El Festival Estéreo Picnic, realizado en Bogotá el pasado marzo, marcó el regreso de la música en vivo para grandes audiencias en lugares abiertos. Fueron tres días, más de setenta bandas y algunas cosas que nunca olvidaremos.

Hace calor. El aire acondicionado del colectivo no sirve y medio centenar de roqueros —la mayoría con el rostro destapado— se dirigen, desde Bogotá, hacia el Campo de Golf, Picnic y Centro de Eventos Briceño, sede del Festival Estéreo Picnic (FEP) 2022. Pero lo que suena no es rock ni nada parecido. El viaje dura más de tres horas, el mismo tiempo que el repertorio de rancheras a todo volumen.
El Estéreo Picnic, actualmente uno de los festivales más grandes de Latinoamérica, comenzó hace doce años como un modesto espectáculo que reunía a músicos más cercanos a lo independiente que a lo mainstream. Hoy, todo el mundo parece estar aquí.
Las grandes marcas, como McDonald’s, Adidas o Selina, se pelean por un espacio entre los anunciantes. Decenas de emprendimientos y negocios relacionados con la música, la comida, la moda y el entretenimiento atiborran grandes cuadrantes, donde las ventas ocurren como parte del gran performance. Filas largas de compradores se confunden con quienes quieren ingresar al concierto de turno.
A la llegada del FEP no hay puertas, solo andamios laberínticos e interminables que recorren cientos de metros y filtros de comprobación de entradas, revisión de maletas y carnés de vacunación, indispensables para el ingreso.
Parte del césped del campo de golf se cubre de estructuras protectoras para que las cien mil personas que recorren el lugar, durante tres días, no se carguen todo el pasto. Las mascarillas son, en tiempo presente, cosa del pasado, pero algunos asistentes las mantenían solo por costumbre. Poco quedó de ese mundo temeroso a la lotería de contagios y variantes. Basta con mostrar un carné.
Mi héroe
Pasadas las nueve de la noche del primer día del FEP, luego de varias bandas y sobre doscientos mil metros cuadrados de espacio, las luces de todos los colores estaban prendidas y alumbrando a la gente.
Cinco tarimas acogieron a más de treinta mil asistentes diarios, cientos de puestos de comida los alimentaron y decenas de juegos y actividades relacionadas a las marcas auspiciantes tuvieron la labor de entretenerlos. El FEP parece un parque de diversiones (no importa dónde estés, igual verás una rueda moscovita girando sin parar) para melómanos, faranduleros, hípsteres y posers que se disputan un buen puesto en cada presentación o un buen trago en la exclusiva zona VIP, que recibe a quienes desembolsaron cuatrocientos dólares por entrada, para las tres jornadas.

Cada día del festival tiene una cabeza de cartel y el primero de este año correspondió a Foo Fighters, la mítica banda de rock liderada por Dave Grohl, exbaterista de Nirvana. Grohl armó el grupo un año después del suicidio de su compañero Kurt Cobain, en 1994, tras superar la depresión de la abrupta disolución del trío más representativo del grunge de la década de 1990.
Aquella primera noche del FEP se sentía distinta, caótica y un tanto desorganizada. Algunos hablaban de una cancelación, otros de que uno de los miembros estaba gravemente enfermo. La hora para Foo Fighters se acercaba, pero el escenario estaba vacío. Miles de personas se juntaron en los primeros puestos de la tarima principal para ver de cerca a Grohl y compañía. Una semana antes se presentaron en Argentina y todos hablaban de ello, de que querían un show igual de poderoso, divertido y roquero.
Los Foo Fighters son el rastro de una era casi perdida, cuyos inicios fueron documentados en su mayor parte en cintas VHS de baja calidad y una añoranza por un pasado direccionado por la cadena televisiva MTV (que antes pasaba música). Una de las últimas bandas con más himnos que sencillos radiales, y de las pocas que aún llenan estadios completos con decenas de miles de asistentes, giras intensas y entradas agotadas en minutos.
En eso la primera alarma. Un organizador del Picnic anunció la cancelación de la presentación de los Foo. Se lo vio consternado, al borde de las lágrimas, con la voz quebrada. “Una situación médica de mucha gravedad”, sería el motivo de dicha baja musical.
El desconcierto y el malestar no esperaron y la decepción hizo que quienes guardaban puesto empezaran a desalojar los alrededores del escenario. La mayoría se dirigió hacia la tarima dos.
Hay tardanza. Más de veinte minutos de incómoda espera terminan cuando el cantante de Black Pumas, Eric Burton, sale al escenario a dar la fatídica noticia: Taylor Hawkins, baterista de Foo Fighters, habría muerto esa misma tarde.

