Farith Simon Campaña, obstinación por la honestidad y los derechos humanos

Latacungueño de ascendencia palestina, italiana y ecuatoriana. La mezcla de sangre que Farith Simon Campaña lleva en sus venas hace que en él conviva más de un rasgo de estas culturas. El amor por el trabajo y la honestidad vienen de su madre y de su tía Violeta, mientras que su pasión por las causas justas fue creciendo a medida que entendía el mundo y su crudeza. Eso le hizo dedicar muchos años de su vida a la defensa de los derechos de la niñez, un tema en el que ha sido pionero en el país y que no abandona a pesar de que hoy está centrado en enseñar, en formar abogados que puedan enderezar al país. Desde su espacio en la academia, y como decano del Colegio de Jurisprudencia de la Universidad San Francisco desde 2016, ha combatido el dogmatismo y sus formas y está convencido de que solo en democracia y lejos del autoritarismo podremos salir a flote.

Fotografías: Juan Reyes
—Primero cuénteme sobre su nombre, Farith no es un nombre común, ¿cuál es la historia?

—Mi familia paterna es de origen palestino. Mi abuelo se llamaba Farith y este nombre es una marca de familia. Todos los hijos mayores suelen llamarse así. Es extraño, porque normalmente Farid es con d, pero el mío es con th, la verdad no sé cómo se hizo esa transformación. Soy de Latacunga, pero soy producto de la migración. Mi abuelo paterno era palestino, mi abuela paterna descendiente de italianos, mi abuela materna italiana y mi abuelo materno ecuatoriano, pero mi abuelo palestino repetía: “Si ya estamos en el Ecuador, somos ecuatorianos”.

—¿Y por qué cree que decía eso?

—Creo que porque no quería moverse. Mi bisabuelo vino primero de Palestina, de Beit Jala, que es una comunidad cerca de Belén, al Ecuador con mi bisabuela Mariana. Estuvieron unos años, regresaron otra vez a Palestina y volvieron al Ecuador de nuevo. Yo creo que eso a mi abuelo le afectó y ya no quería moverse. De hecho, se mimetizaron.

—¿Cuál era el apellido original de su familia? Porque para mimetizarse los árabes castellanizaban sus apellidos y sus nombres…

—Mi apellido original era Seimhan y mi bisabuela era Abedrabo-Abedrabo. Mi abuelo Farid tenía nombre ecuatoriano también, se llamaba Víctor Antonio. Como usted dice, era para mimetizarse y pasar desapercibido. Era gente de mucha habilidad para incorporarse a su comunidad.

—Con toda esta mezcla migrante, ¿cómo es que usted nace en Latacunga?
Izq.: Con su madre y su hermano en el parque Vicente León en Latacunga, 1969.
Der.: Los bisabuelos palestinos con el patriarca Farith a la cabeza.

-A mis antepasados italianos (por el lado de madre) les contrataron para un trabajo de elaboración de alambiques en Cotopaxi y así llegaron a Latacunga. Mi familia palestina, en cambio, se instaló por el “efecto llamada”: alguien se instala en algún lugar y les dice a los otros que vengan. Mi familia tenía muchos problemas en Palestina, mi bisabuelo era una suerte de líder comunitario, entonces, como tenía familia en Latacunga, se instaló allí. Él tenía un almacén de telas, mi abuelo después también tuvo un almacén de telas y otro de electrodomésticos.

—Es que la comunidad árabe se ha caracterizado por ser muy trabajadora en cualquier lugar del mundo…

—Mi abuelo era un tipo bien industrioso, bien trabajador. De los descendientes de él hay una mitad que se dedicó a los negocios comerciales y otra mitad que dejó esa cuestión comercial. Trabajaban todos los días, no cerraban los almacenes nunca, solo al mediodía, domingos tarde, Navidad y Año Nuevo. Pero yo crecí con un rechazo al tema del negocio, porque yo llegaba donde mis tías Victoria, Sara, Violeta, Vivian (las mujeres manejaban los negocios) y les preguntaba cómo están y me contestaban: “Jodido” (ríe jocosamente). No decían “bien, sana…”, sino “jodido”. Mi familia Campaña (por el lado de madre) era más de la tradición de empleados públicos.

—Pero recuerda a sus tías con especial cariño…

—Eran buenas personas, había mucho amor familiar. Yo pensaba que eran miles, pero en realidad eran pocos. Eran superunidos, hasta ahora mi chat de la familia Simon es un chat de amor eterno entre unos y otros. De niño para mí había como un itinerario, salía de mi casa y pasaba saludando a cada una de mis tías, de ahí me iba adonde mi abuela materna. Cuando voy a Latacunga me da mucha nostalgia.

