Felipe Burbano y las vacas locas del populismo.

Por Pablo Cuvi.

Fotografías C. Hirtz y Archivo F. B.

Edición 419 / Mayo 2017

Entrevista---nuevaSi en sus años mozos gustaba vestir de corto para lidiar vaconas, ahora se dedica a torear, académica y periodísticamente, a los más folclóricos caudillos y a las ruidosas vacas locas de la comparsa populista que ha recorrido América del Sur.

Fue seleccionado nacional de golf, jue­go que sigue siendo su pasión, junto con la columna semanal en El Universo y la cáte­dra que ejerce en la Flacso, ese santuario de los sociólogos de tercera generación, varios de los cuales cedieron gozosos a la tenta­ción del correísmo.

Decido hablar con él antes de la segun­da vuelta, cuando la presencia de Correa aún es omnímoda. Sentado en su oficina, yo, sociólogo de la vieja guardia, debo tener cuidado de que el diálogo no se vaya a las nubes de la teoría. Por ello, en lugar de ci­tar a Laclau nombraré a Maradona, que es para mí la quintaesencia del populismo. Y le plantearé el tema de las actividades eró­ticas del Loco que Ama, aunque luego no pueda publicarlas. Para empezar la lidia pongamos al toro en suerte.

—Muchos de tus compañeros de la Flacso y el diario Hoy se hicieron co­rreístas. ¿Por qué no tú?

—(Reflexiona). Quizá por mis propios estudios sobre el populismo y por la per­cepción que tuvimos algunos, entre ellos Carlos de la Torre, de que con Correa se estaba reeditando la vieja tradición popu­lista del Ecuador, esa política personalista, demagógica, que gira alrededor de la idea del pueblo, con esta promesa de refunda­ción, y que nos parecía que iba a contra­corriente de lo que había sido el proceso ecuatoriano desde el retorno a la demo­cracia, donde esta era el tema fuerte.

—¿Y por qué tanto sociólogo y tanto intelectual, que también sabían lo que estaba pasando, sí se hizo correísta?

—No sé si sabían. El populismo y estas propuestas de transformación radical de la sociedad, que surgieron en el contexto de este giro a la izquierda de la América Latina, fueron tentadoras para mucha gente porque tenían un componente de izquierda. Detrás de estos fenómenos existían nuevos movimientos sociales que habían desplegado otras formas de crítica a las sociedades latinoamericanas.

—A la clase media en general, apar­te del consumo, Correa les dio un poco de antiimperialismo y de la onda antio­ligárquica que pegaba muy bien en los quiteños politizados, ¿no?

—Sí, había ese elemento antipelucón y crítico de las relaciones de poder. Pero me parece que más bien era el horizonte de un régimen de bienestar: retorna el Estado, va a crecer la inversión social, la inversión pública, el Estado como un me­canismo de movilidad social que siempre ha atraído a las clases medias.

—Comparemos eso con el fenómeno velasquista del siglo pasado.

—El velasquismo no tenía un pro­yecto estatal claro desde el cual pudiera desafiar ampliamente a las clases domi­nantes y, por lo tanto, se volvía siempre muy volátil, muy inestable. La innovación histórica, importantísima de la revolución ciudadana, fue articular esta figura caris­mática con un proyecto estatal fuerte, que es lo que caracterizaba a los populismos en América Latina y lo que nunca pudo hacer Velasco en el Ecuador.

—Sin embargo, el discurso de Velas­co, de Bucaram, de Correa, se parecen en su maniqueísmo. ¿Por qué se da?

—Porque la política populista gira al­rededor de identidades colectivas fuertes que requieren de una dinámica de anta­gonismo, de construir un enemigo que se convierte en el blanco de las críticas, en el pretexto para cuestionar al poder.

—Maniqueísmo, mesianismo, caris­ma: tres categorías religiosas que se apli­can al populismo. ¿De dónde sale esta idea del mesías político, la necesidad de un redentor?

