Fausto, el peluquero de Godzilla.

Por Pablo Cuvi.

Fotografías: Juan Reyes y archivo de Fausto Wolfenbüttel.

Edición 454 – marzo 2020. 

No todos los emigrantes salen con una mano delante y otra detrás y les toca vivir dramas terribles; hay personajes como Fausto Wolfenbüttel, con sangre y porte alemán pero con locuacidad y alegría brasileñas, que se ha movido como ave migratoria estacional entre Rio Grande do Sul, Quito y California, donde fue mensajero, panadero, taxista, microfonista, productor de documentales y operador turístico hasta que, a los 41 años, se convirtió en experto en bosques urbanos, parques y jardines: el 9/11 arruinó también el negocio turístico que manejaba.

No era el primer giro radical en su vida. Años antes, el estallido de la guerra Irán-Iraq le había dejado anclado en la frontera de Arabia Saudita. Luego, el exitoso Plan Real de Fernando H. Cardoso le puso a nadar en billetes con su bar playero y su club nocturno del sur de Brasil hasta que el alcalde le quebró el negocio. Luego, en la oficina de correos de San Francisco se encontró con la artista quiteña Ana Fernández y vino a dar por tierras ecuatoriales. Digamos que eso de migrar lo trae en la sangre.

—¿De dónde viene tu apellido?

—De la ciudad de Wolfenbüttel, que quiere decir “el bolso del cazador de lobos”. Enrique Wolfenbüttel parece que era un duque que se peleó con el hermano, porque el uno quería ser protestante luterano y el otro era católico. Entonces, el católico vino a Brasil en 1824, en la época del primer imperio.

—¿Cuánto queda de la cultura alemana en Rio Grande do Sul?

—La cultura alemana se perdió mucho durante la Primera y la Segunda guerras mundiales. Eran comunidades aisladas en el campo, tenían su cultura fuerte, mantenían sus escuelas. Pero en la guerra se restringió hablar en alemán; o sea, la cultura fue reprimida en función de que Brasil no estaba del lado de los alemanes. Yo nací en Porto Alegre, una ciudad grande donde hay portugueses, italianos, de todo. Pero a los diez años fui a vivir a Novo Hamburgo, en el valle del río Dos Sinos, ciudad de alemanes.

—¿Ahí sí era alemán cerrado?

—Ahí sí, en los buses las señoras hablaban alemán; era 1970 y estaba Ernesto Geisel como presidente de la dictadura militar.

—¿Él era de Rio Grande do Sul?

—Sí, la verdad es que casi todos los militares que gobernaron Brasil vinieron de Rio Grande do Sul o se criaron ahí, había ese tipo de cosas: José Silva, Joao Figueiredo, Geisel…

—¿Ibas a un colegio alemán-brasileño?

—Tuve la gran suerte de ir a las últimas escuelas industriales y vocacionales que fueron creadas en los años cuarenta, cincuenta, por Getulio Vargas. Era la educación vocacional, progresista, excelente, a tiempo completo. Ahí aprendí cosas como fundición de metales, carpintería, mecánica, metalúrgica, zapatería, sastrería, tipografía. La dictadura hizo una reforma de la enseñanza, que era también una manera de controlar a las escuelas, de controlar a los estudiantes.

—¿Por qué les dicen gaúchos en esa zona?

—Porque es una zona de frontera con Argentina y Uruguay. La influencia es muy fuerte, hay mucho intercambio, nosotros prácticamente formamos parte de la cultura del Cono Sur y el gaúcho de Rio Grande do Sul era el que cuidaba de las vacas. Los argentinos nos invaden todos los veranos porque vienen a las playas, sobre todo cuando está buena la moneda para ellos. Y hay muchos argentinos que viven en Brasil.

—¿Dónde estudiaste después?

—Fui a estudiar electrotécnica en una de esas fundaciones que tenían el objetivo de crear mano de obra técnica, porque Brasil comenzaba a crecer, se expandía, se iniciaba el polo petroquímico, había empresas eléctricas, Siemens… Esa parte del sur es muy industrializada. Sufrí un poco en esa escuela por las matemáticas pero, imagínate, construíamos motores, transformadores, hacíamos de todo.

