Estrella Michelin y la de los virus.

Por Gonzalo Dávila Trueba.

Ilustración: Camilo Pazmiño.

Edición 444 – mayo 2019.

Firma---Dávila

La primera es famosa porque los galardonados son chefs que para cocinar escogen personalmente los mejores productos y así logran sus metas. Imaginan sabores, aromas y texturas. Nivel de cocción y presentación. Todos inauditos. Todos excelentes. Por ello los personeros de la Guía Michelin que los descubren —mediante inspectores anónimos— los confieren una o más estrellas.

En una ocasión me contrató el hotel St.Gotthar en Zúrich para que realizara un festival de cocina marina ecuatoriana que duraría un mes. Asesoraba a la cocina, de cuando en vez, uno de estos chefs que no se percataba de mi presencia. El ambiente era lo más parecido a un quirófano. Un día, mientras cocinaba, me pidieron que dejara de hacerlo pues la sanidad haría una inspección.

En ese momento, yo había terminado de sumergir en aceite caliente, una por una, las cabezas —sosteniéndolos de sus colas— de veinticuatro langostinos. Luego los cortaría longitudinalmente por entre sus patitas gracias a que sus cuerpos se mantenían firmes por su baja temperatura. Así, sus cabezas se verían apetitosas y crocantes y sus cuerpos estarían listos para colocar en las sartenes.

En esas me hallaba cuando vi entrar a los inspectores y paré.

Fueron a la basura. Movieron los recipientes y encontraron que algo había caído fuera y nos hicieron notar que la pared adjunta tenía algunas salpicaduras. Se fueron.

Yo regresé a mis platos y sobre el aceite de pepas de uva doré, de uno y otro lado, los langostinos.

Disolví sus jugos caramelizados con salsa de vino y rallé, sobre la magnífica mezcla, una trufa blanca. Bañé parcialmente a los langostinos y… Voilà!, grité.

Llegó mi ayudante, un suizo pequeñito y muy amable, con preciosas orquídeas comestibles para decorar el plato.

Luego del servicio del mediodía, la cocina entera fue lavada por unos astronautas envueltos en plástico que dejaron todo aún más reluciente.

Unas manchitas y un poquito de basura fuera de su sitio fueron suficientes para pasar de la alegría a una extrema seriedad.

Menos mal que era un papel. Si hubiera sido pollo, ¡caput!, dijo el chef señalándose el cuello.

Lo mío son mariscos —dije con tono destemplado—. Fue cuando se acercó y me dio la mano. Supongo que ya éramos amigos.

Ponderar estos procedimientos tiene la intención de hacer notar el camino que hay que recorrer. Los magníficos intentos que hoy existen —en Manta, Cuenca y Cumbayá— se ven limitados por el ambiente, los precios y la carencia de muchos elementos. Otros, los de Quito, al parecer, evaden procedimientos para abreviar tiempo y dinero: preparan, congelan, descongelan y llegan a ti vía microondas.

La misma distancia que existe entre la estrella Michelin y nuestra realidad, hay entre las tripas y más alimentos que se expenden libremente en la calle —con o sin esmog, con o sin aguacero diluyente o solazo secante, del escupitajo o pipí de la esquina— y los locales adecuados en los que algún día se expenderán estos alimentos. ¿Cuántos sitios hoy exhiben, sin conciencia alguna, lo que es la Estrella de los Virus?.

 

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