—Surge en momentos de desconcier­to, de crisis, de incertidumbre. Cuando hay un descrédito de las élites políticas y el lenguaje político no genera procesos de identificación, aparecen estos liderazgos carismáticos que tienen la capacidad de articular, desde una perspectiva nueva, los horizontes históricos de la sociedad y generar nuevos valores. La práctica del líder carismático es siempre transgresora, que genera la ilusión de que la sociedad cambia para favorecer a los desposeídos, a los explotados. En efecto, cambian el ho­rizonte ideológico, el lenguaje, las priori­dades de la agenda gubernamental y el rol del Estado.

—En términos de movilidad social, ¿hubo un cambio en los sectores medios de los que hablábamos, que para mí son el mayor enigma de esta pendejada?

—Creo que sí. Como dice Correa: el éxito de la revolución ciudadana es haber generado un proceso de movilidad social general, de los de abajo, de las clases medias, y de haber generado también procesos diná­micos en los sectores empresariales.

—Cuando los nuevos ricos acceden al club de La Unión, digamos, ese es el top del populismo…

—Probablemente tienen la capacidad económica como para ir al club de La Unión, pero sin el reconocimiento social que se requiere para ser su socio.

—Pero a la larga llegan, como algu­nos inmigrantes que dos generaciones antes no entraban. Pero se enriquecen, se casan con las hijas de la oligarquía y se van ubicando. Hay renovación de éli­tes.

—Hay un proceso de mixtura, sí, pero creo que en la sociedad guayaquileña hay ciertos ámbitos, para hablar de los espa­cios de mayor tradición oligárquica, en donde ese sentido de la pertenencia, de la continuidad familiar se conserva, como en la Junta de Beneficencia.

Pero la fuerza del populismo está en la capacidad de llegar a los sectores popu­lares; el sentido redentor de la política no se moviliza hacia los sectores medios sino hacia los sectores excluidos, que encuen­tran en el líder carismático un atajo de reconocimiento simbólico, de reconfigu­ración de su propia identidad y un campo donde pueden negociar su propia condi­ción social.

LA PELEA DEL DIARIO HOY

—¿Cómo así se te ocurrió estudiar Sociología?

—Cuando entré a la Universidad Ca­tólica a estudiar Administración de Em­presas, tuve como profesor un jesuita muy progresista, el padre Paredes, que nos daba sociología con un discurso que era muy crítico de la sociedad, muy provoca­dor. Ahí me pasé a la carrera de Sociología y me encontré con un mundo totalmen­te desconocido, un mundo de libros, de ideas, de reflexión, de crítica. El director de la Escuela de Sociología era Jaime Du­rán, y teníamos profesores como el Cone­jo Velasco, Roque Espinoza, Carlos Arcos. Entonces fui fascinándome con este sen­tido crítico que la sociología desplegaba sobre la sociedad.

—¿Cuándo entraste al diario Hoy?

—La Redacción se formó un par de meses antes del lanzamiento, que fue en junio de 1982. Me incorporé a la sección económica, junto con Fidel Jaramillo y el Pepe Samaniego, que habían salido de la Escuela de Economía de la Católica. El editor era Gonzalo Ortiz y la única perio­dista era Janeth Vásconez.

—Y vino la época de oro del Hoy contra Febres Cordero…

—En realidad el periódico expresaba los anhelos y las ilusiones de la democra­cia pocos años después de la transición, y Febres Cordero le dio la oportunidad de radicalizar esa visión de una sociedad democrática porque era el retorno de la oligarquía al poder, una oligarquía que se modernizaba con la ideología neoliberal. Fue una época movida, muy interesante para quienes estábamos en el periódico.

—Pero después varios colaboradores se fueron con Borja.

—Esa fue la tragedia del diario Hoy, algunos de los editores importantes del periódico se involucraron con el Gobier­no. A mí nunca me interesó la militancia política, yo estaba muy contento en el periódico y me gustaba la política como objeto de análisis…

—Y de chisme.