En Latacunga actualmente solo vive su madre y uno de sus tres hermanos, y por el lado de su padre algunos primos que decidieron hacer su vida allí, pero la huella de los negocios casi se ha extinguido. En parte cree que aquello se debe a que en su familia paterna la gente moría muy joven.

Izq.: Latacunga, colegio Vicente León, 1983. Der.: Su hija Gabriela, 1996.

Las mujeres marcaron su vida

—De estas figuras tan importantes en su infancia, en su vida, ¿a cuál añora?

—Mi tía Violeta. Era mi madrina. Tenía un “trompabulario” impresionante, un sentido del humor increíble, angustiada para los negocios, pero tenía una forma expansiva de reírse, de hacer bromas, tenía una gracia natural. Mi tía manejaba el auto y traía la mercancía, ella era quien negociaba con los vendedores, con los bancos. Primero tuvo un almacén de telas y luego un supermercado. Murió joven también, a los cincuenta años, al día siguiente que nació mi única hija, Gabriela. Pero a mí me marcaron mi tía y mi mamá. Mi mamá es una persona increíblemente trabajadora. Mis papás no tuvieron un matrimonio muy bueno. Mi papá murió hace unos años con problemas del corazón y respiratorios por el tabaco. Cuando estaba en la casa, salía antes de que saliera el sol y regresaba cuando el sol se había puesto.

—Entonces, la imagen de su mamá es la fuerte en su vida…

—Mi mamá es una persona increíblemente trabajadora, de una honestidad única. De esas personas que tienen esa obsesión por pagar las deudas, de estar al día, de no quedar mal con nadie… llegó a tener hasta cinco empleos. Es particular mi mamá canta bonito, pero lo más llamativo de ella es que nunca habla mal de nadie, nunca. Se llama Josefina Campaña Ricco, por eso le dicen Pepina. Mi mamá es de las personas que es voluntaria en la iglesia, que da de comer a los hambrientos, a los presos, visita a los enfermos. Era contadora pero terminó de profesora secundaria, también trabajaba en una imprenta por las tardes y hacía contabilidad en unas empresas. Tengo la imagen de ella trabajando mucho, cantando, declamando poesía o enseñándonos a bailar.

—Percibo que esta huella femenina ha sido relevante a lo largo de toda su vida…

—Sí, cuando me preguntan quién me marcó: mi mamá y mi tía. De mi mamá me quedó sobre todo lo de ser responsable y honesto. Ella ha repetido siempre que al final del día uno se tiene a uno mismo. No importa lo que ven los demás, sino lo que uno ve de uno mismo.

La justicia social y la militancia

—De sus primeros maestros, ¿qué recuerdos tiene? Buenos y malos.

—Estuve en la escuela fiscal Isidro Ayora. Clara Ramón de Gutiérrez, mi profesora de primero y segundo grados, me marcó. Como era hiperactivo, ella encontró la manera de controlarme, con amor. Pero en quinto grado tuve una experiencia terrible con un profesor. Un señor terriblemente racista, frente a él se sentaban los que él consideraba blancos, en la fila de al lado los blancos pero no de familias buenas, en la siguiente los cholos, como les decía él, y en la siguiente los indígenas. Él daba la clase solo para quienes estaban frente a él. Pero la parte más dramática eran los castigos. Hacía que los niños blancos les peguen a los indígenas. Las mañanas nos hacía mostrarle las manos y los pies, y si veía que estaban sucios, les hacía bañar a los niños indígenas en la ducha de agua helada. Solo a ellos.

—Quizá me adelanto un poco, ¿pero cree que estos eventos incidieron en usted y en su vinculación con la defensa de los derechos de la niñez desde siempre?

—Tal vez sí. Tenía una sensación en mi cabeza de absoluta injusticia, me parecía que era algo que no debía pasar. Me hacía ruido, me parecía mal. Eso me marcó en la infancia, pero en la adolescencia me hice militante, tuve mi época de militante en el FADI (Frente Amplio de Izquierda) entre los quince y dieciocho años, por curiosidad. Ahí empecé a leer a Marx, a Lenin, a tener una formación ideológica.

—¿Y qué tanto impacto tuvo en usted esta militancia?

