Como sucedió en 1914, en 2014 los conflictos
están proliferando y agravándose. Entonces…
Por Jorge Ortiz
Fueron unos bombardeos exactos y demoledores, de una precisión asombrosa: los ‘drones’ americanos —unos aparatos sin piloto, silenciosos y letales, que vuelan a alturas notables y que, al acercarse a su objetivo, lanzan unos misiles monstruosos e infalibles— destruyeron en menos de dos horas las posiciones de avanzada del Califato Islámico, que durante la noche anterior había tendido un cerco prolijo y estrecho en torno a la presa de Mosul, de la que depende la provisión de electricidad y agua de riego para una sector enorme y estratégico del noroeste iraquí. La operación fue “prácticamente perfecta”. Era el lunes 8 de septiembre de 2014.
Tres meses antes, los combatientes de Abu Bakr al-Bagdadí, con sus túnicas largas, sus barbas densas, sus estandartes negros y sus armas poderosas conseguidas en la guerra civil siria, habían emprendido su ofensiva final contra el desfalleciente gobierno de Irak, cuyo ejército se desbandó despavorido. En esos tres meses, Al-Bagdadí se había proclamado califa, había consolidado su control sobre vastos territorios del noroeste iraquí y del noreste sirio y, de paso, había hecho saltar las alarmas en el Oriente Medio, África del Norte y las grandes capitales occidentales, que declararon sin vacilación que “nunca ha habido una organización terrorista tan estructurada y bien financiada” como el grupo que antes era conocido como ‘Estado Islámico de Irak y el Levante’.
Ese mismo día, 8 de septiembre, un nuevo gobierno se instaló en Bagdad, con la misión —de éxito improbable— de salvar la unidad de Irak, impidiendo que siga su proceso de fragmentación. Y es que, aparte del territorio arrebatado por el Califato Islámico, empezando por las ciudades de Mosul y Tikrit, otras porciones del país están en poder de grupos étnicos o religiosos dispuestos, si fuera necesario, a la secesión y a la constitución de sus estados propios. Ese es, sobre todo, el caso de los kurdos, cuyos combatientes, los ‘peshmergas’, han demostrado ser una fuerza ruda y disciplinada. Y también es, por cierto, el caso de de las milicias chiitas, que tienen en su poder las ciudades santas de Kerbala y Nayaf.
Los ataques de los ‘drones’, como el que rompió el cerco a la presa de Mosul, han servido (lo hicieron al menos hasta ese día) para detener el avance del Califato Islámico, pero no para hacerlo retroceder. Sus cien mil combatientes, fanáticos, despiadados, bien armados y apoyados por un aparato de propaganda inescrupuloso y eficaz, crearon en su torno, durante esos tres meses de ofensiva, una leyenda de valor e invencibilidad con la que están reclutando legiones cada vez mayores de nuevos milicianos, tanto en los territorios que ocupan en Irak y Siria como en el resto del mundo musulmán e incluso en países occidentales. Y también dispondrían de ingresos colosales, de unos tres millones de dólares por día, provenientes del cobro de rescates y de las ventas en el mercado negro —sobre todo a Turquía— del petróleo extraído de los pozos en Tikrit.
Cambio de alianzas
“Este es un peligro que debe ser tomado muy en serio”, según aseguró el presidente Barack Obama cuando, el 10 de septiembre, anunció la formación de una “gran coalición”, de cuarenta países, para enfrentar hasta derrotar al Califato Islámico de Abu Bakr al-Bagdadí. En los días previos, varios países (Alemania, Gran Bretaña, Francia…) habían demostrado cuán en serio se toman el peligro del Estado Islámico al confirmar lo que la prensa ya había revelado: que estaban entregando armas a los ‘peshmergas’ kurdos, que, sobre el terreno, eran la única fuerza que estaba enfrentando con eficacia a los barbudos de las túnicas negras.
