“Vivimos una infancia juntos. De modo que cuando te hice una mamada (mi primera mamada) el día en que murió mi gato deberías haber llamado. No fui a recoger las cenizas del gato porque lo asociaba con chupar pijas y ser abandonada. Cuando dos años después, por fin, reuní el valor de ir a por ellas, las habían vertido en una fosa común. Te culpo por ello”. Esto forma parte de un capítulo genial de No soy ese tipo de chica, el libro de Lena Dunham, llamado “Correos electrónicos que enviaría si estuviese más loca, más enojada o si tuviese más agallas”.
Que una mujer haga una mamada y que encima más lo escriba, y con esas palabras (mamada, no felación), ¿es una falta de respeto? ¿Contra quién? ¿Contra mí? ¿Y si lo digo yo? Bajo ese principio los hombres irrespetan a las mujeres que les hacen una mamada y una mujer es alguien que no se respeta a sí misma y que, por ende, no merece respeto de los demás. Pero hay algo más fuerte aún: la mujer que se entrega es la mujer que ama y la mujer no puede, o no debe, amar. Por lo menos no darlo todo. La mujer debe ser fuerte y resistir sus propios impulsos.
La mujer fuerte no necesita un hombre, de hecho, el estereotipo de la feminista lesbiana se vincula a la fortaleza porque ha logrado prescindir del hombre. La mujer que mira novelas, que se viste de rosa, que invierte su tiempo en pensar si es mejor un esmalte negro o un turquesa es considerada débil, y se respeta a la que juega fútbol, bebe, habla alto. Una mujer fuerte no llora por un hombre. Pues bien, yo he llorado no una vez sino ocho mil, y no por un hombre sino por un millón. Y mi mamá se enoja y dice: “¡Feminista y llorando por un imbécil!” Porque claro, así como he llorado por hombres que valen la pena, he llorado por imbéciles. Y no me arrepiento porque como dice el tango: “Es inmoral sentirse mal por haber querido tanto”. Porque como a Lena, me ha pasado que he esperado que me llamen y no lo han hecho, y no, no he sido lo suficientemente fuerte como para hacer como que no ha pasado nada.
Mi novio también se ha sorprendido de que, a pesar de mis inclinaciones feministas, disfrute de hacerle el desayuno. Y sí, obvio que disfruto mucho de cocinar (aunque no sea una experta), de ir a la peluquería, de comprarme cremas, maquillajes. Se dice que el arte de las mujeres está ligado siempre a sí mismas, narrado en primera persona. Yo digo: ¿Cómo no vamos a hablar de nosotras mismas si durante toda la historia de la humanidad no han hecho más que callarnos? El cine de Sofía Coppola se atreve a hablar de los momentos “cotidianos femeninos” y ha sido tachado de “superficial” por tener el descaro de hablar de cosas irrelevantes, cosas de mujeres.
Aunque a muchas de nosotros (por suerte) no nos hayan gritado ni golpeado ni matado (porque esas cosas todavía suceden, y mucho, en 2016), vivimos otras formas de violencia, de discriminación. En pleno siglo XXI algunos hombres todavía se bajan de los aviones porque la que conduce es una mujer, pero los otros hombres (y mujeres), los que no se bajan de los aviones y no golpean a sus mujeres porque han sido educados por padres intelectuales, son usuarios de otras formas de machismo. El machismo no es un problema individual sino cultural. Está donde menos lo sospechamos, sus partículas son diminutas y se confunden con el aire. No nos damos cuenta de que existen, de que las respiramos y nos contaminamos con ellas todos los días.
Admiro a las mujeres “fuertes”, a las que no se callan, a las que no tienen reparo en hablar tranquilamente en una multitud de hombres. Pero también admiro y respeto a las que les cuesta hacerlo (como a mí), y a las que piensan seriamente si ponerse falda o pantalón, a las que les han roto el corazón mil veces porque han dado todo y aún así se vuelven a enamorar. La bailarina y coreógrafa Pina Bauch dijo alguna vez de una de sus bailarinas: “Era muy frágil. Y esa era su fortaleza”.