—En quinto curso me inscribí para hacer voluntariado de alfabetización y me fui a una parroquia de Cotopaxi, en el camino entre Pujilí y Sigchos. Me iba los viernes tarde en un bus que me dejaba en la carretera y entraba caminando algunos kilómetros para dar clases. Dormía en la casa de uno de los indígenas, pero en la comunidad había una casa que era del presidente, era la única que tenía más servicios y descubrí que este señor tenía más dinero porque era el intermediario. Se había conseguido un carro y sacaba los productos al mercado, pero le pagaba mucho menos a la gente de la comunidad. Yo tenía la sensación de que eso era injusto y abusivo. Entonces, empecé a dar clases sobre la intermediación, sugiriéndoles que formen una cooperativa. A la siguiente semana de eso ya no tuve dónde dormir. Ese episodio me marcó más que la experiencia de alfabetización.

La niñez y el derecho

—Pero estos episodios parece que sí empujaron su deseo de hacer algo más por la sociedad, ¿esa fue su idea cuando entró a estudiar Derecho?

—Primero estudié Medicina en la Universidad Central, pero a las primeras semanas ya sabía que no iba a ser médico. A mí me interesaba leer, me interesaban otras cosas. Duré un año entero. Quería ser sociólogo, pero había estudiado Químico-Biólogo en el colegio. En la Central me pedían revalidar el título. Me fui a la Católica y podía entrar, pero con examen de ingreso y en ese semestre solo se abría Derecho. Entré a estudiar y cuando me quise cambiar a Sociología no pude, entonces, me quedé, pero lo odiaba.

—¿Y qué paso? ¿Del amor al odio cuántos pasos hubo?

—Yo me quería ir y pasó algo que me hizo quedar. En su Gobierno (León) Febres Cordero tenía en el INFA (Instituto de la Niñez y la Familia) a su primera esposa, María Eugenia Cordovez, que era fantástica. Ella se embarcó en una reestructuración del INFA para volverle una institución de desarrollo más que de filantropía. Ahí trabajaba Carlos Arcos, Berenice Cordero, Fernando García, Pepe Laso… un grupo de gente inteligentísima. Uno de los proyectos era hacer una investigación antropológica, histórica, y alguien del FADI me invitó. Me contrataron. Yo tenía terror al Gobierno de Febres Cordero, un día me agarró un escuadrón volante cerca de la plaza Artigas. Me pidieron la cédula y les contesté que no tenía obligación de indicar la cédula… bueno, me dieron una paliza y me salvó la gente que estaba esperando el bus. A pesar de eso, del terror, me fui a trabajar al INFA. Pero era un ambiente intelectual superpositivo. Empecé a aprender. El INFA fue mi primera escuela, ahí me fui descubriendo un ignorante además.

Cuando empecé a trabajar en el INFA mis compañeros me veían como un abogado disfrazado de trabajadora social.

—Aparte de descubrirse ignorante, como dice, ¿cuál fue otro descubrimiento?

—En el INFA descubrí los derechos y “el Derecho” en una dimensión distinta. Vi que había otra forma de estudiar y entender el derecho, totalmente diferente a la que yo creía. Cuando empecé a trabajar en el INFA mis compañeros me veían como un abogado disfrazado de trabajadora social (ríe).

—Ahí sí arrancó su vinculación con los derechos de la infancia por los que ha trabajado tantos años…

—Hubo dos casos que me marcaron la vida. El primero, el de una niña traída de Chimborazo a trabajar en una casa en Quito. Una noche, los señores de la casa se fueron a una fiesta y la chica se quedó con los hijos que tenían doce o trece años. Uno de ellos le pidió que hiciera canguil, ella hizo, se quedó dormida y se le quemó. Los dos jóvenes decidieron castigarle y le dieron una golpiza, le rompieron las costillas, la nariz… A ella le llevaron al Hogar del Buen Pastor, en Conocoto, donde se llevaba a las adolescentes de conducta irregular, a los muchachos les liberaron porque eran estudiantes; ella termina en el Buen Pastor porque era pobre y no tenía familia. El segundo, otra chica que le traen a trabajar de igual forma, pero le dejaban asistir a las clases de Irfeyal. Un fin de semana sus colegas le dicen que ganaban más y que tenían vacaciones. Un día, ella le reclama a su empleadora porque no le estaba pagando lo justo y la mujer la acusa de robo. Llega la Policía y la niña, por defenderse, grita… Le acusan de que era violenta. También la mandaron adonde las monjas del Buen Pastor. Eso me marcó tan claramente.