—(Ríe). De chisme, claro, por eso sigo vinculado a espacios periodísticos. Pero sí, hay momentos en que los periodistas se sienten tentados por el salto a la polí­tica. Yo he creído siempre que la base de la crítica periodística es la independencia del Gobierno, de las estructuras del poder. Después fui editor internacional y tuve una serie de cargos hasta llegar a di­rector en 1993-1994.

—¿Cómo fue la relación con Sixto Durán, Dahik y el neoliberalismo?

—Era retomar un poco la identidad desde una perspectiva crítica de las tesis neoliberales. Entraron a trabajar Diego Cornejo, Javier Ponce, el Pancho Borja, que volvió como editor político. Pero en 1994 yo estaba cansado del periodismo, habían sido doce años durí­simos, y me fui a sacar el máster en Estados Unidos.

—¿Por qué durísimos?

—Porque uno nunca se desliga de lo que está pasando en la política, la economía, la religión, la cultura; es seguirle el pulso día a día a una sociedad como la ecuatoriana: conflictiva, di­fícil, inestable, con permanentes crisis gubernamentales y una larguísima crisis económica. En ese contexto el periodismo es un ejercicio agotador.

—¿Cómo afectaba eso a tu handicap en el golf?

—En esa época estuve retirado del golf porque me casé muy joven, tuve que empezar a trabajar y entre mis responsabilida­des como padre y como periodista no tenía tiempo para dedi­carle a él. Además, en el estudio de la sociología uno hace una crítica de su propia condición de clase y eso me llevó a tomar cierta distancia con el golf.

—Pero antes, ¿cuál fue tu mejor época de golfista?

—A los dieciocho años solo pensaba en el golf, había sido varias veces campeón nacional. Empecé a jugar de guagua, mi papá era golfista, mis hermanos eran golfistas, todos éramos golfistas. Mi mejor momento fue entre los dieciocho y los vein­tiún años, fui seleccionado del Ecuador varias veces. Mi últi­mo Sudamericano fue en 1982. Volví a jugar cuando llegué a la Universidad de Ohio y encontré que tenía cancha de golf. Ahí retomé otra vez el juego que ha sido para mí una pasión.

—¿En el golf eras conocido como Archie, o en el colegio?

—En el golf. Me puso ese apodo el Patricio Fernández, que era un crack; mi hermano Javier era Tribilín porque tenía cierto parecido y yo era Archie porque era pelirrojo con una cabellera todavía frondosa. Hasta ahora mis amigos me conocen como Archie…

—Lo terrible es que el Archie y la Verónica de la tira có­mica siguen intactos mientras nosotros nos hacemos viejos. ¿Qué fuiste a estudiar a Estados Unidos?

—Conseguí una beca Fullbright y me fui con mis hijas y mi mujer a hacer una maestría de dos años en Sociología Polí­tica. Me actualicé, porque como había estado tanto tiempo en el periodismo me había alejado de los debates en teoría social, filosofía política.

—¿Y cómo es la relación entre el lenguaje académico y el lenguaje periodístico?

—Me cuesta mucho el lenguaje académico porque supo­ne una cantidad de exigencias, de rigurosidades, de formas de construir, mientras el lenguaje periodístico es ágil, es un len­guaje directo, que busca impacto y está inmerso en el desarrollo de los acontecimientos.

—Cuando regresas está Abdalá Bu­caram, una fiesta para ti.

—¡Una maravilla! Me acuerdo de una reunión de editorialistas del periódico: tú dijiste que agradecías al diario Hoy por haberte dado un espacio en donde po­días criticar a Abdalá Bucaram. Después me tocó hablar a mí y dije que agradecía al diario Hoy por haberme devuelto mi espacio editorial para poder defender a Bucaram (risas)… porque algo había que reconocerle al Loco que Ama, nadie le re­conocía nada.

—¿Qué es lo que había que recono­cerle?