Después, la Mendes Júnior de Minas Gerais, que es una gran constructora, más o menos como la Odebrecht, en esta época hacía muchas obras en África y en el Oriente Medio y estaban reclutando gente para una obra en Iraq. Fuimos en un avión de la PanAm desde Nueva York hasta Arabia Saudita, justamente el día 20 de septiembre de 1980, inicio de la guerra Iraq-Irán. El avión nunca entró a Iraq porque todo estaba cerrado, pasamos dos días tomando té con leche condensada, comiendo todo lo que teníamos, eran cuarenta funcionarios, no teníamos pasaportes ni nada; retornamos en el mismo avión.

De panadero en San Francisco, a principios de los años ochenta.

DE MENSAJERO A ACTOR

—¿Y cómo llegaste a California?

—Cuando retorné a Brasil, fui a la compañía telefónica. Cuando esperaba para ser entrevistado, entró mi antiguo jefe y dijo: “Eh, alemán, no deberías estar en Iraq, ¿qué mierda estás haciendo aquí?”. Ahí le cuento lo que pasó y el tipo dice: “Tengo un trabajo para ti, ahora”. Era un departamento donde tenía que aprender a hablar inglés, la compañía telefónica me pagaba clases en el Cultural Norteamericano, me fui preparando hasta que dije ya, ahora me voy a California.

—¿Ya te habías casado?

—(Sonríe). Fue un crimen: con veintidós años me casé con la que era mi novia de muchos años, las familias se conocían también. Inmediatamente que nos casamos juntamos una plata, que no era mucha, compramos los boletos y nos fuimos a San Francisco.

—¿Cómo te ganabas la vida en San Francisco?

—Pasaba el día llevando un sobre de aquí para allá con esas bicicletas de mensajeros. Después fue en la panadería, entregaba pan en la noche, fue un trabajo muy bueno. En 1986 fui a Alaska porque un amigo brasileño tenía un programa de radio con música brasileña en Juneau, que es la capital. Fue un viaje maravilloso, Juneau es un lugar superinteresante.

—¿No hacía mucho frío?

—No en verano. Conseguí empleo en un barco de turismo que llevaba a la gente a ver las ballenas y los glaciares. Ahí ves toda Alaska, que es fantástica, ves su dimensión   con los glaciares. Ya me había separado, tenía otra novia brasileña, otra gaúcha. Nos quedamos como cinco meses, después bajé para San Francisco y pasó un fenómeno que me ancló un poco contra esta cosa de viajar: Regina estaba embarazada de Amanda, mi hija.

Ahí la vida cambió, empecé a estudiar cine porque me conecté con un grupo de cineastas brasileños y me dieron la oportunidad de trabajar. Anduve mucho tiempo como microfonista de un sonidista, José Araújo. Hacíamos documentales, José trabajaba como soundman para programas como 20/20 y National Geographic, estaba haciendo su maestría en San Francisco State.

—¡Mi college! Pero el año que yo estuve solo te formabas en hippismo. (Risas). ¿Cómo conociste a Francis Ford Coppola?

—José trabajó también para Coppola, que ya era famoso pero producía todavía películas B o C por plata, como The Spirit of 76, una de esas comedias donde alguien tiene que retornar en la máquina del tiempo a la época de la Independencia de Estados Unidos. Cuando terminaba la filmación le dijeron: “Mañana viene Francis; está haciendo pruebas para El Padrino III y va a aprovechar lo que está montado aquí, equipo, set”. ¡Guau! Vino, se sentó, todos ahí mirando, Coppola lleno de tics y gestos, probando a un actor latino…

—¿Andy García?

—No, otro.

—¿En qué más trabajaste?

—Mientras estudiaba fui taxista y como soy muy hablador me fue bien. Conozco San Francisco de esquina a esquina. Entonces José, que tenía un guion para un largometraje, Sertão das Memórias, me dijo: “Vamos, Fausto”, y fuimos a Brasil para hacer esa película casi con la estética de Glauber Rocha, blanco y negro, como el cinema novo pero en los años noventa. Era un momento en que Collor de Mello se había peleado con todos los artistas y los proyectos de cinematografía estaban parados. Por eso tuvimos la oportunidad de invitar a un gran director de fotografía, Antonio Luis Méndez, que estaba en paro, y nos fuimos al sertão con este capo.