—Entonces supo que quería dedicarse a defender los derechos de este grupo tan vulnerable…

—Se acabó el Gobierno de Febres Cordero, entró Rodrigo Borja y nos fuimos todos del equipo del INFA. A los pocos meses me llamaron de la organización Defensa de los Niños Internacional (DNI) porque una señora llegó un día y les contó que le pagaron dinero para que fingiera ser madre de un niño, lo inscribiera tardíamente y luego diera el consentimiento para que lo adoptara una pareja en el extranjero. Era un sistema de adopciones ilegales. El DNI consiguió un pequeño fondo para hacer una investigación sobre ello y me llamaron. Yo acepté, tenía veintiún años. Era todo ultrasecreto porque había unas mafias detrás de esto. A los cuatro meses teníamos una ruta de este sistema. Robaban niños chiquitos, de tres o cuatro años, les llevaban a un hogar que había en la Mitad del Mundo (Quito), conseguían estas madres falsas, les inscribían, y luego les daban en adopción. De esto hice un informe que se llamaba Adopciones Ilegales en el Ecuador 1990. El DNI presentó este informe a la ONU y me invitaron a presentarlo en Ginebra. Allí conocí a Daniel O’Donell, un abogado que trabajaba en el DNI y hablaba de derechos pero de forma increíble. Ahí descubrí que había otra forma de ser abogado, pero que había que saber mucho. No era militancia, era trabajo duro.

—Regresó al Ecuador cambiado el chip…

—Sí, a estudiar y a trabajar. Empecé a estudiar Derecho con desesperación porque tenía que recuperar el tiempo perdido. Para enfocarme en la infancia tenía que saber derecho, pero derecho de verdad. Me quedé trabajando en el DNI algunos años, ahí participé en la primera investigación sobre abusos sexuales a niños en el Ecuador. Es la primera investigación que dio cuenta de que casi el 30 % y algo más de niños eran abusados sexualmente. Ahí es cuando me vuelvo abogado de los derechos de los niños.

—Abogado de los derechos de los niños, qué responsabilidad tan grande esa. ¿Pero qué dolor persiste en usted después de haberse dedicado tantos años a esto y no ver los avances que esperaba?

—Que retrocedimos muchísimo porque el país empezó a tener avances, empezó a generarse una lógica de protección de los derechos y había un movimiento por los derechos del niño bien poderoso en el Ecuador, que consiguió concretar el Código de la Niñez en 2002. Ese código era adelantado en muchos sentidos y el Gobierno de Correa se bajó el sistema. Conseguimos la especialidad sobre niñez en la Constitución del 98, el Código de 2002 reflejó eso y empezó a crecer el sistema. Llegó Correa, le pareció inaceptable la especialidad y empezó a fomentar la intergeneracionalidad. Repitieron las mismas prácticas que Chávez implantó en Venezuela.

—¿Cree que hubiera podido hacer algo para que eso no pasara?

—Mi mayor frustración es que no luché lo suficiente. Porque el movimiento de los derechos del niño se dividió, una parte se volvió absolutamente cercana a Correa y se debilitó increíblemente el sistema de infancia, y ese retroceso se vio reflejado en los casos de abuso sexual en las escuelas porque todos los sistemas y las estructuras que se habían montado empezaron a desaparecer. Yo me metí en la reforma judicial por el tema de niñez, me volví profesor por el tema de niñez. Todo para mí estaba alrededor del tema de los niños, era lo que me movilizaba. Pero cuando me metí en la reforma judicial me empecé a alejar.

—Hoy, ¿cómo está en su vida este tema de los derechos de la infancia?, ¿sigue presente?

—Es un tema importante, siempre escribo, siempre tengo referencias, el año pasado trabajé en un borrador de convención interamericana contra la violencia hacia los niños. No he dejado el tema, pero ahora sé que la única manera de transformar es comprometerse a que mejore la sociedad. Uno descubre con la edad que todo está relacionado, que uno no puede mover solo ciertas piezas. ¿Cuál es la mejor forma de hacer eso? Que la gente crea en los derechos. Lo que sí aprendí también es que el dogmatismo es lo peor que le puede pasar al ser humano. Lo dogmático es enemigo de la razón y de los derechos.

El dogmatismo, el enemigo

Dogmatismo… ¿cree que esa palabra define los diez años que gobernó Correa?

