Por Diego Cazar Baquero.
Fotografía: Johis Alarcón.
Edición 447 – agosto 2019.
Desde la implementación del nuevo Código Orgánico Integral Penal (COIP) en 2014, hasta 2018 la población carcelaria en el Ecuador había crecido en 62 %. En noviembre de ese año, el hacinamiento en los 55 centros de reclusión ecuatorianos alcanzó el 38 % y, a inicios de junio de 2019, ese nivel ya se había elevado más de un punto porcentual, con 40 096 presos.
Pero la cárcel no encierra solo al sentenciado o a quien espera un juicio. La reclusión se extiende a los familiares de los presos, la mayoría mujeres: hermanas, esposas, hijas.
El 27 de febrero de 2019, la Defensoría del Pueblo emitió un informe sobre el que sustentó su pedido de declarar en emergencia al sistema de rehabilitación social por una serie de irregularidades, entre ellas, la falta de criterios para que los reclusos reciban visitas comunes e íntimas. Tres meses después, el 16 de mayo, el presidente Lenín Moreno decretó el estado de excepción y el entonces director del Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de Libertad y Adolescentes Infractores del Ecuador (SNAIEC), Ernesto Pazmiño, puso en marcha la declaratoria de emergencia del sistema carcelario nacional.
Delitos de pobres
Rolando Mayky la Joda Sosa vivía en el barrio Nuevo Pedernales, en Manabí. En sus ratos libres imitaba a Michael Jackson con su grupo de baile, pero el resto del tiempo se las ingeniaba para conseguir dinero. Por eso, en abril de 2016, él, su esposa y su hija de cuatro años viajaron a Quito, donde Mayky se dedicó a lavar autos.
Una noche, Mayky fue a una farmacia. En la fila para pagar la desesperación lo venció. Tomó el celular del bolsillo de una chica. Ella lo vio. Lo persiguió. Lo alcanzó. Tiró de su camisa. Él jaló con fuerza para zafarse y huir, pero otras personas que estaban también en el local lo retuvieron.
Mayky entró a una celda del Centro de Detención Provisional de El Inca, al norte de Quito. La víctima del robo se empeñó en continuar el juicio y logró para él una condena de cinco años de prisión por robo agravado, a pesar de que el muchacho no tenía antecedentes penales ni era violento. Lo que cometió Mayky es lo que los jueces llaman “delito de pobres”. Tenía veintidós años cuando perdió su libertad.
Durante la primera semana, Mayky durmió sobre el suelo y con lo que llevaba puesto. Un policía se había quedado con su móvil durante la captura y solo una semana después el agente llamó a su esposa para contarle lo que había pasado.
Dentro de la celda, Mayky sintió el terremoto del 16 de abril, sin saber que el epicentro se había ubicado en su natal Pedernales. Al enterarse, buscó comunicarse con su familia —que luego de su encarcelamiento había regresado— y supo que todos estaban a salvo, pero que la casa donde vivían se había desmoronado. La distancia física y afectiva mataba sus esperanzas. Su familia no tenía el dinero para viajar y visitarlo o enviarle alguna cosa.
Mayky decidió unirse como cantante de rap-reguetón-dancehall, y como bailarín de break dance, al proyecto cultural Liberarte, autogestionado por los reclusos. Su familia se quedó con la esperanza de volver a verlo cuando cumpliera los veintisiete.
Después de poco más de un año de encierro en El Inca, Mayky fue trasladado al pabellón de Mediana Seguridad del Centro de Rehabilitación Social (CRS) Cotopaxi, en Latacunga. Allí cumpliría el resto de su condena pero, meses después, sus compañeros reclusos lo encontraron ahorcado en su celda. Nunca hubo versión oficial sobre su muerte.

Ser nadie
Para los familiares de los reclusos, el encierro es una condena económica y psicológica a la que son sometidos por un modelo que pone sobre sus hombros las responsabilidades estatales incumplidas. Los parientes de los detenidos deben costear su alimentación, los trámites de su defensa y soportar el estigma que pesará sobre ellos, incluso después de recuperar su libertad.
