¿Qué vuelcos ha dado el mundo para que el conservadorismo tradicional decline y los radicalismos ganen adeptos? Un texto sobre el declive del centroderecha.

La amalgama era grande y pintoresca. Allí estaban militantes del grupo Alt-Right, añorantes del Ku Klux Klan, negacionistas del cambio climático, activistas antivacunas, ‘Proud Boys’, ‘Oath Keepers’, delegados del Movimiento Nacional-Socialista y de la Alianza Nacional, decenas de ‘skinheads’, neoconfederados y supremacistas blancos, representantes de organizaciones antiinmigración y antisemitas y, sobre todo, cientos de seguidores entusiastas de Donald Trump, quien, por supuesto, también andaba por ahí. Estaban todos. O casi todos.
Casi todos, en realidad, porque en la reunión de la Conferencia Política de Acción Conservadora, autoproclamada “la asamblea más grande e influyente de la derecha en el mundo”, brillaba por su ausencia la corriente históricamente dominante del Partido Republicano de los Estados Unidos, la de los conservadores tradicionales, portadores de los valores y los procederes del viejo ‘Grand Old Party’ de Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt, Dwight Eisenhower y Ronald Reagan. Faltaba, por lo tanto, la derecha clásica, moderada. La de siempre.
Faltaban, por ejemplo, los líderes de las bancadas republicanas de senadores y representantes y la mayoría de los precandidatos presidenciales, desde Ron DeSantis hasta Glenn Youngkin y Mike Pence. Y casi todos los referentes del pensamiento conservador americano. Eran, sin duda, ausencias notorias, porque esa reunión —realizada a comienzos de marzo en un hotel del estado de Maryland, cerca de Washington— debía ser una muestra de la fortaleza de los republicanos en vísperas de las definiciones políticas para la elección presidencial de noviembre de 2024. Y fue todo lo contrario.
Fue, en efecto, una constatación de que el trumpismo, con su carga de fanatismo y populismo ajena a los principios de la ortodoxia conservadora, ya marcó a fuego al Partido Republicano y tendrá un rol relevante en su futuro. Que es lo mismo —o muy similar— a lo ocurrido en tantos otros países en los que el centroderecha está perdiendo fuerza con una rapidez asombrosa, tanto por una sucesión de derrotas electorales como por la radicalización de sectores que antes eran los portaestandartes de los valores del conservadorismo tradicional. ¿Está muriendo el centroderecha?
Un espacio vacío
La duda es válida: hace unos pocos años —comienzos de la década anterior— eran los partidos de centroderecha los predominantes entre las democracias occidentales. Así, entre muchos otros países de punta, en Alemania gobernaba Ángela Merkel, en el Reino Unido David Cameron, en Francia Nicolás Sarkozy, en España Mariano Rajoy, en Suecia Fredrik Reinfeldt, en Dinamarca Lars Lokke Rasmussen, en Italia Mario Monti, en Japón Shinzo Abe, en Australia Tony Abbott, en Nueva Zelandia John Key, en Canadá Stephen Harper… El centroderecha era poderoso y exitoso.
Más aún, ese centroderecha (en especial en los países angloparlantes) era el digno heredero del conservadorismo de la ‘reform-minded’ burguesía victoriana inglesa, fundamentado en la libertad, el progreso social, el comercio abierto, la competencia y, como idea base, un liberalismo con ese aire de sobriedad, dignidad y respetabilidad tan amado por la idiosincrasia británica. Así fueron, en general, los líderes conservadores desde Robert Peel y Benjamin Disraeli, a mediados del siglo XIX, hasta Winston Churchill, ya en la segunda mitad del siglo XX.