Lo sorprendente, sin embargo, no fue la actitud occidental ante el avance del Califato (incluidos sus fusilamientos masivos y sus decapitaciones por Internet). Lo novedoso fue la reacción de la mayoría de los países musulmanes: Irán, la gran potencia del islam chiita, y Arabia Saudita, el portaestandarte del islam sunnita, con sus respectivos aliados y seguidores, dejaron de lado sus rivalidades ancestrales para alinearse en la lucha contra el ejército de Al-Bagdadí. Y también los sirios, cuya guerra civil iniciada en marzo de 2011 enconó dramáticamente la enemistad de catorce siglos entre chiitas y sunnitas, de pronto se encontraron en la misma trinchera con sus adversarios sauditas, cataríes e incluso americanos.
Más aún, mientras las cancillerías de las potencias occidentales y de los países árabes forjaban esa coalición, que implicó un espectacular y profundo cambio de alianzas, nadie se acordó de Al Qaeda. Y es que, a punta de sufrir derrotas políticas y de ser desbordada por grupos más resueltos, la red creada por Osama bin Laden y que en la primera década de este siglo causó estremecimientos de terror en medio mundo había perdido significación y potencia. Al Qaeda ya no cuenta en la geopolítica mundial. ¿Significa todo esto que se desactivó ya —o está en vías de desactivarse— uno de los conflictos capaces de agravarse, extenderse y generalizarse hasta el extremo de derivar en una guerra a gran escala, tal vez, incluso, de alcance mundial?
Para abonar al optimismo, en esos mismos días (segunda semana de septiembre), a miles de kilómetros de distancia de los territorios en manos del Califato Islámico empezaba a consolidarse la tregua en una contienda que, como la de Siria e Irak, amenazaba con agravarse y extenderse hasta llegar a ser de gran escala. En efecto, el presidente de Ucrania, Petró Poroshenko, anunció el 10 de septiembre el comienzo del retiro de las “tropas rusas” que, a cañonazo limpio pero con apoyo amplio de la población local, habían ocupado extensas áreas del este ucraniano. La reacción oficial rusa fue la esperada: “no pueden salir tropas que nunca entraron…”.
Sea como fuere, lo cierto es que la escalada de tensión entre Ucrania y Rusia se había detenido cuando una guerra abierta parecía inminente. Es que no solamente se habían interrumpido los combates, sino que también los ocupantes del este ucraniano —que podían ser tropas rusas, como todo indicaba, o rebeldes ucranianos partidarios de la independencia de Donetsk y Lugansk, como decía el gobierno de Moscú— estaban cruzando la frontera hacia suelo ruso, llevándose consigo armas y pertrechos. Lo cual ocurría, reveladoramente, cuando el presidente Vladímir Putin bajaba el tono de su retórica porque la economía rusa había empezado a padecer las consecuencias de las sanciones aplicadas por las potencias capitalistas de Occidente.
Otro peligro latente
Los conflictos de Irak y Siria y del este de Ucrania son los más graves de la actualidad, pero no son los únicos. En el Asia Oriental hay un tercer conflicto en incubación: China, erigida en gran potencia y ya con ímpetus imperiales, mantiene litigios marítimos con varios de sus vecinos. Las disputas por pequeñas islas se expresaron ya en un clima de tensión con Vietnam, un país pobre y con pocos aliados, pero permanecen latentes y pendientes en los casos de Japón y Filipinas, dos países muy vinculados con Estados Unidos, que presumiblemente los ampararía en situaciones extremas, lo que el muy pragmático gobierno chino tratará de evitar, al menos por ahora.
Y si bien es improbable que en el corto plazo China quiera elevar sus litigios a alturas bélicas, no es descartable que algún incidente menor (un encuentro fortuito entre patrullas, por ejemplo) pueda causar, el día menos pensado, una escalada de tensiones con desenlace incalculable. En todo caso, aunque esas disputas sean manejadas con sensibilidad y prudencia, su capacidad de devenir en un gran conflicto regional, incluso mundial, no puede despreciarse. Que es, en realidad, lo mismo que podría ocurrir en el Oriente Medio o en Europa Oriental, aunque por ahora estos dos conflictos estén desactivándose.