—Haber llegado a la presidencia, haber derrotado a un partido poderoso como el Socialcristiano, haber sacudi­do la política. Siempre me ha atraído del populismo esa capacidad para trastocar los códigos, para impugnar de distintas maneras las estructuras de poder, para cuestionar los valores de las élites, para abrir un campo de nuevas expresiones y posibilidades.

—Pero no duró mucho, no fue muy ejemplar.

—Porque fue consecuente en el Go­bierno con su propio estilo de hacer polí­tica. Me parece que Bucaram nunca hizo concesiones a su manera de entender la política, y a su manera de interactuar con el establishment; creo que eso le costó el puesto. O sea, no hubo negociación, no hubo concesiones.

(Comentamos un par de anécdotas hila­rantes e impublicables sobre las actividades eróticas del Loco que ama y volvemos a la for­malidad. No en vano estamos en la Flacso).

—Hay varias cosas de Abdalá que retoma Rafael Correa en su puesta en escena del liderazgo.

—Comparten el mismo estilo con­frontador, de oposición a las oligarquías. Pero Correa es un tipo mucho más es­tructurado, con una visión más clara de un proyecto de refundar el país a través de la Asamblea Constituyente; propone un programa posneoliberal con toques del socialismo del siglo XXI, con una políti­ca nacionalista. Bucaram no, él se quedó mucho en el espectáculo, en la confronta­ción discursiva con las élites, sin impug­nar la política económica.

—Hasta le iba a traer a Domingo Ca­vallo…

—Claro, refuerza la línea neoliberal. Es la fascinación de la política en la tari­ma, pero que no logra construir una pro­puesta diferente del Ecuador. En cambio, Correa es alguien que entra a romper con el sistema. Pero en la retórica se parecen, su crítica a los pelucones sale de la crítica a la oligarquía que hizo Abdalá.

—Ese mismo año entras a la Flacso. ¿Cuál ha sido tu experiencia como pro­fesor?

—La academia es una experiencia rica porque te obliga a sistematizar. Yo había sido muy desorganizado para mis lectu­ras, para el trabajo académico, pero ya en Estados Unidos me ordené un poco, escri­bí una tesis que fue larga sobre el discurso liberal radical en la transición del siglo XIX al siglo XX.

—José Peralta…

—José Peralta.

—Son una maravilla sus memorias políticas.

—Claro. La cátedra te ayuda a organi­zar la cabeza, a ser sistemático, te obliga a desarrollar una cierta capacidad de comu­nicación de las ideas, a aterrizar un poco. Cuando yo entré, la Flacso estaba en el peor momento de su historia.

—¿Peor que ahora?

—Ahora todavía está bien. Ahí había colapsado económicamente, había solo cuatro profesores, pero Fernando Carrión, que era el director, empezó a levantar de a poco la Flacso y se fue configurando este núcleo que le ayudó a salir nuevamente. Poco después de la caída de Lucio me fui a sacar el doctorado en España.

—Lucio daba para ser un líder de las masas trigueñas, un cholo. Se dijo que los “blancos” de clase media quiteña le bo­taron por cholo: “Lucio sucio”, pintaban.

—Sí, había un elemento ahí de discri­minación.

—Porque la economía no estaba mal. Y la política no estaba peor de lo que ha estado muchas veces en el Ecuador.

—Había ese desprecio hacia Gutiérrez, pero él cae, yo creo, por una conspiración de los partidos políticos que nunca le per­donaron haber ganado la Presidencia de la República; los partidos en esa época to­davía tenían una fortaleza que se expresó en las elecciones parlamentarias. Y tenía su bronca con el movimiento indígena.

—Había una institución detrás que se llamaba León Febres Cordero y que daba el visto bueno a los golpes de Esta­do desde Bucaram. Era el establishment encarnado en una persona, él mantenía la estabilidad, se botaba a un presiden­te y al día siguiente todo el mundo iba a trabajar y no pasaba nada.

