas otras de la época, fue una ficción más. Prueba de ello es que el mismo día del enlace concurrió sola “a pasar una fiesta desordenada que daban algunos amigos”. La pareja vivió junta pero, eso sí, bajo un “perpetuo acuerdo” en el que cada uno y por separado administraban libremente su vida. Como era costumbre, nuestro personaje mantenía relaciones frecuentes pero pasajeras que no le ataban a ningún compromiso. Había un ritual preestablecido entre los amantes ocasionales. A la primera llamada al Angelus, Catita y otras jóvenes llevaban a cabo “la maniobra habitual de ir a la oración, donde al fin del día algún “amigo” las esperaba ansiosamente. Eso sí, pese a la permisividad de los tiempos, en la calle se guardaban las formas y tenían la precaución de “llevar un rebozo que les cubría el cuerpo, un gran sombreo de fieltro y abrigos de lana”.
En los albores de la República, participó activamente en la vida política y se manifestó como enemiga acérrima de Flores y de Rocafuerte. Junto con su marido, planificó un levantamiento armado para derrocar a este último. Rocafuerte, cansado ya de sus alborotos, achacó a su promiscuidad sexual su afición a alterar el orden. En una carta suya al general Flores, se quejaba amargamente de su capacidad de intriga y culpaba de ello nada más y nada menos que a los “furores uterinos de plata” de la tal Catita.
Otro indicio que da buena cuenta de la vida relajada de la época es la cantidad de madres solteras que había. Aunque no hay datos estadísticos que lo confirmen, la tasa de hijos naturales de la época debió ser muy alta. Boussingault sostuvo: “En ninguna parte del mundo existían tantas madres solteras como en las antiguas posesiones españolas”. Es más que interesante la anécdota que refiere de su estancia en Ibarra donde coincidió con una señora no casada, madre de cuatro “lindos niños” de cinco a diez años, todos ellos de diferentes padres. El mismo viajero proporcionó una de las posibles razones que inducían a las mujeres a optar por una soltería voluntaria. Esta no era otra que la necesidad de precautelar sus fortunas personales, dada la predisposición de los maridos a disiparlas en el juego y en dispendiosos jolgorios.
Un caso que también resulta interesante es el de Francis Hall, uno de los editores del Quiteño libre que fustigó al presidente Flores. Este insigne oficial inglés confesó a Boussingault que vivía con una “bonita mestiza”, la cual atendía y hacía las labores de su casa en las faldas del Pichincha. El asunto es que Ana, así se llamaba la chica, era en realidad la mujer de un zapatero. Un día Hall y el artesano habían convenido en un trato que consistía en que este último la “alquilaría… a condición de que un día por semana podría pasarlo con ella y que ese día [Hall] saldría de casa y no regresaría sino después de la oración”. Sobran los comentarios.
Lo más interesante de todo esto es que semejantes conductas eran generalmente aceptadas. Esta vida licenciosa y “desarreglada” escandalizaba a muy pocos. Que no se figure el lector que estas fiestas eran un asunto que ocurría en la clandestinidad o en lugares secretos situados en los arrabales no frecuentados de la ciudad. Todo formaba parte de una cotidianidad y de las formas de ser de una época que se aceptaban sin más. No es tanto que hubiera un amplio margen de tolerancia, sino que estas prácticas sociales eran parte de una normalidad y, por ello, no producían escándalo. Los curas amancebados, por ejemplo, no se ocultaban e incluso puede decirse que no tenían dificultad en mostrar con orgullo a sus retoños. Es más, todo hay que decirlo, muchos de ellos se comportaron como padres ejemplares que cubrían puntualmente las necesidades de su prole.
Ahora bien, esta vida licenciosa y llena de placeres mundanos tuvo fecha de caducidad. La ola católico-integrista que barrió el país desplegó una campaña para reprimirla y dejarla fuera de juego. “Vamos a moralizar”, ese fue el grito de guerra que profirieron los campeones del orden público. La reforma del clero en la que se empeñó García Moreno retiró de circulación a todo ese ejército de curas disipados que infestaban los conventos. Asimismo el triunfo del régimen devocional del Sagrado Corazón de Jesús impuso una moral muy restrictiva de los goces carnales. La fiesta, el baile y la sensualidad fueron rigurosamente proscritos.
Incluso se prohibió la lectura de novelas y la asistencia al teatro, debido a que hacían volar la imaginación más de la cuenta. Los higienistas por su parte también van a recomendar el agua y el jabón como fórmula inhibidora de los impulsos eróticos. También es digno de remarcar la estricta vigilancia que se ejerció sobre el género femenino. La sociedad conservadora de la época consideraba que las mujeres eran una puerta abierta a la decadencia. De ahí que las casquivanas, las adúlteras y las libertinas ya no lo fueran a tener tan fácil como antes. Ahora pesaba sobre ellas la amenaza de las celdas del Buen Pastor, un centro hecho ex profeso para “enderezarlas” en la virtud. Las instituciones dedicadas a intensificar la religiosidad de la población se multiplicaron de manera progresiva. Ahí estaba la Congregación de los caballeros de la Inmaculada, una organización dedicada a velar por la salud religiosa de jóvenes de buena familia de Quito o el Círculo Ecuador.