Resulta, entonces, que los principales conflictos actuales, a pesar de su gravedad y notoriedad, tienen pocas posibilidades de derivar en una guerra amplia y generalizada, incluso con armas nucleares. 2014 no verá el inicio de la Tercera Guerra Mundial, al contrario de lo que ocurrió hace cien años, en 1914, cuando el mundo presenció con estupor el estallido de la Primera Guerra Mundial, que duró 52 meses (del 28 de julio de 1914 al 11 de noviembre de 1918), que entre muertos, heridos y desaparecidos causó un promedio estremecedor de mil bajas por hora, 24 horas por día, y que a las frágiles economías de comienzos del siglo XX les costó, a valores de entonces, 135 millones de dólares cada día. Nada menos.
Sin embargo, tal como está ocurriendo en 2014, en 1914 tampoco parecía que estuviera por empezar una conflagración a gran escala, como fue la Primera Guerra Mundial, que terminó librándose en tres continentes, con un total de setenta millones de soldados y que se convirtió en la carnicería mayor que hasta entonces hubiera conocido el mundo. Había, claro, conflictos y tensiones, pero no parecía haber ningún motivo de fondo, insuperable, para que las cinco grandes potencias de la época (Gran Bretaña, Francia, Alemania, Austria y Rusia) terminaran con el siglo de paz global que había disfrutado el mundo desde 1815, cuando concluyeron las Guerras Napoleónicas.
No obstante, en ese siglo de paz hubo en Europa guerras en que participaron las grandes potencias. Cinco, en concreto: la de Crimea en 1854, la de Italia en 1859, la de las Siete Semanas en 1866, la Franco-Prusiana en 1870 y la Ruso-Turca en 1877. Las potencias intervinieron, también, en guerras fuera de Europa: los británicos en la de los Bóers en 1899, por ejemplo, o los rusos contra Japón en 1904. Y fuera de Europa y sin tropas europeas hubo también guerras sangrientas y duraderas, como la de Secesión, en Estados Unidos, desde 1860, o la Rebelión Taiping, en China, desde 1850. Pero las grandes potencias jamás se enfrentaron entre ellas.
“Como sonámbulos…”
No obstante, a mediados de 1914, las grandes potencias, repartidas en dos grandes bloques que en conjunto abarcaban el 39 por ciento de la población del planeta y representaban la impresionante cifra de 47 por ciento de la producción industrial mundial, “caminaron como sonámbulos hacia la guerra”, según la brillante descripción del historiador Christopher Clark. Y así, como sonámbulos, sin conciencia plena de lo que estaban haciendo, las potencias de la época convirtieron sus discrepancias menores en la causa de una guerra de crueldad terrible, a partir del asesinato en Sarajevo del heredero del trono austro-húngaro, un incidente que, según consideran los historiadores, pudo haber sido superado con un poco de serenidad política y de tino diplomático.
En definitiva, ¿es posible que en los próximos meses —o, en todo caso, a corto plazo— ocurra lo mismo que en 1914 y que, como sonámbulos, las grandes potencias caminen hacia el abismo y conviertan a alguno de los conflictos actuales (el del Oriente Medio, el de Europa del Este, el del Asia Oriental) en la causa de la Tercera Guerra Mundial, con armas atómicas, químicas y bacteriológicas? ¿Es eso posible? La respuesta única es decir que sí, que eso es posible. Pero también es, por supuesto, muy poco probable. Quienes proclaman la inminencia de otra gran guerra es casi seguro que se equivocarán. Venturosamente.