Esos atributos fueron difuminándose tras ese período luminoso y triunfal de la década anterior. El populismo y el extremismo penetraron en los partidos conservadores, hasta hacerles perder su perfil distintivo. Tal vez el caso más obvio sea el de Víktor Orbán, en Hungría, que después de haber sido un gobernante claramente de centroderecha entre 1998 y 2002 se trasmutó desde 2010 en un adalid de la extrema derecha europea, con posiciones nacionalistas y euroescépticas, y hoy incluso es partícipe del proyecto global contra la democracia liberal que capitanea el presidente ruso, Vladímir Putin.
Mientras tanto…
Al mismo tiempo que el centroderecha era poderoso y exitoso durante la década anterior, el centroizquierda sufría un declive vertiginoso en la mayoría de las democracias de punta. El exponente mayor de esa caída fue el Pasok, el movimiento de los socialistas griegos, que después de haber sido el partido predominante desde el final de la dictadura militar, en 1974, desde 2012 está en la irrelevancia y al borde de la desaparición. Algo parecido le está sucediendo al Partido Socialista de Francia, ahora casi extinguido después de su esplendor durante los catorce años de la presidencia de Francois Mitterrand.
Partiendo de esos dos casos (y de otros menores) se difundió la idea de que la socialdemocracia había concluido su ciclo vital (nació —aunque todavía se debate la fecha— durante las revoluciones europeas de 1848). Parecía que su decadencia era generalizada e incontenible, a pesar de que se había desplazado hacia el centro, roto sus nexos con el marxismo y vuelto pluriclasista. Y, en efecto, la travesía por el desierto político fue difícil y duradera para varios de sus partidos emblemáticos, como la socialdemocracia alemana (de 2005 a 2021) y el laborismo británico (comenzó en 2010 y todavía no ha terminado).
Pero la recuperación del centroizquierda ya es evidente: Joe Biden gobierna en los Estados Unidos, Justin Trudeau en Canadá, Olaf Scholz en Alemania, António Costa en Portugal, Pedro Sánchez en España, Antonio Albanese en Australia, Chris Hipkins en Nueva Zelandia… Si no sucede algo inesperado, Keir Starmer gobernará pronto el Reino Unido. Y en América Latina hay varios gobernantes cercanos a la socialdemocracia: Lula en Brasil, Gabriel Boric en Chile, Rodrigo Chaves en Costa Rica y Laurentino Cortizo en Panamá, cuyas posiciones parecen ser todavía lejanas al terrible ‘socialismo del siglo 21’.
Algunas causas
Si bien la socialdemocracia es una corriente de pensamiento sólidamente insertada en el sistema (libertades, economía de mercado, democracia política), el capitalismo tiende a ser identificado más con las ideas conservadoras que con el centroizquierda. Y, por lo tanto, los sobresaltos del sistema capitalista suelen causar estragos en el apoyo a los partidos de derecha. Eso ocurrió, por ejemplo, en la gran crisis de 1929, cuando el desplome de Wall Street llevó a una radicalización que multiplicó explosivamente el número y la ferocidad de fascistas y comunistas. Y llegó la Segunda Guerra Mundial.
En la actualidad, sobre todo desde la crisis financiera de 2008, el capitalismo ha vuelto a estar en discusión: ya no es productivo, sino financiero. Y el ascensor social del sistema (las alzas y las bajas individuales en virtud de capacidades, conocimientos, esfuerzos y hasta suerte) parece no estar funcionando adecuadamente. Hay demasiados perdedores de la globalización. Para colmo, la democracia liberal está bajo el ataque coordinado de los radicales de derecha y de izquierda, es decir de neofascistas europeos y socialistas del siglo 21 latinoamericanos. Los iliberales están en pie de guerra.
Al fallar el mercado como el asignador principal de recursos y al haberse debilitado la capacidad de representación de la democracia, los dedos acusadores apuntan al centroderecha. Esa acusación tiene mucho de precipitado, pero ocurre por todas partes. Y candidatos y partidos conservadores pierden una tras otras las elecciones. De la supremacía que tenían hace una década han pasado a la marginalidad. Los Países Bajos, con Mark Rutte (que gobierna sin sobresaltos desde 2010), son la excepción entre las naciones avanzadas, aunque el centroderecha también se sostiene en Finlandia, Letonia y Grecia.