El lamento generalizado fue la constante ante un momento colmado de tragedia. Algunos no lo soportaron y se pusieron de rodillas contra el piso. El sollozo de miles de fanáticos, que no aceptaban lo que acababan de escuchar, la muerte de un ídolo, era inevitable. Hubo un minuto de silencio seguido de ovaciones eufóricas.
Según un informe policial, Taylor Hawkins murió solo, en un cuarto del hotel Four Seasons de Bogotá. Lo último que se supo de él fue una corta llamada a recepción por un fuerte dolor en el pecho.
Al día siguiente, y con una avidez poco común en la policía forense colombiana, el informe de su autopsia reveló diez sustancias consumidas por el músico, entre ellas marihuana, antidepresivos, benzodiacepinas y opioides.
Cuando lo encontraron sin vida tenía cincuenta años. Jamás pertenecerá al Club de los 27 —como Janis Joplin, Jimmy Hendrix, Kurt Cobain o Jim Morrison, que murieron a los veintisiete años, en circunstancias trágicas— pero su forma de partir poco se alejó del estilo de vida que arrebató de este mundo a sus predecesores.
El baterista murió “dejando un cadáver hermoso”, como alguna vez declaró entre sus aceleradas fantasías juveniles, cuando recién formaba parte de los Foo Fighters. Su muerte lo acercó más a un momento noventero, cuando aquella generación tropezaba comúnmente con los cadáveres de ídolos muertos por sobredosis. Todo lo contrario a lo que parece estar pasando en la música popular: apariencia impoluta, corrección política y coreografías tiktokeras.
Una alfombra de velas blancas convirtió en altar al escenario principal. Los más afectados rindieron homenaje al carismático músico sentados en el suelo, escuchando sus canciones o emborrachándose vía camineras llenas de whisky. “Ahí va mi héroe, míralo mientras se va. Ahí va mi héroe, él es ordinario”, corearon entre lágrimas los más afectados. La canción “My Hero” se escuchó por una vez en cada uno de los escenarios del FEP. El reconocido himno de la banda cerraba el telón de una agridulce primera jornada. En palabras de David Bowie: “Todos podemos ser héroes, al menos por un día”.
Demasiadas mujeres
El segundo día del festival, las tiendas de ropa con la mercadería oficial se colmaban de compradores compulsivos, ávidos de gastarse hasta el último peso/dólar de sus pulseras cashless, dispositivo electrónico que la organización dispuso como forma de pago, sin efectivo físico y recarga digital para los asistentes.
Varios carteles recordaban también la existencia de un espacio para revisar los narcóticos que algunos lograban ingresar al festival y que, según cifras oficiales, correspondían en su gran parte al MDMA o éxtasis, frente a otras como marihuana, LSD o cocaína. En esta carpa se aconsejaba a quienes llevaron substancias psicoactivas para que el viaje no terminara en un mal viaje.

Los festivales tienen aroma y el Estéreo huele a una mezcla de canguil dulce, weed y césped húmedo. Los sentidos delimitan los espacios, y guiarse por un olor o por un lugar peculiar puede ser el salvavidas de aquella selva tupida de sobreestímulos.
Llegada la tarde, el Picnic reveló una faceta más afín al trap y al reguetón que al rock y lo alternativo. El colombiano J Balvin se anunció como artista principal del sábado, pero fue el español C Tangana quien se robó el protagonismo de aquella jornada. El coro de “Demasiadas mujeres” retumbó y el mismo público sub 40, que aquella noche corría para ver a Fat Boy Slim, coreaba la bachata electrónica de El Madrileño o los éxitos reguetoneros de Balvin.
Una banda de garaje
El tercer y último viaje al FEP fue ligero, de apenas una hora. Ya se sentía la nostalgia de que algo grande estaba a punto de terminar.
Reggae, música tradicional colombiana, pop adolescente, rap argentino, pop-rock gringo y hip-hop se repartieron entre el público. Pero el festival, que comenzó con una mezcla de alegría y devastación, quiso despedirse con la fuerza de las guitarras distorsionadas de The Strokes.
Las filas interminables para conseguir algún producto se repitieron hasta el último minuto, y esperar dos horas y media para subirse a la gigantesca rueda moscovita fue más común de lo que quisiéramos creer.

Todo esto mientras en otra carpa había un rave con música electrónica, non stop, que acogió a cientos de personas entre pepas y rayas y la esperanza, aún joven, de darse duro: de hacerse pedazos.
El domingo fue el día más concurrido. Desplazarse tomaba más tiempo, los espacios se llenaban más rápido y alcanzar las primeras filas de cada presentación costaba mucho trabajo.
Dos años de encierro pandémico, de repetitivos festivales online, de borracheras por Zoom y de una industria musical que casi colapsa sin grandes presentaciones, contrastaban con el regreso de la aglomeración. La mezcla de sudor, saltos, agitación y contacto cercano se convirtieron en la rebelión posnueva realidad.
Miles de latas vacías quedaron pisoteadas por un público en retirada. Los más audaces se quedarían hasta la madrugada, hora de cierre, junto a DJ Harvey. La mayoría regresaría a sus casas, a sus hoteles o a sus ciudades. Era domingo, después de todo.