El rector de la Universidad Católica, ratificado por el papa Bergoglio, conoció de cerca a Leonidas Proaño. Reivindica que el proyecto de la PUCE es formar profesionales con valores. ¿Qué ocurrió en Quito en octubre de 2019?

Mediados de 2021 en un Quito que se resistía a dejar el invierno. Lluvia, niebla, caos en el tráfico. Las aulas, los pasillos, los patios de la universidad estaban desiertos. El bullicio juvenil ausente, lejano, nostálgico. Apenas se empieza a sentir la presencia de seres vivos en el renovado edificio administrativo, donde un puñado de funcionarios asiste, en razón de la emergencia de un virus que afectó todas las actividades humanas.
A escasos metros de ahí reside el grupo que nunca dejó las instalaciones de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE), el de los sacerdotes jesuitas, quienes administran el centro de estudios en razón de un legado de esa Iglesia. Ahí viven y trabajan los miembros de esa orden, liderados por Fernando Ponce, el rector, quien fue ratificado este año en sus funciones por el Vaticano.
Quiteño desarraigado, sacerdote experto en filosofía y política. Frontal y risueño abre su oficina para dialogar con el periodista. Luego de convertirse en un personaje criticado por dar albergue humanitario a decenas de personas que protestaron en 2019 en Quito, el apoyo de la sede de la Iglesia le dio la tranquilidad para continuar con su trabajo. Recalca la misión relevante de la PUCE: conjugar calidad académica con inclusión social.
—¿Qué quería ser de niño?
—Tres cosas: astronauta, payaso y presidente de la República.
—¿Y cura no?
—No todo era una reflexión, sino más bien era el deseo de ese momento. Creo, sin embargo, que desde entonces había ganas de servir a los demás. Además, de la aventura, de vivir cosas distintas.
—¿Era travieso?
—El más inquieto de toda la familia, creo. Viví mi infancia en Medellín porque mi padre fue a trabajar allá para un proyecto de alfabetización de adultos. Vivimos casi nueve años ahí.
—¿Cómo marcó su vida esa estancia fuera del país entre los años sesenta y setenta del siglo pasado?
—Me amplió los horizontes de niño. Desde entonces empecé a verme frente a los demás como el “extranjero”. Allá me decían el ecuatoriano y, una vez que retornamos al país, a Ambato, también por la situación laboral paterna, era el colombiano. Todo eso creó una especie de desarraigo porque nací en Quito.
—¿Qué pasó cuando volvió a la capital? ¿Se acostumbró?
—Hice primaria en Medellín, secundaria en Ambato y para la universidad volví a Quito. Me adapté sobre todo al ambiente universitario. Entré en la Politécnica Nacional durante tres años y estudié años de Filosofía en la Universidad Católica.
—Estaba más bien desorientado (a la hora de escoger su carrera).
—Estaba reorientado (ríe). En un inicio quería ser ingeniero electrónico, pero empecé a involucrarme con movimientos juveniles apostólicos. No sé exactamente cuando comenzó esto, pero ya tenía desde antes una inquietud al respecto. En el prepolitécnico reprobé una materia y tenía que repetir; entonces tenía más tiempo. Fui a la Universidad Católica a estudiar francés y vi un anuncio de un curso, dictado por el padre Eduardo Rubianes, de marxismo y cristianismo. Estando ahí me preguntaba si ambos campos tenían coincidencias, la justicia social, la fraternidad, la reconciliación. Empecé a hacerme preguntas sobre mi fe y le comenté al padre, que me invitó a un grupo juvenil católico de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, Munera. Hacíamos colectas en Semana Santa. Sin embargo, estaba inquieto, quería más. Por entonces leía textos de monseñor (Leonidas) Proaño y decidí ir a conocerlo.
—Y lo vio finalmente.
—Fue en Santa Cruz, en Riobamba. Fui tres veces. Era 1982. Fue muy interesante la interacción y, por ello, volví a la localidad de Columbe para colaborar tiempo después. Estaba metido de lleno en la acción cristiana, la política, lejos de la ingeniería.
—¿Qué le quedó del encuentro con Proaño?
—Su sencillez. Era un tipo íntegro. Sabía lo que quería y hacia dónde iba. Me recibió en su casa. Compartimos en una mesita muy simple, con mantel de plástico. Él mismo me sirvió agua aromática; eran como las seis de la tarde. Estábamos en la oficina de él, en el centro. Luego volvimos a su casa en Santa Cruz, en su carro destartalado.