Se equivocarán, previsiblemente, porque durante la Guerra Fría, cuando los Estados Unidos y la Unión Soviética representaban dos formas contrapuestas y antagónicas de entender del mundo, con una rivalidad que era total y final, fue el temor de que las armas atómicas terminaran con todo rastro de vida en el planeta lo que hizo que una gran guerra jamás estallara. Y al final, con los arsenales cerrados y las bombas atómicas guardadas, la Unión Soviética se rindió y se desintegró, vencida por el peso atroz del fracaso inevitable del sistema socialista. Desde luego, el temor al holocausto nuclear no ha desaparecido. Pero, por desgracia, si en 1914 el mundo caminó como sonámbulo hacia la guerra, nadie garantiza que en 2014 no vuelva a hacerlo. Por absurdo que eso pudiera parecer.
Recuadro
Noche de júbilo en una caverna perdida
Todos los déspotas detestan a los periodistas y, claro, los persiguen. Algunos, los peores, incluso los matan. Eso fue lo que hizo el flamante califa Abu Bakr al-Bagdadí, quien después de proclamarse heredero de Mahoma y, por eso, merecedor de la obediencia y la lealtad de los mil quinientos millones de musulmanes del mundo, se dedicó a sembrar entre sus adversarios el recelo y el temor. Lo cual también hacen siempre los déspotas.
Al-Bagdadí resolvió que matando a cuchillo a dos periodistas, en unas ejecuciones espeluznantes cuyas grabaciones en videos de alta resolución colgó sin pudor en YouTube, daría un golpe de efecto que le serviría para amedrentar a los infieles y también para agigantar su propia leyenda. Y, en efecto, el reclutamiento de nuevos combatientes se disparó, con lo que el Califato Islámico multiplicó sus legiones de barbudos armados. Pero el tiro le salió por la culata.
Y es que el espanto que causó su brutalidad e inclemencia hizo que, dejando atrás antipatías y rivalidades, incluso enemistades, decenas de países, tanto cristianos como musulmanes, se unieran en una gran coalición dispuesta a enfrentar “hasta derrotar” al Califato Islámico, que en su ofensiva inicial se había apoderado del noroeste iraquí y del noreste sirio, donde tendrán que pelearse las próximas batallas. Con lo que, a menos que el presidente Barack Obama vuelva a caer en la indecisión y la parálisis (como le ocurrió en julio de 2013 durante la guerra civil siria), el Califato tendrá los días contados. O, mejor, los meses contados.
Es obvio que así será: tropas regulares iraquíes, peshmergas kurdos y milicianos chiitas, con la incontrastable cobertura de las fuerzas aéreas occidentales, terminarán doblegando a Abu Bakr al-Bagdadí, que se atrincherará en su mezquita de Mosul hasta que la situación se vuelva insostenible. Entonces, con su califato disuelto, el líder de los combatientes de las túnicas negras volverá a su refugio en las montañas.
Pero ese destino, que será ineludible si algo muy extraño no ocurre, tendrá un beneficiario inesperado: Aymán al-Zawahiri, el sucesor de Osama bin Laden como comandante de Al Qaeda, quien cuando Al-Bagdadí deje de ser el gran referente del islam sunnita radical recuperará la voz que fue perdiendo a medida que su red sufría una sucesión aplastante de fracasos políticos después del triunfo inocultable que fueron los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Fue por eso que el 10 de septiembre de 2014, cuando fue anunciado el compromiso internacional de liquidar el Califato Islámico, una noche de júbilo y esperanza se vivió en una caverna obscura, perdida en las montañas impenetrables de la frontera de Paquistán con Afganistán: en su escondite, Al-Zawahiri festejó que a su gran rival le hubiera sido firmada su condena a muerte, con lo que Al Qaeda —ya maltratada y achacosa, pero todavía dispuesta a dar pelea— pueda volver a ser la organización combatiente que temen los infieles y que admiran y respaldan los seguidores más aguerridos del Profeta.