Por Mónica Varea.
Ilustración: Sol Díaz.
Edición 432 – mayo 2018.
Vicki me recibe en su apartamento. La envidio. Desde la puerta suspiro maravillada ante la sobriedad y el buen gusto, ¡si yo pudiera vivir en orden!
Compartimos un rico chai y un trozo de carrot cake como ella lo llama. Es una mujer tan fina y espontánea que el inglés o el spanglish fluye con una naturalidad asombrosa, lejos de parecerme chocante me encanta cómo lo dice.
Viví muchos años en Colombia, luego en Estados Unidos y finalmente volví, me cuenta.
Mi curiosidad ilimitada me lleva a hurgar con los ojos su colección de cajitas, cada una más linda y original que la otra, cada una con su propia historia. Al fondo miro una de porcelana en forma de bananito con el inconfundible sello de Bonita Banana. ¿Y esa?, le pregunto, segura de que la historia detrás de la cajita banano será fascinante. Papá trabajó toda su vida para la Standard Fruit, dice. Por eso vivimos en Colombia. Al oír las palabras Standard Fruit, mi vena garciamarquiana piensa en los explotados, en los pueblos arrasados, pero ella interrumpe mis pensamientos como si los hubiera adivinado. Vivimos cerca de un poblado llamado Macondo, García Márquez no lo inventó, eso ya estaba ahí, era cerca de Aracataca, su pueblo natal, nosotros vivíamos en el campamento de la compañía, era hermoso.
Aquel campamento de la United Fruit Co. se llamaba El Prado de Sevilla porque en Colombia la filial se llamaba Compañía Frutera de Sevilla. Anyway, ese campamento estaba ubicado como a una hora del puerto de Santa Marta, allá llegaban los barcos a cargar el banano que iría a los mercados de Estados Unidos y Europa, agrega.
En el Prado de Sevilla vivían los empleados extranjeros y algunos colombianos. El colegio era solo para los hijos de los extranjeros, alrededor de veinte niños que estudiaban solo en inglés y seguían el currículum estadounidense, recibían historia de Estados Unidos y no de Colombia porque la escuela no estaba regida por el Ministerio de Educación. A mis hermanas les tocó una profesora americana, a mí una de Escocia, dice como justificando su acento. Lo único malo era que solo había hasta octavo grado; desde chicas ella y sus hermanas sabían que irían internas a estudiar la secundaria.
Todo lo que Vicky me cuenta me hace imaginarla a mediados de los años cuarenta. Impecable, vestida de lino blanco, fresca y linda, correteando detrás de las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia, ajena totalmente a las actividades de Pilar Ternera y sus axilas olor a humo. La imagino bebiendo limonada sin tener idea de lo que le ocurría a Milagros la bella. Tal vez sí conoció a Melquiades, porque en su casa nunca faltó hielo. Seguro conoció a Úrsula Iguarán pero no creyó en la locura de José Arcadio, porque en Prado de Sevilla todos los días parecían jueves.
Vicky hace que me enamore de ese otro Macondo, de aquel donde se estudiaba en inglés, se bebía limonada fría y donde nadie nacía con rabo de puerco. Aunque el otro, el de los Buendía me duele por sus muertes, por su pobreza, por esa lluvia incesante que Eréndira veía caer.
Me enseña viejas fotos familiares y pienso en el daguerrotipo que atrapaba el alma. Y sí, esas fotos, de los que se fueron, tienen alma. Sus miradas reflejan ese otro Macondo en el que también dolían las despedidas. Ese espacio caluroso que le tocó abandonar para ir al frío polar siendo apenas una niña, porque toda historia tiene dos caras: en ambas hay risas, encuentros, abrazos. En ambas hay despedidas, ausencias, lágrimas.