—¿Entonces ese fue el detonante de su vocación sacerdotal?
—No necesariamente. Fui también para conocer al supuesto “obispo rojo”, como le decían. Para saber qué tan cierto era.
—¿Y era rojo?
—No. Era bien cristiano.
—¿Se puede ser rojo y cristiano?
—Por supuesto. Hay muchos casos. Antes y hoy era una suerte de descalificación que a uno lo llamaran así, pero pudiera resultar a la inversa. Un “rojo” evidencia, por lo general, compromiso social.

Der.: Muy niño, de paseo familiar, posa frente a la iglesia de La Merced en Ibarra.
—¿Y ya estaba listo para usar sotana?
—Aún no. Mi idea era ser misionero laico, trabajar con grupos vulnerables, como lo hacía monseñor con los indígenas. Me cambié a estudiar Teología en la Católica, pero para eso requería entrar primero a Filosofía.
—¿En su familia cómo veían que dejara la Politécnica?
—No estaban del todo contentos porque no pensaban que la Filosofía, y peor la Teología, daban para vivir, pero me apoyaron siempre. Por esa época me invitaron a un retiro espiritual en el noviciado de Cotocollao. Fui con la idea de confirmarme como laico comprometido, pero salí dudoso. Volví a hacer los ejercicios dos veces más. Ahí me di cuenta de que quería ser sacerdote de la Compañía de Jesús.
—Eran años del compromiso social de sacerdotes. Por entonces mataron en El Salvador al arzobispo Óscar Romero. ¿Eso le marcaba?
—Los cristianos, los católicos luchaban por un mundo mejor. Por eso se rechazaba a la dictadura, en el caso salvadoreño. Inspirado por la Teología de la Liberación y el pensamiento social de la Iglesia, yo seguía muy de cerca las luchas de los cristianos en América Central. En ese contexto se formaba mi fe.
—También existen sacerdotes del otro lado. ¿Qué se encontró una vez enrolado como religioso?
—En el caso de los jesuitas se trata de un cuerpo plural. Nunca me he sentido coartado. Nuestro campo de acción, en general, nos une: reconciliación con Dios, con el hombre y con la naturaleza. Luchamos por la fe y por la justicia. Somos un grupo humano que queremos vivir la fe, que tenemos el mismo impulso.
—Los jesuitas son uno de los colectivos que más tiempo se forman en la Iglesia católica. Dentro de ese proceso la docencia es una de las tareas más comunes.
—Es una formación que incluye la experiencia de trabajo que, por lo general, es la docencia en algún colegio. En mi caso lo hice primero en el San Felipe de Riobamba y luego en la Universidad Católica, donde ya daba clases a inicios de los noventa.
Nunca me he sentido coartado. Nuestro campo de acción, en general, nos une: reconciliación con Dios, con el hombre y con la naturaleza. Luchamos por la fe y por la justicia. Somos un grupo humano que queremos vivir la fe, que tenemos el mismo impulso”.
—Dar clases es también su vocación.
—Es un desafío. Me gusta enseñar, sobre todo cuando veo que los estudiantes se comprometen. Eso es lo que más me interesa, por sobre la inteligencia incluso. La actitud de aprender es fundamental. La educación jesuita no busca solo a los brillantes, sino que todo el mundo se eduque, crezca de acuerdo a sus posibilidades.
—Después se vinculó con obras de la Iglesia que tuvieron que ver con los refugiados. ¿Cómo se agendan las actividades en una orden religiosa como la suya?
—Luego del magisterio, fui a estudiar Teología en Estados Unidos, en Cambridge, Massachusetts, donde tenemos una escuela de Teología vinculada al Boston College.
—¿Qué tal la experiencia estadounidense?
—Tuve la impresión de que tenía acceso al original después de vivir en las copias. No digo que acá vivimos en la oscuridad y allá está la luz. Me di cuenta de cómo la cultura, nuestras aspiraciones coinciden con la gente de allá. Estudiaba y hacía el apostolado los fines de semana. El que más me marcó fue en una parroquia mexicana junto a la frontera con Estados Unidos; recibí a migrantes que iban de paso al norte. También estuve en una cárcel, donde daba catecismo a los presos. Después viajé a Francia para continuar con mis estudios, primero de Teología y luego el doctorado en la Universidad París X.
