El infierno, propiamente dicho, estaba en el interior de la casa, que era enorme como un hotel.

¿Ustedes inventaron el Gran Kaos?, preguntaban los hijos mayores a nuestros padres. El puntiagudo índice de mamá señalaba directo al pecho de papá. Papá señalaba con un puño amenazante a mamá. Después se besaban. Se reían entre ellos y se iban a su guarida, al fondo del enorme patio, donde no hacían otra cosa que dedicarse a la procreación. Dieciséis hijos tuvieron en algo así como veinte años.
El infierno, propiamente dicho, estaba en el interior de la casa, que era enorme como un hotel. Parecía ser expoliada a diario por una banda de ladrones: cajones abiertos vomitando ropa y enseres de toda calaña, pijamas tiradas en el comedor, platos inconclusos sobre las cómodas, baños obturados cuya pestilencia flotaba en los dos pisos y en la hilera de dormitorios donde no se distinguían las camas de tanto tereque. Todo lo que necesitaba un elemental funcionamiento no funcionaba y, entonces, se resolvían los requerimientos de vestimenta, comida, tareas, teles, destruyendo los mecanismos con un martillo que rompa, un playo que tuerza, un alambre que ate. Las dos refrigeradoras enormes carecían de luz interior y funcionaban a medias como tales y a medias como alacenas. Alguna vez encontré en el congelador de una de ellas Crimen y castigo, en la edición Espasa. La electricidad funcionaba de manera intermitente, conforme se pagaba la factura, gestión que siempre se efectuaba cuando ya estábamos a oscuras. Igual, con los teléfonos, cuya carencia para la jauría sobre todo joven resultaba más dramático que vivir a tientas.
Hasta ahora recuerdo uno de los colmos. Digamos, el colmo que ovuló en mí la determinación de largarme para siempre de la familia. La megacocina a gas, que tenía ocho quemadores y un horno apto para hornear un chancho, terminó malográndose. A causa de la grasa acumulada y petrificada, se atascaron, se rompieron y desaparecieron los botones de los quemadores. Un alicate se encargó de seguir haciéndolos funcionar. Para no hacer aún más larga la historia, no sé si porque desapareció el enésimo alicate, el último quemador válido, no así su perilla, se dejó encendido día y noche, como para siempre. Incluso Elena, nuestra hermana mayor, pegó un cartel sobre la cocina, en el que se leía: ¡OJO, no apagar JAMÁS el quemador, si no, ya no se encenderá la cocina NUNCA MÁS. Y todos acatamos responsablemente la brutalidad que, además de implicar peligro, exigía proveerse de cilindros de gas cada dos días.
Total, sin despedirse ni prevenir, como en todo, papá se murió en pleno almuerzo de domingo, y la nave empezó su vertiginoso hundimiento ante el que, salvo los pequeños, salimos como ratas en estampida. Alguna vez que pasé en auto frente a la casona, no había de ella ni el suelo. Un enorme rótulo de KFC y su local la habían suprimido. Sin embargo de ello, estoy seguro que el Gran Kaos logró perpetuarse por medio de los vástagos. Alguna vez, Doris, mi hermana pequeña con quien más congeniaba, me ubicó por Facebook y me invitó a su graduación como abogada. Pese a que llegué a la fiesta, no pude abrazarla ni felicitarla con la emoción merecida, por la sencilla razón de que al cruzar el umbral de su casa vi un baño con la puerta semiabierta y junto a la taza higiénica un revoltijo de papel higiénico embarrado de mierda.
Aunque ya no en el ámbito doméstico gracias a Flor, mi impoluta esposa, tengo la certeza de que el Gran Kaos palpita silenciosamente en mi chip. De allí, la temeraria pregunta que como un cuervo conocido me picotea en el cerebro cuando intento emprender una novela: ¿Cómo armo su puta estructura?