Por María Fernanda Ampuero.
Ilustración: Maggiorini.
Edición 436 – septiembre 2018.
“Un amigo es quien conoce la canción
de tu corazón
y puede cantarla cuando a ti ya
se te ha olvidado la letra”.
Julio Ramón Ribeyro
Anoche me encontré con una amiga importantísima. La amiga de mis primeros años de emigración, esa que enseguida se convierte en familia, hilos de la misma sangre corriendo por las venas a fuerza de temer y de extrañar. Sangre de mi sangre. Extranjera y extranjera. Vi a mi amiga, la del departamentito cerca de la Plaza Mayor que era también mi propia casa, con la que preparábamos cebiche y llapingachos y los comíamos como un sacramento, el mote de mi pescado, la cuidadora de mi juego extra de llaves, las referencias ecuatorianas compartidas, la banderita tricolor en el Mundial sostenida con su mano y con mi mano.
Yo la arreglé, peiné y alabé su belleza, en ausencia de su hermana, el día de su boda. Ella me protegió contra la locura y el fracaso: he llegado adonde he llegado por la seguridad y la alegría que me dio cuando llegué a ese país que no era el nuestro. Parecía una niña pequeña, parecía estar jugando siempre. Aunque todo eso —los papeles, la xenofobia, la extranjeridad— fuera tan doloroso y complicado, ella lo hacía ver fácil, divertido. Su risa me permitió, además de sobrellevarlo, disfrutarlo. Me cogía de la mano y me decía: “Es un juego, amiga, yo te enseño”.
Mi amiga volvió y yo me quedé. En estos tiempos de distancia ambas hemos vivido cosas que ni la una ni la otra se imaginan y que son tan profundas, tan confusas, tan de las vísceras, que no se pueden ni se podrán nunca poner en palabras. Así hemos vivido estos años: extrañándome ella y extrañándola yo, de alguna manera emigrantes una de la otra.
Yo la quiero a ella como me quiero a mí. Quien ha vivido fuera sabe exactamente el tipo de amor al que me estoy refiriendo, el que se siente por el amigo que sabe que no tienes a nadie más y se transforma en mamá y en vecino y en hermana y en psiquiatra experto en el síndrome de Ulises, la enfermedad del emigrante. Yo la quiero a ella como se quiere a quien te salva la vida una y otra vez.
¿Conocen este tipo de amistades que aunque no te hayas visto en años es cuestión de hablar una fracción de segundos para volver a una intimidad absoluta? Nos miramos y entendimos todas las cosas: hemos sufrido como perras y seguimos intentando vivir de lo que hacemos, seguimos —asombrosamente y pese a todo— buscando el amor que nutre y que mejora, seguimos intentando ser lo que de niñas soñábamos ser: mujeres con un punto de luz en la mirada.
Hemos envejecido, mi amiga y yo. Hace tiempo no reímos como hace tiempo y eso que nosotras reíamos como un jilguero, como cantaba el poeta, y hay asuntos de los que simplemente no podemos hablar. Nos duelen la columna y las oportunidades perdidas. Caminamos un poco menos rápido y con un poco más de silencio en el tórax. Ella hace yoga, yo tengo Tinder. Seguimos buscando lo que no aparece: un lugar, un hogar. Parecería que esto de ser extranjeras no se acaba nunca en ninguna parte.
Anoche miré a los ojos a mi amiga de los años más importantes de mi vida y ella me devolvió la mirada. Le pregunté si creía que lo habíamos hecho bien, le pregunté si creía que nuestras vidas valían la pena, le pregunté si al menos lo habíamos intentado.
—Ferozmente, me contestó.
Y yo repetí:
—Ferozmente, ferozmente.