—El Ecuador andaba muy mal, desde el feriado bancario para adelante. Teníamos un país donde había corrupción, eso no se puede negar. Yo era profesor a tiempo completo de la San Francisco cuando Correa llegó también a ser profesor. Éramos colegas. La gente que lo conocía siempre hablaba de él como una persona impulsiva, que le gustaba tener la razón y se imponía. Un día, viendo la televisión, le veo entre los forajidos, en la caída de Lucio Gutiérrez y luego veo que lo nombran ministro de Economía. Mucha gente estaba fascinada, pero en mi cabeza estaba cómo trataba a quienes no estaban de acuerdo con él. Cuando se vuelve candidato, viene Fernando Bustamante a mi oficina y me dice que iban a hacer un frente de apoyo a Rafael y me invita porque “no podemos permitir que gane Noboa”. Entonces, yo le digo que no lo voy a apoyar. Yo veía las cosas que escribía y me parecía que era tremendamente peligroso.

—Usted la tenía clara desde el principio… ¿Cómo fue su andar durante el correísmo?

—No sé si clara, pero este tipo, que en vez de decirle a alguien que no estaba de acuerdo, le decía que era una bestia, un estúpido, un ignorante… ¿presidente de la República? ¿Cómo puede ser presidente una persona así de descontrolada? Cuando empieza el Gobierno me vuelven a invitar a una reunión con Correa a las tres de la tarde en Carondelet. Yo le digo: “Fernando, yo tengo clases. Puede ser el presidente de la República, pero yo tengo clases”. Ese fue el segundo no. Después me ofreció un cargo y yo le contesté que no quería ser un dolor de muelas para él, no me gusta lo que hace y un ministro de Estado tiene que ser leal a quien lo nombra. Después de eso hice una declaración sobre la Constituyente y me insultó la primera vez. Luego pasó lo de Dayuma, lo que pasó ahí era el mejor ejemplo de lo que iba a ser. Ahí empiezo a ser crítico y cada vez más crítico. Yo nunca voté por Correa, nunca, en ninguna elección, pero fui ingenuo. Cuando fue la Constituyente no pensé que iba a llegar a lo que llegó.

—Pensaba que iba a ser menos ambicioso de lo que fue…

—Sí.

—¿Alguna de las acciones que tuvo el correísmo contra usted lo afectó?

—Era incómodo porque a uno le borraron de las listas de todo, de estar en los debates, de pronto ya no me invitaban a nada. Me dejaron de invitar a partir de un evento en la Flacso para hablar del Consejo de Participación Ciudadana. Yo dije que me parecía un desastre. Lo que sufrí es un silenciamiento, una exclusión del debate público.

La familia y la política

—Y aquí entra el tema familiar. Es públicamente conocida la distancia ideológica que mantiene con su hermano Omar…

—Nosotros nos queremos mucho. El Omar vino a estudiar en Quito conmigo y vivió conmigo durante un tiempo. Éramos muy cercanos, yo estuve el día que llamaron para ofrecerle la presidencia del Consejo Nacional Electoral. Yo le dije que no aceptara. Mi hermano es un tipo bueno, de buen corazón, es un buen ser humano… pero es de un fanatismo, de una militancia… pero no del correísmo, sino de Correa. Después, cuando pasó a la Secretaría de la Presidencia de la República comenzamos a tener tensiones. Nos queremos mucho y el lugar donde nos veíamos era el estadio para verle jugar a la Liga. Ahí nos encontrábamos. Cuando vuelva el fútbol y hablemos de fútbol y nos abracemos por un gol, ese va a ser un gran momento.

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—¿Pero supieron manejar su hermandad evitando el tema político?

—Nos queremos pero tenemos muchas tensiones. Yo le tengo un amor a mi hermano, es mi hermano. Tenemos muchas diferencias, pero es mi hermano. El Omar y yo no discutimos por ninguna otra cosa que no sea política.

—¿Su mamá alguna vez los ha sentado a los dos y les ha regañado por eso?

—Mi mamá nunca habla mal del Omar, mi mamá nunca habla mal de mí, y nos dice a cada uno que ante todo somos hermanos y que tenemos que hablar como hermanos y no como enemigos políticos. Ella siempre me dice: “Tu ñañito cree en lo que dice”, y al Omar le dice lo mismo. No peleamos todo el tiempo, solo tenemos menos comunicación de la que teníamos antes. Yo a él le creo un tipo absolutamente honesto. Yo estoy convencido de su honestidad intelectual y personal.

—¿Correa es el culpable?

—Correa para mí no existe en lo personal. Estoy totalmente en desacuerdo con Correa y su discurso de la política, con su visión del Estado, con la visión del correísmo sobre el Estado, sobre los derechos, sobre el periodismo, sobre la sociedad civil, la instrumentalización de las personas, pero como persona me es irrelevante.