—Él era el hombre más poderoso del país. La caída de Lucio empieza cuando Febres Cordero anuncia el inicio de un juicio político en contra del presiden­te por fraude en las elecciones de mitad de período. Lucio, desesperadamente, empieza a armar sus alianzas en el Parla­mento para sostenerse y pacta con Abda­lá y se comen la Corte Suprema. Vino la Pichicorte que desató un conflicto enor­me y luego el retorno de Bucaram que le terminó por liquidar a Gutiérrez, y había un hastío sobre todo de los sectores socia­les organizados frente al sistema político, porque se sentían traicionados por Lucio. Los forajidos pedían que se vayan todos. Después vino la elección de 2006 y ya con Correa el sistema colapsó.

Entrevista 2
Felipe Burbano intenta lidiar una vacona en Mulaló, 1990.
Entrevista 3
En Buenos Aires, durante la cobertura de la visita del presidente Borja.

 

 

Entrevista 4
Con el comandante Daniel Ortega, 1988.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A CARGAR EL MUERTO

—Al Ecuador lo comparan mucho con Venezuela, no así con Bolivia. Tú que has estudiado eso, ¿qué hace que en Bolivia haya funcionado mejor el nuevo sistema?

—Detrás de Evo hay un conjunto de organizaciones y movimientos sociales que son muy fuertes y muy activos, y no han delegado completamente el poder en la figura del presidente. Morales tiene que negociar y rendir permanentemente cuentas a las organizaciones sociales, es un presidente que interactúa de una ma­nera más orgánica con los movimientos sociales.

Luego hay cierta ortodoxia en el mane­jo económico, Bolivia ha mantenido una gran estabilidad en sus indicadores ma­croeconómicos, tanto que ha sido elogiado por el FMI. Morales ha sido muy cuidado­so con el manejo de los recursos, ha inver­tido, ha subido el gasto social, pero no se ha feriado la plata como Correa.

—Y el peso indígena es mucho más grande que acá. ¿Que él sea un indígena habrá ayudado, no?

—Eso le conecta con las organizacio­nes sociales, le hace un Gobierno más re­conocido, no es el PhD que da clases los sábados sino un tipo que tiene una tra­yectoria larga de lucha con el movimiento cocalero, que reivindica la diversidad cul­tural. Y hay una tradición nacionalista y revolucionaria más larga en Bolivia de la que existe en el Ecuador.

—¿En qué sacaste el doctorado en Salamanca?

—En Ciencia Política, pero mi tesis fue sobre movimientos regionales, sobre auto­nomías políticas, ahí trabajé los movimien­tos autonomistas en Bolivia y en el Ecuador, el autonomismo guayaquileño que estuvo en auge a comienzos del nuevo milenio…

—Con Mahuad floreció el regiona­lismo guayaquileño. Recuerdo al mate­mático Illingworth sacando la placa de la calle Pichincha y llegando al Congre­so con el lagarto del centralismo.

—Lo comparé con el movimiento cruceño, porque también Bolivia tiene los dos polos: La Paz y Santa Cruz. Me volqué a estudiar a las élites guayaquileñas, que son permanentemente impugnadas por el populismo; esto de la dominación oligár­quica que me llamaba mucho la atención con su historia centrada en Guayaquil y que se remonta a los oligarcas del cacao.

—¿Crees que el correísmo ha afectado realmente a esa oligarquía? Digo porque el yerno de Isabel Noboa apoya a Lenin Moreno, por darte el apellido máximo de la oligarquía exportadora de banano?

—Me parece que Correa se pone por encima y subordina a esas élites, les dispu­ta el liderazgo y va marcando el territorio, tiene la capacidad para imponer un Esta­do que les quita recursos, que define una política tributaria. Quizás ahora, cuando el país ya entra en crisis, se ven más cla­ramente las tensiones entre el modelo de Correa y los intereses de las élites.