Irene fue detenida por primera vez cuando tenía veintidós años, bajo los cargos de tenencia y tráfico de sustancias ilícitas. La encerraron en la cárcel de mujeres de El Inca. Su madre y su tía también habían caído en prisión por esas causas cuando ella era una niña. Por eso, ha vivido el mundo de las cárceles como visitante y como interna.
“Esa era una cárcel cómoda —cuenta Irene, ahora a sus veintiséis años—, había gente que tenía plata y lo tenía todo, y la que no tenía pues no tenía nada. Cuando tú ingresabas te veían la cara para ver si podías ir a un pabellón de plata o donde son puras lacras, porque solo tu cara decía si eras una persona distinguida o no”. A Irene la ubicaron en el pabellón “de las aniñadas”. Ahí había refrigerador, cocina, lavadora de ropa, secadora. Pero su único aliciente eran las visitas de su hija. “¡Ya es fin de mes, ya viene la Mile! A mí siempre me daba esa fuerza mi hija”; Mile, su hija de nueve, la escucha a su lado.
En 2014 el Gobierno anunció que la construcción del nuevo CRS de Latacunga había terminado y que comenzarían los traslados. Un día antes, la ansiedad se desbordaba entre las detenidas de la cárcel de mujeres. “La gente decía: te juro que yo quisiera meterme una pastilla para despertarme ya cuando llegue allá”, cuenta Irene. A la mañana siguiente llegaron los agentes. “Poco a poco nos empezaron a quitar las cosas, solo dejaron una cocina y un tanque de gas en cada pabellón. Había niños ahí, y después recomendaron que las madres mandaran a sus hijos fuera y al final no había nada”. Una policía se le acercó de súbito, le arrebató una gorra que le había tejido su tía como regalo, la empujó y la botó contra el suelo. “No podía hacer nada porque yo estaba esposada”. A su lado, Mile parpadea, murmura y la mira con tristeza.
Irene fue embarcada en el segundo bus rumbo a Latacunga. “Todo fue tan brutal. Llegaron y nos dijeron: ‘¡desvístanse!’, delante de todo el mundo”. Luego les dieron calzones y toallas, un juego de sábanas, dos cobijas, un uniforme, un calentador, un jean, dos camisetas polo, una chompa de calentador y una chaqueta térmica, camisetas, pantalones cortos, medias y dos pares de zapatos. “Y de ahí me acuerdo que llegamos a los pabellones y nos dieron un jabón de olor, un jabón de ropa y un desodorante, pero no teníamos con qué lavarnos el cabello, entonces algunas se ponían lavavajillas o suavizante de ropa en el pelo, y el agua llegaba amarilla”. Irene llegó a un pabellón prioritario, donde había once personas, cada una con su cama.
La construcción de ese centro carcelario no había terminado todavía. Los albañiles que aún trabajaban ahí hicieron amistad con las reclusas y de vez en cuando les conseguían agujas para dar puntadas a las prendas que no eran de su talla. Se agarraban el cabello improvisando con los elásticos de sus calzones, y algunas usaban los pequeños alambres que anudaban las bolsas de pan para convertirlos en agujas y coser sus ropas. A veces, los amigos albañiles les llevaban chocolates, “¡y comerte un chocolate era como hallar un tesoro!”.
El cambio drástico de situación le hizo sentir a Irene que las visitas de Mile serían vitales para su supervivencia. “Cuando estás allá tú necesitas que vaya tu hijo y te dé un besito. El núcleo familiar siempre te va a ayudar porque no es lo mismo que estar con un amigo”. Cada mes, la pequeña Mile viajaba en bus junto a la tía de Irene para visitar su mamá, y pasaba por todos los controles de ingreso, como cualquier adulto.
Irene recuperó su libertad en 2016, pero en 2018 volvió a caer por las mismas causas: tenencia y tráfico, y volvió al CRS de Latacunga. Billy Navarrete Benavides, secretario ejecutivo del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, cree que la reincidencia es una tendencia, una señal de que nunca hubo verdadera rehabilitación.