Estos catorce años

—¿Y políticamente qué es lo que más le recrimina al expresidente?

—Yo creo que los catorce años marcaron lo siguiente: cuando alguien emite un mensaje poniéndose por encima de todo y esa persona tiene una influencia importante en los demás, le está diciendo a la gente que esa es una forma de actuar. Les está diciendo a los demás que todo es posible para alcanzar el fin. Lo que hemos tenido es un continuo de ese discurso de lo público puesto al servicio de un proyecto político. ¿Cómo puede ser democrático el espíritu cuando todos los sábados una persona le está diciendo a la gente: atáquenle, ódienle, rechácenle?

—¿Y Lenín Moreno qué fue?

—Moreno llegó ahí por Correa, existe por Correa y gracias a Correa. Yo no voté por Moreno, no me entusiasmé por Moreno pero sí por el doctor Trujillo. A Julio César Trujillo lo conocí desde que era estudiante. Y creo que es uno de los seres humanos más honestos, más éticos y correctos que he conocido en mi vida. Era una persona íntegra que tuvo la capacidad de evolucionar ideológicamente, desde el conservadurismo más puro y duro a una visión de derechos.

—¿Y por qué usted nunca ha aceptado un cargo público?

—Porque creo que cuando uno llega a un cargo público tiene que renunciar a lo que piensa en función de un interés más general y no tengo claro que pueda hacer eso. No tengo claro que pueda hacer renunciamientos a ideas que tengo en mi cabeza. Pero, además, no me gusta deber favores. Hay un principio en mi vida marcadísimo: ni debo ni me deben.

—Eso viene de su mamá…

—De mi mamá. Mi mamá es responsable de eso. Ni debo ni me deben, ni pido ni dejo que me pidan. Nunca pediría un favor, nunca me saltaría la fila, y eso implica que no estoy dispuesto a que nadie me pida lo mismo.

El legado

—¿Entonces su aporte hoy es formar a futuros profesionales que emulen o mejoren sus prácticas?

—Trato de hacer bien mi trabajo. Me preparo. Yo creo que la academia es un espacio para discutir y buscar la verdad, pero no hay una sola verdad. La única posibilidad de avanzar hacia esa búsqueda de la verdad es en un espacio plural, donde haya personas que piensen distinto. Para mí la deliberación es un valor democrático importante.

—Así está construyendo su legado…

—Así y hay tres cosas importantes. La primera es escribir, desde hace años tengo el compromiso de dejar escritos libros, manuales de trabajo, cosas para aprender, porque hay una carencia en el país de material de aprendizaje… La segunda cosa es tratar con respeto a los estudiantes, como seres que tienen sus ideas propias y uno tiene que ayudarles exigiéndoles que sean honestos intelectualmente. Y la tercera, crear un ambiente donde mis colegas y estudiantes se sientan libres.

—¿Qué le inspira todos los días?

—Aprender. En el velador tengo seis libros. Lo que me entusiasma es aprender y enseñar.

—Al inicio me dijo que el Derecho no le gustaba, ¿ya le gusta?

—Me gusta. Cuando uno piensa el derecho como la ley, se pierde. El derecho no es la ley, es una cosa muchísimo más compleja que la ley. Cuando descubrí eso fue un hallazgo.

Farith Simon

Es doctor en Nuevas Tendencias del Derecho Privado por la Universidad de Salamanca y doctor en Jurisprudencia por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Tiene estudios de maestría en Derechos de la Infancia y Adolescencia por la Universidad Internacional de Andalucía y Estudios Avanzados en Nuevas Tendencias de Derecho Civil en la Universidad de Salamanca.


Actualmente es decano del Colegio de Jurisprudencia de la Universidad San Francisco de Quito (USFQ), donde también enseña. Asimismo, es docente del doctorado en Derecho de la Universidad Andina Simón Bolívar, codirector de la Clínica Jurídica de la USFQ, miembro del Comité de Revisión Institucional de la USFQ y columnista del diario El Comercio. Tiene más de cincuenta publicaciones a su haber y desde varios espacios ha impulsado reformas legales e institucionales trascendentales. Ha sido consultor, profesor invitado y conferencista. En 1995 fue declarado Emprendedor Social por la organización internacional Ashoka y en 2016 obtuvo el Premio Jorge Zavala Baquerizo de la Federación Nacional de Abogados del Ecuador. Ciclista, melómano e hincha de la Liga Deportiva Universitaria.

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