—¿Qué hacías tú?

—Fui productor, también trabajé de actor y en la parte de escenografía; hacíamos de todo. Se filmó en súper 16 y salió muy bien. (Con un gesto burlón). Yo tengo un papel muy bueno: soy el político corrupto blanco que llega a la ciudad a buscar votos y soy casi que masacrado por la población que se rebela. Hay un enano con la bandera de Brasil que me da una patada en el culo (ríe), realmente me la dio.

Cortándole el pelo verde a Godzilla.

BARMAN EN LA PLAYA

—¿Cuándo volviste a Brasil?

—Mi papá se enfermó de cáncer y volvimos con los niños. Ahí recibí una invitación del Festival de Berlín que nos había escogido, pero no pude ir. José sí anduvo unos tres años con la película, que fue comprada por el Canal Brasil y ganó varios premios.

Fuimos a vivir en la playa, en Santa Catarina, una maravilla, los niños tuvieron una vida espectacular, había buenas escuelas, y como el sueño de Regina siempre fue tener un bar, abrimos un bar en la playa. Era un lugar de veraneo, pero no había ningún medio de entretenimiento. Como yo me vine de San Francisco con mis proyectores de películas súper 8, con música de salsa, la gente se encantó y fue un suceso espectacular, al inicio del Plan Real, o sea, del cambio de moneda con Fernando Henrique Cardoso.

—¿Ahí cambiaron el cruceiro por el real?

—Era un plan económico para salir de la inflación, muy interesante porque primero se creó la URV (unidad real de valor), que fue una moneda paralela hasta que entró el real y vino la bonanza. Por primera vez tuve un negocio exitoso, pero me llegó el momento de retornar a San Francisco. Pasé muchos veranos del hemisferio norte trabajando con turismo, y los veranos del hemisferio sur en el NoBar.

—¿Qué tipo de turistas iban a San Francisco en tu época?

—Digamos que la mitad eran domésticos, de Estados Unidos entero, que tiene su fascinación por California. Trabajaba para una operadora pequeña. Me encantaba porque tuve la oportunidad de conocer y sabía muy bien la historia de la ciudad y California. Los americanos te daban propinas muy buenas. También me tocaban todos los hispanos, los que hablaban español o portugués.

Un verano en la playa de Brasil me dijeron: “Por qué no abres un bar en la ciudad, un bar de invierno”. Dije bueno, vamos a ver. Era en Araranguá, a mitad de camino entre Florianópolis y Porto Alegre. Abrí un club grande en una antigua fábrica de muebles y prácticamente arrasó por dos inviernos. Entonces tenía el bar en la playa y el bar en la ciudad, nunca tuve tanta plata en mi vida, pero la noche te mata. En el lugar cabían como cuatrocientas personas y contrataba bandas en vivo, era un club restaurante; todos alrededor de mí quebraron.

—Eras el rey de la noche de Araranguá.

—Era el dueño de la noche, salía con bolsas de plata y otra de cheques… un tercio de los cheques sin fondos, je. Nos divertimos mucho, hasta que se vino la cosa de “¡quién es este Fausto de NoBar que viene aquí y quiebra a todos!”. Hay elecciones municipales y hay un pacto entre los dueños de restaurantes y el alcalde nuevo, que dicen “lo tenemos que bajar porque, la próxima, él va a abrir un restaurante y vamos a quebrar en la playa”.

Entonces ya no me dieron licencia sanitaria ni lo otro, abren boîtes donde comienza a haber droga… Los amigos me dicen: “Tienes que hablar con el alcalde”. Yo no voy a hablar con el alcalde, vengo de un país superdemocrático como Estados Unidos. Contrato un abogado y les voy a demandar. ¿Sabes qué pasó? ¡Nada! Gasté plata con el abogado, me quebraron el bar e inmediatamente los sobrinos del alcalde abrieron uno igual, se llevaron desde mi DJ hasta mi cocinero. Así como en la noche te subes, te bajas completamente, esa fue la experiencia de Brasil.

—Vuelves entonces a California.