Irene se percató de que esta vez había dos personas por cama y colchones tirados en el suelo. Quienes dormían ahí tenían que “chupar frío” toda la noche hasta arreglárselas para conseguir su propio colchón. “Hay gente que ya era antigua y tenía sus colchones, los demás se peleaban por un colchón, o se los robaban”. Un día a la semana estaba destinado para hacer llamadas telefónicas desde las cabinas, pero “todo el mundo salía corriendo porque te daban un solo día, monopolizaban las cabinas”.
Sin dinero, un preso no es nadie y ser nadie puede enloquecer a cualquiera. Irene lo descubrió pronto y se dedicó a hacer dibujos a cambio de unos dólares. Un año y diez meses después de esta segunda reclusión, salió libre, pero los policías no le permitieron llamar a nadie. “Al salir yo estuve un tiempo en la calle”.
Un informe gubernamental sobre la situación carcelaria del país revela que diez de los 52 centros de rehabilitación sociales, a nivel nacional, registran más del 100% de hacinamiento; nueve con el 50% de sobrepoblación; y nueve con el 25%. Actualmente hay un total de 40096 personas privadas de libertad, pese a que la capacidad instalada del “actual sistema de rehabilitación social ecuatoriana es de 27742…”.
Fuente: www.eluniverso.com
Todos a la cárcel
“Si seguimos a este ritmo, todos vamos a terminar presos muy pronto”, dijo Julio Ballesteros, a finales de 2018, cuando era viceministro de Atención a Personas Privadas de la Libertad. Meses después, en mayo, Ballesteros no levantaba la mirada de su computador. Ajustaba detalles de su plan para mejorar la calidad de las visitas. “El registro corporal que se hace [a las visitas] al entrar [a las cárceles] hace que se trabe… es más o menos 45 minutos que se pierden”, explicaba. El Reglamento General de Rehabilitación dispone dos horas para cada visita íntima cada quince días; y cada seis meses, el recluso puede cambiar el nombre de la visita que recibirá, si lo desea.
Camila madrugaba un día por semana para visitar a su novio, Leonardo, en Latacunga, porque debía hacer una larga fila y luego someterse a los controles. “Había un centro médico donde, si el guardia consideraba que era necesario buscar más, te llevaban allá y era bien feo, casi solo a las mujeres nos llevaban, nos buscaban en las partes íntimas. Al principio yo me negaba, pero si es que no quieres, no hay la visita, entonces tienes que hacerlo”, cuenta.
Leonardo cayó preso en 2016 por llevar consigo unos gramos de marihuana. Al salir de la radiodifusora donde trabajaba, unos policías se le acercaron y lo requisaron. Encontraron la droga entre sus ropas y enseguida se lo llevaron a una Unidad de Flagrancia (entidades a las que Pazmiño llama “máquinas de moler carne humana”), y más tarde, al centro de detención de El Inca. Le dieron un año de cárcel por consumidor. “Parecía que me hubieran dicho que se había muerto”, cuenta Camila cuando recuerda el día en que supo de la detención de su pareja.
Camila y la familia de Leonardo tuvieron que esperar cerca de dos meses para la audiencia de sentencia. Cuatro meses más tarde, fue trasladado al CRS de Latacunga. Sin embargo, Camila no lo supo por las autoridades sino gracias a los nuevos compañeros de celda de su novio, que la llamaron clandestinamente. Ella viajó de inmediato para visitarlo, pero recién un mes después pudo entrar. “El primer control era como en una fila de diez personas —detalla Camila—, de ahí pasaba un guardia con dos perros. Nos pasaban oliendo por delante y por las espaldas. Si el perro se para en dos patas es un indicio de que llevas algo”.