—Su doctorado es en Filosofía Política, un campo que le apasiona.
—Más el pensamiento que la política. Mientras estudiaba pedí trabajar con los sin papeles. Me conecté con un grupo de jubilados, sobre todo de voluntarios, que daba apoyo a los migrantes indocumentados. Por ahí me recomendaron que no dijera que era cura ya que Francia es un país laico; que no se iba a ver bien. Sin embargo, me presenté como jesuita y alguien me dijo: “Soy pastor protestante”, otro que era budista, un tercero del Partido Verde. Ahí es cuando uno se da cuenta de los miedos sobre la religión; en Francia ha disminuido mucho el laicismo hostil.
—¿En algún momento llegará la democracia a la Iglesia? ¿Podrán elegir a sus superiores, tener pareja…?
—Hay elementos que son democráticos. En la Compañía de Jesús existe un órgano de esas características, la Congregación General, que emite decretos y elige al superior. Yo creo que la democracia es una forma de gobierno para los Estados e instituciones. Se pueden hacer ciertos cambios que no alterarían a la Iglesia. En otras se elige a los obispos de manera democrática. La monarquía impuesta en la Universidad Católica es histórica, al igual que las formas de la Compañía, propias de los tiempos en las que se crearon.
—¿Podrán casarse alguna vez?
—Uno entra sabiendo las reglas, que no son impuestas: hacemos votos. Si alguien no está de acuerdo, puede servir a Dios de otra manera. No es una conquista que se busca. El celibato es un tema histórico de la Iglesia, así como para otras que permiten el matrimonio y la ordenación de personas casadas, como los ortodoxos, los evangélicos. Son formas organizativas más allá de la doctrina.
—¿Cómo encontró a la PUCE cuando asumió como rector en 2015?
—Volví en 2005 y fui docente de Filosofía y director de esa escuela. Luego como rector tengo que ser muy cuidadoso porque se puede malinterpretar, como se lo ha hecho. Toda universidad tiene una capacidad de aportar a la sociedad y la PUCE lo ha hecho: es una máquina de educación superior. Tiene muchas potencialidades y realizaciones. Encontré una institución que requería una renovación en la parte académica y administrativa. Había la necesidad de presentar ofertas novedosas, innovadoras de formación. Requería una integración de todas sus sedes; eran Quito y cinco más. Se trabajó con todas y, además, se creó la amazónica en Lago Agrio. En cuanto a lo organizativo pusimos agilidad en los trámites mediante reformas internas.
—¿Cuál es el perfil de un graduado de la PUCE?
—Es una persona muy apreciada en el mercado laboral. Es fiable en el trabajo. Es honesta en general.
—¿Creyente?
—No necesariamente, pero sí con sentido de la solidaridad. Ponemos a disposición de su formación oportunidades de crecimiento interior.
—¿Los estudiantes aún reciben religión en los primeros años?
—Tenemos una materia que se llama Jesucristo y la persona de hoy, que es una presentación del cristianismo para los estudiantes. También cursos de ética. Las personas que salen de acá tienen valores cristianos, humanos.
—La universidad es reconocida tanto dentro como fuera del país, con carreras muy destacadas. Históricamente recibió a sectores medios y altos, a miembros vinculados con el statu quo local (algunos de los cuales han cuestionado duramente su administración). ¿No es una paradoja para una universidad católica?
—Es una pregunta difícil (hace una pausa). Sí, es una paradoja. Yo no juzgaría a una universidad por la personalidad del rector ni por sus ideas personales. La universidad trasciende más allá de su autoridad. Lo que sí existe es un proyecto con el cual me identifico, de la Compañía de Jesús, que es de transformación social. En los setenta Pedro Arrupe, superior general de la orden, hablaba de formar mujeres y hombres para los demás. Lo dijo en un congreso de exalumnos jesuitas, y muchos salieron y se enojaron con él. Hay una frase que resume esto del padre Luis Ugalde, rector de una universidad venezolana: “No podemos formar personas exitosas en sociedades fracasadas”. Claro que queremos que los estudiantes tengan éxito, pero que se interesen en sociedades justas, solidarias, sustentables. Ese proyecto de universidad va más allá del rector y causó cierto escozor.
—¿Es un proyecto que rebasa fronteras?