—Vuelvo con el rabo en medio de la piernas, quebrado, a hacer turismo. Pero algo pasó: estaba bien con mi turismo maravilloso en San Francisco y ¡pum! las Torres Gemelas y el negocio del turismo termina.

—¿El 9/11 afectó también a San Francisco?

—Afectó a todo, no se sabía qué iba a acontecer, por seis meses no hubo negocio, cancelación, cancelación, cancelación, nadie quiere ir a Estados Unidos, nadie quiere subir a un avión.

Posando con Petra en La Cocha, cerca de La Merced.

ANA Y EL ECUADOR

—¿Entonces empiezas con los árboles?

—De repente soy operador de turismo sin turistas, ¿qué iba a hacer? Un amigo francés llamado Didier me dijo: “Vende tu van, compra una camioneta y ven a trabajar conmigo. Yo hago las podas y necesito alguien que me haga el reciclaje de las ramas”. Ahí compré el truck. Comencé a hacer trabajo físico y me gustó. Me dijo si quería aprender a podar árboles en altura, con arneses y esas cosas. Dije bueno y empecé a subir árboles.

Las pequeñas compañías que podan árboles son como peluqueros; entonces, eres peluquero de Godzilla, de un monstruo al que tienes que cortarle el pelo. Si está bien cortado, la próxima vez llaman al mismo peluquero y en San Francisco hay muchos árboles diversos, se ve mucha influencia de Oceanía y Australia, hay eucaliptos. Después abrí mi propia compañía de poda y cuidado de árboles.

—¿Cómo estaba cambiando la ciudad? ¿Se sentía ya la influencia de Silicon Valley o todavía no?

—No tanto en esa época, había lo que se llaman los dotcoms que es la primera evolución, comienzan los startups y empiezan a llegar profesionales, digamos este ingeniero de software alemán que alquila un cuarto que antes era para estudiantes, la ciudad comienza a ser invadida por estos profesionales.

—El año 68 viví un rato en una casa victoriana en Russian Hills, valía veinticinco mil dólares. ¡Hoy valen ocho millones de dólares! ¿Silicon Valley ya se unió a San Francisco?

—Los grandes ya vinieron; por ejemplo, Twitter y Uber quedan en San Francisco; pero los supergrandes (Google, Apple) se quedaron allá, y ahí es donde pasan las cosas. Toda el área de la bahía es carísima. En mi barrio, en La Misión, mucha gente tuvo que irse porque no podía pagar la renta, les quitaron los departamentos.

—¿Cuándo conociste a Ana Fernández?

—Nos conocíamos de antes, en San Francisco, pero la encontré quince años después en la agencia de correo, la saludé y me dijo: “¿Quién eres tú?”. Ella estaba haciendo su maestría en Artes, entonces intercambiamos teléfonos, los dos estábamos separados y empezamos a salir.

—¿En qué año la acompañas por primera vez al Ecuador?

—En 2006 llegué aquí y me encantó, pero la gente me decía: “Aquí en Quito no vas a poder hacer lo que haces en California, no vas a poder cobrar igual”. No, pero comencé a hacer contactos, a dar talleres de manejo de árboles en Ibarra, en Cuenca, en Esmeraldas, de cómo subir al árbol y de cómo podar un árbol. Después hacía consultorías con el Jardín Botánico; yo era el único arborista, que es un técnico que trabaja con árboles de ciudades, parques, jardines, áreas de vereda y así.

—¿Qué proyectos grandes trabajaste aquí?

—Bueno, la intervención que hice en el Bicentenario, en lo que era la cancha de golf de la FAE. Y trabajé en el Quito Tenis y Golf Club, que fue mi mayor trabajo privado aquí en el Ecuador. Ahí hice el censo de diagnóstico, árbol por árbol, tamaño, especie, cuánto tiempo va a vivir o qué va a pasar. Entre el censo y la poda me pasé siete meses ahí adentro con mi equipo de trabajo. En el Bicentenario hice jardines con el concepto de minibosques. Trabajé también en La Carolina, El Ejido, La Alameda. Ahora estoy trabajando en el mantenimiento de varios árboles patrimoniales, como una calle entera de álamos que hay en La Mariscal.