En su plan de reformas, Ballesteros proponía llegar 45 minutos antes de la hora pactada para cada visita y hacer el registro durante ese lapso, de manera que el tiempo de la visita se contabilice a partir del filtro dos. “Creemos que esto puede mejorar sus relaciones”, aseguró. También analizaba cambios en las prohibiciones de vestimenta que simule los colores de los uniformes del personal de seguridad. “Cuando hallan estas prendas se las quitan, sin ninguna advertencia”, contó. Hasta hoy, afuera de ciertas cárceles hay vecinos que alquilan ropa para las visitas. “¡Les toca seguir gastando a los familiares!”, se lamentaba Ballesteros.
Cuando Camila hacía su visita íntima a Leonardo, debía esperar para verlo y luego, abriéndose paso entre guardias y reclusos, “teníamos que subir a los pisos superiores para escoger la ‘celda’, o el cuarto más limpio, porque eran bien feos, no tenían colchones; yo me sentía acosada por los guardias y como discriminada porque el personal se manda frases ahí bien feas”.
Billy Navarrete sabe que las mujeres parientes y abogadas defensoras de los detenidos son quienes viven el drama mayor. “Sufren revisiones abusivas, cateo íntimo, que es una práctica de tortura salvaje y que no dan cuenta de una sociedad civilizada, comprometen la responsabilidad del Gobierno y son una extensión de la pena que sufre el pariente y que ahora también padecen las familias”.

El trauma
Ernesto Pazmiño fue, en los noventa, director del Penal García Moreno, por entonces el centro penitenciario con mayor hacinamiento del país. “Encontré un poco de seres humanos embodegados, encerrados, sin ninguna opción”, recuerda. Durante su gestión organizó la Asociación de Familiares de Personas Privadas de la Libertad y la Asociación de Personas Privadas de la Libertad, y se permitió abrir las puertas del penal para que los detenidos salieran a vender los productos que ellos mismos fabricaban. 127 reclusos tuvieron vacaciones de Navidad y Año Nuevo, algunos con sentencias altas, y todos regresaron. “Esa es la demostración de que si se les da un tratamiento como seres humanos, si se respetan sus derechos, se pueden rehabilitar (…) Estoy convencido de que toda persona puede ser objeto de una rehabilitación y de un cambio”.
El castigo y la venganza solo parecen abonar a una espiral violenta y sin retorno. Billy Navarrete recibe a diario denuncias de familiares de detenidos que deben pagar cuotas para que sus parientes no sean agredidos dentro de las cárceles. “Otra de las condiciones de tortura es la incomunicación —añade—, y en el Ecuador, como efecto del nuevo sistema carcelario, la incomunicación ha sido una constante cada vez más grave. Lo que ha habido es un fenómeno progresivo de aislamiento”.
Ernesto Pazmiño está convencido de que como Mayky, Irene, Camila, Mile y sus familiares, hay miles más. “La rehabilitación social es un mito —repite este abogado especializado en Derechos Humanos—, las familias se convierten en los presos más violentados en la sociedad (reciben amenazas, maltrato al ingresar a los centros), y con obligaciones mucho más grandes (conseguir plata para las extorsiones ahí dentro, para los economatos), y todo eso revictimiza a las familias”.
Un día después de la entrevista en su despacho, Pazmiño presentó su renuncia irrevocable al presidente Lenín Moreno. “Realmente, mi familia, mis hijas, mis nietas, estaban sufriendo mucho por el incremento de la violencia —dijo, en rueda de prensa—; recibí mensajes dudosos que provocaron que la familia me pidiera que me separara de este cargo”. Al cruzar la puerta de su oficina, Pazmiño confesó que esperaba que quien asumiera su función pudiera pensar a la familia como un aliado estratégico en el proceso de rehabilitación.
Por ahora, la libertad es una ilusión para los familiares de una persona encerrada, y ese encierro no termina al salir de prisión. Los más de cuarenta mil reclusos que hay en el Ecuador representan a más de cuarenta mil familias, víctimas de la corrupción y del empobrecimiento provocado por un modelo que no comprende que la rehabilitación social es un derecho humano y una obligación estatal.