—Es un proyecto de universidad jesuita latinoamericana que tiene sus orígenes en los ochenta, al que el actual superior (Arturo Sosa) se refirió en 2018. Aquí se ha querido entender la universidad jesuita, la PUCE, solamente como escalera social.
—¿Es una universidad jesuita?
—Es una universidad de la Arquidiócesis (de Quito) confiada a los jesuitas para que la administremos. No somos los propietarios.
—Antes de octubre de 2019, esa administración no era chocante. ¿Cómo era recibida esa postura por quienes conformaban la universidad?
—Somos un proyecto de transformación social y esto lo repetiré cuando me toque hablar. No depende del rector, de la Teología de la Liberación, sino de la Compañía. Hemos hecho proyectos de vinculación social. Esto es propio de la universidad y no mío. Ese octubre tuvimos que poner en práctica lo que predicamos. La solidaridad, la opción por los pobres, que no se limita a la PUCE, ya que es una postura de toda la Iglesia. Llegaron los campesinos, sobre todo de Cotopaxi, y los acogimos. En esa provincia la universidad tiene proyectos con la universidad y a partir de eso nace la relación, porque la comunidad nos había recibido para que los estudiantes hicieran prácticas de vinculación con la sociedad. Consulté esto con el resto de la comunidad jesuita y hubo un acuerdo. No hicimos nada extraño y fue coherente con una universidad católica. Incluso el arzobispo de Quito nos visitó y públicamente nos apoyó.
—Alrededor de setecientos estudiantes participaron. Cocinaron, curaron y cuidaron a toda esa gente.
—Fueron 1500 como máximo las personas que se albergaron, en determinado momento. Estudiantes, profesores, gente de la sociedad civil, voluntarios se convocaron y organizaron por sí mismos. No había capacidad organizativa para preparar algo así. Fue espontáneo y eficiente, a la larga.

—Impresionaron los corredores humanos para proteger a los manifestantes y sus familias.
—Fueron todos estudiantes de Medicina, Enfermería (saca una fotografía de su escritorio). Aparezco hablando con un coronel. De un lado estaban como noventa policías en moto; del otro, trescientos manifestantes y estaban a punto de chocar. Nos interpusimos y los estudiantes hicieron dos filas, mientras yo hablaba con el jefe de los policías. Los chicos calmaban al resto de gente. Al final detuvimos un enfrentamiento. También contribuimos a los diálogos entre las autoridades y los indígenas; como tres veces estuvieron en la universidad. En resumen: dimos acogida humanitaria, mediación en el diálogo, interposición física.
—Usted asumió esos actos desde entonces. ¿Cómo ha sentido el rechazo de ciertos sectores?
—El lunes 7 de octubre (días antes de las protestas) sucedió una coincidencia increíble. En una misa leíamos el pasaje del buen samaritano en el que, a un hombre herido, a la vera de un camino, no le atienden un noble ni un sacerdote. El samaritano, mal visto entonces, es quien lo salva. No podíamos negarnos ante el pedido de los indígenas. Como sacerdote esa fue la motivación. Cierto que hubo rechazo, pero también apoyo. Muchos vecinos incluso vinieron a dejar alimentos, vituallas. Hasta de no creyentes, que no estudiaron o no pudieron hacerlo en la PUCE.
—Lo han tachado de marxista. Un grupo de ciudadanos pidió que no siguiera al frente de la universidad, pero la Iglesia lo ratificó.
—A mí me llegan a decir cura rojo, pero siento que no me merezco, todavía, ese calificativo. Leonidas Proaño, Hélder Cámara pudieron serlo. A grandes personajes de la Iglesia los han descalificado. Yo estoy lejos de serlo, más allá de que pretendan insultarme, pero pueden decir lo que quieran. Para mí es un honor ser considerado un sacerdote sensible con las causas sociales. La carta me disgustó porque tenía inexactitudes. Decían que la universidad se debe a una ideología cuando somos un conjunto plural. Aquí tenemos profesores de una corriente, de otra o sin ninguna identificación política y todos trabajan. Son contratados en función de sus capacidades. No se ha censurado ni despedido a nadie por sus ideas.
—Desde la turbulencia de las redes lo acusaron de cesar a una docente por un libro.
—Ella renunció y en una carta me explicó sus razones. Incluso me dijo que podía usarla en el caso de que me acusaran. No he tenido la oportunidad o la suerte de leer esa obra aún.