—Supongamos que gane Lenin Mo­reno, que es lo más probable: él ya no tiene esa capacidad. Correa con plata podía imponer eso…

—Si gana Moreno va a tener que car­gar su propio muerto, cargar el muerto de la revolución ciudadana. Sin las condicio­nes que hicieron posible el correísmo ni la capacidad de liderazgo, para Moreno rele­var a Correa será dificilísimo. Y no solo va a ser difícil dentro de Alianza PAIS, sino para todo el país.

MARADONA, TRUMP Y BERLUSCONI

—Creíamos que el populismo era una enfermedad de estos sudamerica­nos incompetentes que comemos lla­pingachos y no nos hemos civilizado, y entonces surge Donald Trump. ¿Cómo pudo pasar eso?

—Digamos que son las crisis de las democracias representativas, la crisis del liberalismo, el temor de los gringos a la globalización que les está llevando a este repliegue nacionalista, a este volver hacia las fronteras internas a enclaustrarse. Este cuestionamiento a la clase política está pa­sando también en Europa, está pasando en España pero con una versión populista de izquierda. Vemos la debilidad de los par­tidos y de las instituciones democráticas representativas para reflejar estas preocu­paciones que, en el caso de Estados Uni­dos, trae la globalización: ¿qué hacer con los inmigrantes?, ¿qué hacer con los tra­bajadores industriales?, ¿cómo generar un sentimiento de orgullo nacional, cómo re­cuperar Estados Unidos para los gringos? Frente a esta sensación de que se les va de las manos el país, la promesa redentora…

—Pero de un personaje casi de cari­catura, eso es lo increíble. ¿Cómo pue­des confiar en una caricatura?

—Porque encarna mucho el éxito del empresario norteamericano, la prepoten­cia del dinero, la realización del sueño exitoso de Estados Unidos y la capacidad de desafiar a la política gringa y a la clase política gringa, o sea, ese espantajo para burlarse…

—Hay un personaje parecido, que es para mí la quinta esencia del popu­lismo: Maradona. Sus fieles cantan: “Si yo fuera Maradona, viviría como él”. Esa frase es la esencia de todo, también de la relación con un Berlusconi, que es el Maradona de la política. El 80% de los italianos no le critica que haga las or­gías en su isla, sino que no invite. Ma­radona encarna todo, es cocainómano y antiimperialista, tiene tatuado un Che Guevara, va donde Chávez y donde Fi­del Castro, se rebela contra la FIFA y es un bruto, pero un bruto con un olfato maravilloso.

—¿Qué es lo que olfatean estos gallos, lo que les vuelve maravillosos?

—Maradona no tiene que inventar nada, él viene de lo más bajo, de Villa Fiorito.

—Y es como que nunca deja esas raí­ces. A pesar del éxito, a pesar de la fama, es agradecido con sus raíces.

—El odio que trae es un odio de cla­se, un odio auténtico.

—Hay una frontera que ellos cuestio­nan y que les vuelve personajes fascinan­tes. Trump tiene el peinado más cursi que puede haber en el planeta; su ignorancia, su capacidad para decir cualquier cosa, desafiar a la prensa, desafiar todo ese len­guaje de lo políticamente correcto que se impuso tanto en Estados Unidos, esa obligación de ser tan respetuoso con las minorías.

—El asunto va más allá, se está cam­biando el sentido de la realidad. Cuando Trump falta a la verdad, su secretario de Prensa dice que hay “realidades alter­nas”, o sea, la realidad es la que nombra el poder.

—Sí, es una capacidad de construir imaginarios, los líderes populistas abren los imaginarios, trastocan los sentidos de la vida política, de la vida social, pero ge­neran una tensión porque de todos mo­dos hay una institucionalidad que, aun­que debilitada, golpeada, impugnada, si­gue funcionando, y él va a tener que ir ajustando, incluso con el Partido Republi­cano. Es una realidad que genera siempre tensión, antagonismo, siempre contradic­tores, eso es Maradona, eso es Correa, eso era Abdalá.

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