Espejos negros.

Por Anamaría Correa Crespo.

@anamacorrea75

Edición 418 – marzo 2017.

Firma-Anamaría-C-1“No tengo suficientes fans, mami… la Menganita tiene como 100 y la Sutani­ta 90, yo solo tengo diez”. ¡Plop! Era mi hija de nueve años que me suplicaba que me idee la fórmula mágica para que ella tuviera fans-seguidores en la aplicación de moda entre las niñas: algo llamado Musical.ly que crea minivideos de quince segundos en los que las personas recrean frases prefabricadas, cantan, bailan y ex­hiben sus mejores artes histriónicas.

Yo, mamá usuaria de redes sociales, me quedé ofuscada. Estaba lidiando con la primera consecuencia real y no desea­da de haber tenido una hija que nació en la era en la que Internet es una fuente omnipresente y omnisapiente, el wifi una necesidad, y las redes sociales el escena­rio donde se realiza la puesta en escena de la vida.

Me quedé sin habla por unos segundos. Luego empecé a imaginar las profundas consecuencias emocionales de crecer en un mundo donde recibes o no una calificación positiva por todo lo que realiza tu avatar en el universo web. Así como buscar una ratifi­cación constante de nuestros movimientos y gestos. Entonces se me ocurrió una solem­ne cátedra sobre lo innecesario que resulta buscar fans por el puro afán de tenerlos y que debería valerle un pepino que la Men­ganita tenga 100 fans y ella diez. Que lo que importa son los amigos que uno tiene en la vida “real”… Debo haber sonado poco con­vincente, pues a medida que le hablaba, me acordaba de cuando abrí mis cuentas de Fa­cebook y luego de Twitter y como, de cuando en cuando, disfrutaba de esa pequeña marea de ratificación personal e impulso de auto­estima cuando me caían nuevos seguidores.

Para desgracia mía, por esos mismos días, me había dedicado con voracidad a ver la serie Black Mirror. Si no la ha visto, estimado lector, se la recomiendo, pues es una de aquellas series de ciencia ficción que resulta demasiado real y demasiado humana como para no trastornar nuestra psiquis cuando la vemos y removernos la conciencia sobre el mundo al que estamos abocados.

La serie situada en el futuro —no tan le­jano— tiene la virtud de mostrar el mundo tal cual lo vemos, solo un poquito más in­vadido (sí, eso es posible) por la tecnología y la conectividad, y con un viraje mínimo hacia el desastre y la distopía. En ese mundo minimalista, hiperconectado y aumentado, sin embargo, la psiquis humana permanece igual: ansía amor, es nostálgica e insegura, busca anclas emocionales y certezas.

Entonces sucede el desastre. Mezclar las redes sociales con las emociones pa­rece no ser una buena receta para la sani­dad mental personal y social. En uno de los capítulos de la serie de marras, una viuda trae de vuelta a su esposo mediante realidad virtual, pues a través de un algo­ritmo que mezcla todas tus interacciones en las redes, un sistema le entrega un kit que incluye un robot que tiene reaccio­nes y conversaciones similares a las que tuvo su esposo en vida. El zombi recorre la casa de la viuda y su sueño se trans­forma en pesadilla. Eso me hizo recordar que, hace no mucho tiempo, leí algo que me puso los pelos de punta, pues no pro­venía de la serie, sino de la vida misma: un software que recoge la huella digital de una persona y, una vez fallecida, es ca­paz de generar respuestas a las preguntas de sus seres queridos como si nunca se hubiera ido.

En otro capítulo de Black Mirror, la calificación virtual de los que nos rodean se convierte en el mecanismo de funcio­namiento de la sociedad. Solo los popu­lares, sofisticados y altamente puntuados asisten a los eventos sociales, pueden comprar tickets de avión y son los entes funcionales de la sociedad. Aquellos que expresan emociones fuertes, reprobación ante el sistema o ira son mal puntuados y se transforman en los marginados.

El “mami no tengo suficientes fans” empezó a retumbar… Si desde esa edad empezamos a caer en la presión social cibernética, ¿qué adolescencia de terror me esperaría a mí y a todas las madres de la generación? ¿Cuánto de nuestra vida actual depende y dependerá de la apro­bación virtual y cómo podemos reforzar aquello que finalmente es auténtico, al menos por ahora, aquello que no es vir­tual sino real en ellos —nuestros hijos— que probablemente vivirán algo de lo insi­nuado en Black Mirror?

Pensé en las antiguas fotos que toma­ban nuestros padres de nuestra infancia. De los paseos, las idas a la playa en las épocas en que no existía (o no llegaba al Ecuador) el bloqueador solar y como apa­recíamos coloradísimos en esas fotos que conformaban decenas de álbumes de fo­tos que se guardaban en un lugar especial de la sala familiar. Se me vino a la mente también cómo a nadie se le había ocurri­do hacer un inmenso corcho con aquellas fotos con tantos recuerdos y colocarlo en alguna pared central del barrio, para que los vecinos amistosos y enemistosos pasa­ran a dejar su comentario aprobatorio o simplemente a mirar. El solo pensamiento resultó ridículo.

Y es que, si nos abstraemos por ins­tantes de nuestro modus vivendi, resulta ridículo en efecto que no podamos vivir nuestras vidas miserables o felices, sosas o condimentadas, sin tener que decirle al mundo lo que estamos haciendo (y to­dos lo hacemos en un momento u otro). Poniendo incontables selfis, hablando de nuestra intimidad profunda, comentando nuestros malestares o nuestros pequeños triunfos a un público que, a la final, poco le importa la cacofonía emitida. Es como si la vida se hubiera transformado en un gran laberinto con vista a espejos y espe­jos que impiden que veamos las caras y tan solo constatemos ese reflejo (nuestro perfil) tan irreal de lo que en verdad so­mos.

Es probable que andemos un camino sin retorno, incluso para nosotros mismos. En el mundo del espejo negro, de la pos­verdad, de la nula intimidad personal, ne­cesitamos más herramientas. Llevamos una década —no la perdida— sino una ganada en interacción social mediada por la tecnología. No nacimos así, pero nues­tros hijos sí. Por eso, debemos caminar cautos con ellos, para que el narcicismo de la pantalla oscura, que es la norma en las generaciones jóvenes y no tan jóvenes, no sea la regla del día, y el monstruo de ocho cabezas que deshumaniza nuestras relacio­nes sociales pueda ser domesticado.

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