Por María Fernanda Ampuero.
Ilustración: Maggiorini.
Edición 444 – mayo 2019.
Llevo muchos días pensando en España. Extrañándola. Mi España, mi tierra durante casi quince años, casa querida de mi adultez. Es difícil de explicar para alguien que no ha emigrado en lo que se convierten los países que una elige para ser su patria. Hay una voluntad diaria de convertir lo distinto en personal, de ser, sí, amiga de lo ajeno.
Hablan raro, comen raro, viven raro: en realidad son ellos y no tú los extranjeros.
Cuando te cambias de país tienes que hacer un esfuerzo emocional, pero también físico: cada uno de tus sentidos tiene que despertarse para captar, para asimilar, para abrazar, para convertir en carne propia lo que hasta hace nada era tejido extraño.
Como cuando te implantan un órgano: si rechazas, mueres.
De verdad, de verdad, es lo más brutal que he hecho. Hay algo enloquecido y enloquecedor en cambiar de país con afán de para siempre. Es un proceso rarísimo, como la actualización constante de una aplicación informática, también como hacerse un tatuaje que no deja de cambiar, y también como nacer de nuevo pero ya de adulta y sin tus padres. Es, para resumir, dejar de vivir en piloto automático para comandar una nave loca de botoncitos en la que te acabas de montar.
Dirían los españoles: hay que joderse.
No se imaginan cuánto tardé en entender, en entenderlos, en entenderme en ese contexto. ¿Qué es eso, por dios? ¿Y eso a qué sabe? ¿Me gustará? ¿Cuántas horas se hacen hasta Barcelona? ¿Dónde diablos queda Extremadura? ¿Qué música suena en una verbena? ¿Cómo es un pueblo manchego? ¿Cuántas horas de diferencia hay con Guayaquil? ¿Dónde hay buena comida china? ¿Cómo es el acento de un catalán, de un asturiano, de un gaditano? ¿Cómo se prepara un cocido madrileño?
Preguntas, preguntas, preguntas, desesperantes preguntas, hasta que un día, nadie sabe cómo ha sido, lo sabes todo y los sentidos, como gatitos que al fin encuentran un lugar caliente y cómodo, se duermen. Vuelve el piloto automático, te desabrochas el cinturón de seguridad, unes las manos detrás de la nuca, te haces para atrás y sonríes: ya llegué.
Quien lo probó lo sabe. Esa sensación, la sensación de ya ser lo que pensabas que nunca serías, es una de las más deliciosas de la vida. Por eso, he pensado tanto en España ahora que he decidido empezar todo de nuevo en un nuevo país. Y también porque estos quince años españoles me convirtieron en la persona que soy hoy.
Sería infinita la lista de cosas buenas que me dio España porque un país nuevo es un planeta con mil amaneceres, es una luz que no termina nunca, pero si tuviera que hacer un hatillo español para abrazarlo hasta que me muera me quedo con Pablo, las croquetas, el chotis, Vilanova i la Gertrú, el piso de la calle Amparo, la luna sobre Cadaqués —que Dalí no era ningún bobo—, la nieve en Navacerrada, los amigos, los niños de todos los mundos jugando en la plaza de Lavapiés, Santiago de Compostela, los inmigrantes que me enseñaron a ser inmigrante, sol en Navidad, el periódico Latino, las señoras, los señores, el barrio feminista, el 15M que nos cambió la vida, Pablo (otra vez y todas las que sean), las blasfemias, decir tía y tío a todo el mundo, mi editor y su convicción de que mi libro debía existir, el aceite de oliva, gritar guapa y guapo a los artistas, el vermut de los domingos, los domingos, el topless, las corralas, el pantumaca, hablar con signos de admiración, mi receta de tortilla de patatas que es una mezcla de la de todas las casas de mis amigos, el mar de Cantabria después de que muriera mi padre, Gargantilla del Lozoya y mi boda, mi médico Antonio que curaba el cuerpo sin olvidarse del corazón, las cañas (cañitas, cañejas), pero, sobre todas las cosas, yo. Te agradezco, España, por mí, por la mujer en la que me convertí.
O sea, por todo.