Avanzan los ultras
La extrema derecha, en cambio, está de parabienes: a medida que el centroderecha se contrae, los partidos radicales se expanden. El caso más visible es el estadounidense, donde —como se manifestó con elocuencia en marzo, en la reunión de Maryland— los conservadores tradicionales del Partido Republicano han sido desbordados por los ultras. El discurso de Donald Trump fue contundente: “Estamos aquí para decir no a las fronteras abiertas, al desfinanciamiento de la policía, a la rendición ante los alarmistas climáticos, al adoctrinamiento de la extrema izquierda, a los confinamientos por un virus…”.
Pero es en Europa donde la derecha está más visiblemente radicalizada. Empieza por el Reino Unido, donde el sector tradicional, ‘tory’, del Partido Conservador pierde fuerza día tras día por el empuje de los ‘brexiteers’ más duros e intransigentes. La misma radicalización está ocurriendo en Suecia, Dinamarca y Austria. Y también en Australia y Canadá. Además, los partidos de la extrema derecha están en alza, aunque no en detrimento de los conservadores, en países como Alemania, Francia y España. Y, con Giorgia Meloni, un partido ultra, Hermanos de Italia, ya llegó al poder.
¿Sería correcto calificarlos de fascistas? El fascismo es una ideología totalitaria, enemiga de la democracia liberal, ultranacionalista, que se afirma en la exaltación del líder y de valores como la patria o la raza y que se sustenta en una disciplina rígida y un apego total a las cadenas de mando. Cree en la movilización permanente de las masas, en el control de la educación, la información y la opinión y en la neutralización de toda voz que atente contra la autoridad del gobierno. Está claro que la extrema derecha europea tiene algunos de estos rasgos. No todos. Pero también Vladímir Putin. Y, sin duda, el ‘socialismo del siglo 21’.
Evolución, no revolución

En todo caso, las distancias entre el conservadorismo clásico y la ultraderecha son profundas. Parten de la preferencia que tiene el centroderecha por la economía social de mercado sobre el capitalismo duro, por la armonía social sobre la confrontación y por la prensa libre —incluso con el riesgo de excesos— sobre la censura. Siguen por la inclinación a la democracia, incluidas cesiones y concesiones, en lugar de la autoridad rígida y vertical. Y terminan por el apoyo a la evolución y no a la revolución. “Sin experimentos”, según el lema de Konrad Adenauer, el primer gobernante de la Alemania de la posguerra.
Adenauer fue, como Alcide de Gasperi en Italia o Charles de Gaulle en Francia, el genuino representante del centroderecha moderno y solidario, que fue la ideología más poderosa y exitosa del Occidente desde el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando hubo que emprender la tarea gigantesca de reconstruir países y economías y de crear una estructura que trabaje por la paz y ayude al equilibrio entre los Estados. Fue entonces cuando nacieron las Naciones Unidas y su sistema derivado: Unesco, Unicef, Programa Mundial de Alimentos, Organización Internacional del Trabajo… Una lista larga.
Pero los tiempos cambiaron. El fracaso del socialismo terminó medio siglo de dicotomía Occidente-Oriente, durante el cual la elección de una forma de ver el mundo prácticamente se agotaba en la opción por el liberalismo y la democracia liberal o por el socialismo y la dictadura proletaria. Las posibilidades se abrieron y, en el cambio, las ideologías perdieron consistencia. El populismo y la demagogia encontraron terreno fértil. Resurgieron los nacionalismos y los radicalismos. Las posiciones moderadas perdieron encanto. Parecía que había llegado el final de la socialdemocracia. Pero resurgió. Hoy parece que ha llegado el final del centroderecha. ¿Resurgirá?