Juntamos a tres escritores y viajeros: un colombiano, una francesa y un griego. Lo hicimos para mostrar cuánto conmueve esa literatura que resulta de moverse por el mundo pisando territorios prohibidos.
A lomos de elefante o a bordo de viejos automóviles, gentes de todo tiempo se han internado en territorios ignotos, a menudo en busca de lo que nunca se les perdió. Y es que para viajar no hace falta una meta, sino solo esa necesidad desesperante de llenar el vacío que es, a la vez, maldición y cualidad humana. Los viajeros de esta crónica reescribieron su vida mientras pisaban tierras prohibidas.
Una yogui francesa en la ciudad del cielo

La mujer estaba a punto de desfallecer, entonces su lazarillo sacrificó su ración de comida, un pedazo de cuero que ni siquiera el agua caliente había suavizado, para evitar que colapsara. Ella nació en Francia y su nombre era Alexandra David-Néel (1868-1969), y él, Yongden, su criado y discípulo. La meta de ambos era Lhasa, capital del Tíbet, que estaba cerrada para los europeos.
Empezaron su periplo cuatro meses atrás, aunque este solo era el último de varios intentos que arrancaron en 1912 cuando Alexandra David-Néel conoció al dalái lama en medio de los Himalayas.
Dos veces tuvo que suspender su búsqueda porque tibetanos e ingleses la regresaban a medio camino. Fue necesario el encierro en una caverna a 4000 metros de altura para convertirse en yogui y un viaje a Japón y Corea antes de estar lista.
Su aventura completa empezó en Túnez en 1911 e iba a durar solo dieciocho meses, sin embargo, se prolongó por catorce años, engendrando en el camino varios relatos y ensayos. Cuando el regreso a Europa se acercaba, Alexandra David-Néel decidió disfrazarse de tibetana, tiñendo pelo de yak con tinta china para hacer una peluca, al tiempo que cubría su piel con ceniza de cacao. Luego, en andrajos y con Yongden como lazarillo, hizo su último intento.
Militares y campesinos alimentaban a la pareja de mendicantes, pero con frecuencia la soledad de las montañas les obligaba a rasguñar raíces o devorar pedazos de bota. En cualquier caso, el disfraz funcionó y, luego de semanas de vivir al borde de la muerte, lograron entrar en Lhasa. Al franquear sus puertas, una mujer los alimentó con arroz como lo había hecho otra, siglos atrás, cuando Buda casi moría por alcanzar la iluminación.


Alexandra regresó a Francia acompañada de Yongden. Desde entonces, sus compatriotas empezaron a llamarla para que hablase del Tíbet, teosofía o budismo. Se transformó en una leyenda viva y pudo aprovechar sus historias para vivir holgadamente.
Varios años después volvió al Asia para recorrer China e India, país en el que esparció las cenizas de Yongden. Murió en Francia a los 101 años. Unos meses antes había renovado su pasaporte “por si acaso”.
El dios del tacto
Cuando el escritor griego Nikos Kazantzakis (1883-1957) viajó a Japón en 1935 solo sabía dos palabras en japonés: sakura (flor de cerezo) y kokoro (corazón). Sin embargo, al recorrer las calles de Tokio, comprendió que le faltaba una: miedo. Aquel país no se parecía al de los libros, más bien era un territorio que la cultura occidental había abierto a cañonazos para luego dejarlo solo en su búsqueda de identidad.
Por otro lado, Kazantzakis era un viajero que no se perdía en clichés, y prefería infiltrarse en callejones poco transitados para palpar la vida. Por eso, lejos de los palacios antiguos o templos famosos, escogió visitar los arrabales adonde los mercaderes chinos y europeos iban a buscar amores de treinta minutos.
En las calles los puestos de venta se multiplicaban, mientras en las ventanas de las casas aparecían rostros cubiertos de polvo de arroz. Eran inexpresivos, helados. Afuera, hombres viejos sobre zapatillas de madera recitaban cifras a los caminantes; a veces surgía un acuerdo y entonces la máscara blanca cobraba vida.
Al griego le aterraba este relato de carne hueso, temía que la sordidez de los puertos europeos conquistase la dignidad de los japoneses.
Un amigo le dijo:
—No puedes irte de Tokio con esa imagen —y lo arrastró a una casa de geishas.
Allí también había polvo de arroz, pero la tristeza era distinta: en los arrabales era sinónimo de miseria y, en esa casa, de saudade. Las geishas, niñas de entre dieciséis y veinte años, le confesaron que sus bailes y poemas estaban dedicados en realidad a un amor que no conocían, pero que debía llegar.
A su regreso a Europa, Kazantzakis se enteró de la guerra entre chinos y japoneses de 1937 y, luego, del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Los cañones que los occidentales le habían vendido al Imperio del Sol Naciente se estaban volviendo en su contra.

En cualquier caso, Japón convenció al escritor griego de que su camino no era el de la iluminación a través del ascetismo, sino el de la experimentación. Incluso los labios colorados de una geisha le habían dicho: “¡Buda no es tu dios!, ¡tu dios es el Tacto!”. O quizá solo fue un sueño.
Unas carcajadas tras la Cortina de Hierro
Gabriel García Márquez llegó a Hungría después de estar en Moscú. Su viaje lo hizo en automóvil y tren, a veces con una decena de personas y otras solo. La política había transformado esa zona del planeta en el lado oscuro de la luna, sin embargo, su capacidad para el canto le permitió camuflarse dentro de un conjunto folclórico colombiano que iba al Congreso Mundial de la Juventud de 1957.
A medida que acumulaba kilómetros, su desaliento crecía como un tumor, desvaneciendo su convicción de que el terror estalinista o las masacres perpetradas por el ejército rojo eran pura propaganda.
En Budapest se topó con que la gente sobrevivía con cinismo a la ocupación soviética. El país estaba cerrado para cualquier corresponsal extranjero desde el levantamiento antirruso del año anterior. García Márquez tuvo que recurrir a sus contactos americanos para que lo incluyeran en una lista de observadores internacionales.

En general, el “paseo” por Hungría tenía más que ver con las relaciones públicas que con el periodismo, aunque el colombiano consiguió exprimir historias que contrastaban con lo visto en Moscú donde todo era colosal: avenidas, edificios, comida, optimismo…
—Es una lástima encontrar a la Unión Soviética lista para nosotros porque a los países solo se los conoce si están recién levantados de la cama.
García Márquez silenció inconscientemente sus sospechas con humor: dedicaba crónicas a la ausencia de anuncios de Coca-Cola o a la pena que le provocaban los rótulos en alfabeto cirílico porque parecían indicar que las letras, como aquellos pueblos, se estaban desmoronando.
Por lo demás, una cosa era idéntica en todos los países de la Cortina de Hierro: la muerte se combatía con disimulo y la opacidad de los cadáveres se maquillaba con afeites o cuentos. Así, la expresión de Stalin y sus manos finísimas eliminaban cualquier sospecha de crueldad.
Al regresar a Francia, García Márquez había perdido la inocencia; el viaje lo hizo tambalear y su escritura se alimentó de aquello. Sin embargo, lo más importante era que su historia, como la de viajeros anteriores o actuales, permitió ver a la humanidad en varias dimensiones y no solo desde una perspectiva oficial y decentísima.
No en vano literatura y exploración son primas hermanas: la una nos desnuda desde el papel y la otra desde la tierra.