—¿Qué plantaste en el parque del Bicentenario?

—Hice bosques pequeños, con árboles que tienen flores de colores, como el cholán, el jacarandá, el cepillo rojo y los arupos que les gustan a todos. Les protegí con cuatro palos bien puestos, que se llaman tutores. (Sonríe). Mi bosque sobrevivió al papa y al concierto de Kiss.

—Ahora, el problema es el agua…

—Estoy trabajando sobre todo en eso. El año pasado empecé con el proyecto de retención de agua en estanques. Cualquier urbanización puede hacer un estanque para recolectar agua lluvia en el invierno, con un biofiltro que son los lechuguines y una bomba pequeña. Así tienes agua para regar en verano y que refresque el ambiente. Los dueños tienen que ser más visionarios, tienen que cambiar el chip de los arquitectos del siglo XX, con cipreses italianos y árboles bola y Versalles, y criar un bosque andino, que no solo será para ellos, pero tiene que ser plantado ahora.

Con su hijo Antonio en San Francisco, en 2000.

MARIHUANA Y MARIPOSAS MONARCA

—¿Cuándo empezó el auge de los viñedos en California?

—El americano no tomaba vino hasta los años sesenta y setenta. Entonces empezaron a plantar cada vez más las vinícolas: Buena Vista, Sebastián. La más grande, Julio Gallo, no planta en Napa sino en el valle de San Joaquín, por la ruta 5 a Los Ángeles. Ahí ves también kilómetros de kilómetros de almendras y pistachos. Ahora plantaron uva desde Oregón hasta el sur de California.

—¿Y los cultivos de marihuana?

—Ya es una cosa bien desarrollada. Comenzaron con los cultivos ilegales y ahora, como está legalizada, la gente produce mucho más, bajó el precio y para algunos no vale más la pena. Eso se planta en el norte de California, que es también zona de incendios. Por eso muchos cultivos se perjudicaron.

—¿Los incendios son al norte?

—Al norte, al centro, al sur, you name it. Donde yo vivo, en San Gregorio, hay brigadas que vigilan, con todas las cosas listas porque hay que saltar los primeros…

—¿Por qué se producen los incendios en California?

—Por mucho tiempo existía la noción de que los incendios eran malos, pero se sabe que los incendios en las florestas son cosas naturales, se quema, viene la lluvia y se renueva. Por ejemplo, las secoyas sobreviven, se quema todo alrededor y ellas siguen creciendo. Con el siglo XX se empezaron a poblar zonas en los bosques, mucha gente vive dentro del bosque y el tendido eléctrico, cables de alta tensión pasando por el medio eran una bomba de relojería: caen los cables por el viento y la chispa empieza los fuegos. Desde el año pasado la compañía eléctrica empezó los apagones por precaución y comenzaron las evacuaciones masivas.

—¿Y la Amazonía?

—¡Hum! Caímos en este Brasil de hoy, de un Gobierno que quiere explotar la tierra como era antes. Imagínate: si ya era difícil controlar la inmensa frontera agropecuaria cuando había una política ambiental correcta, trabajando con científicos y con los pueblos de la selva, con agencias y organizaciones ambientales… Pero el Gobierno de Bolsonaro no apoya a esas organizaciones, duda de la ciencia, deja la puerta abierta para que hagas lo que te dé la gana. Con el calentamiento global y los vientos tremendos, un incendio, que antes se podía apagar, ahora no se puede. En Australia empezó el bushfire de todo eso que tenemos aquí en Quito, porque aquí somos una Australia por los eucaliptos, las acacias, los cepillos, las gravellas, que vinieron de allá.

—¿Cómo fue el proyecto de santuarios en California para las mariposas Monarca?

—En lugares como Pacific Grove y Santa Cruz las mariposas bajan del norte a hibernar. Al principio tenían los árboles nativos, los pinos y cipreses, después se introdujo el eucalipto que les encanta. Entonces hay que cuidar los eucaliptos, pero Pacific Grove está dividida entre hippies y naturistas que defienden, y los otros que no dejan plantar. Les recomendé el proyecto de eucaliptos móviles en macetas gigantes de madera y las mariposas volvieron. (Como él, que va y vuelve de California con las estaciones).

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