
El sitio de la ciudad había durado ya seis semanas y, a pesar de que la victoria parecía posible y cercana, las tropas estaban agotadas, su moral decaía y su disposición al combate flaqueaba. El sultán otomano, Mehmed II, que las dirigía, iba de un batallón al otro, incansable, alentando a sus soldados a persistir, porque el objetivo era grande y el triunfo era inminente. Sus palabras fueron poderosas:
“Estas tribulaciones son por amor a Dios. La espada de islam está en nuestras manos. Si no hubiéramos elegido soportar estas dificultades no seríamos dignos de ser llamados guerreros y nos avergonzaríamos cuando estemos en presencia de Dios el Día de la Resurrección”.
Incluso citaba un ‘hadiz’, un relato sobre los dichos y los hechos del Profeta escrito por sus compañeros en los años de su prédica en La Meca:
“Mahoma preguntó a quienes le seguían si habían oído hablar de una ciudad rodeada una parte por agua y otra por tierra. Ellos le dijeron que sí. Mahoma les anunció entonces que el Último Día no llegará hasta que setenta mil de los hijos de Isaac vayan a conquistarla. Entrarán sin arrojar una flecha ni disparar un arma. La primera vez dirán ‘lá iláha illa Allah ua Alláhu Akbar’ (‘no hay otro Dios que Dios, y Dios es el más grande’) y la parte de la ciudad que da al mar caerá ante ellos. La segunda vez dirán lo mismo y caerá la parte que da a la tierra. Y cuando lo digan por tercera vez les serán abiertas las puertas, entrarán en la ciudad y tomarán el botín”.
Constantinopla era por entonces, mediados del siglo XV, una ciudad sin su magnificencia de antaño. Había sido la capital opulenta y deslumbrante del Imperio Romano de Oriente, cuyo esplendor se volvió legendario. Pero su decadencia había comenzado ya unos trescientos años antes y se precipitó con las Cruzadas: en su camino a Tierra Santa, los caballeros la convirtieron en una parada de reposo y reabastecimiento, e incluso la asaltaron y saquearon en 1204 como una venganza por la ruptura entre las iglesias católicas Romana y Ortodoxa.
Aun así, el valor simbólico de Constantinopla era inmenso: los concilios ecuménicos que sus emperadores convocaron a partir del siglo IV configuraron y pulieron la doctrina cristiana. Fue, en términos teológicos, mucho más significativa que Roma. Pero a los pontífices romanos siempre les costó aceptar la relevancia de los patriarcas de Constantinopla y, sobre todo, de los emperadores bizantinos. Y esa disputa, con los muchos poderes que estaban involucrados, sólo dio más brillo a la vieja ciudad que había refundado Constantino el Grande.
Por eso, conquistarla fue siempre una obsesión para el islam. Lo intentó en 678. Volvió a intentarlo en 1421. Los musulmanes estaban convencidos de que la ciudad tenía una significación especial para Alá. La consideraban ‘der sadet’, ‘la puerta de la prosperidad’. Y el sultán Mehmed II estaba a punto de conseguirlo. Toda tribulación estaba justificada.
Finalmente Constantinopla cayó. Sus murallas, que la habían protegido durante siglos, no resistieron el ímpetu de los guerreros de Alá. El sultán Mehmed II entró victorioso en la ciudad y la convirtió en la capital del Imperio Otomano. (Hoy es la urbe más poblada de Turquía, con 15,7 millones de habitantes, y se llama Estambul.) Para la cristiandad fue un golpe en el corazón. Y fue, para muchos historiadores, el suceso que marcó el final de la Edad Media.
Con la toma de Constantinopla los otomanos hicieron mucho más que cumplir el mandato de Mahoma: adquirieron el control de la Ruta de la Seda, que por más de dos mil años había visto pasar el comercio —cada siglo más caudaloso— entre China y los grandes reinos europeos. Para las economías del Oriente y del Occidente fue siempre una vía esencial. Pero los tributos enormes que impusieron los nuevos amos la volvieron inutilizable. Hubo que buscar nuevos caminos. Y en esa búsqueda los senderos del comercio se transformaron, los polos de riqueza se trasladaron y surgieron nuevos centros de poder. Europa tuvo que volver a nacer. El mapa del mundo cambió para siempre. Era el año 1453.