Mircea Cărtărescu, el escritor rumano más cercano al Nobel

El escritor rumano, a quien muchos le desean el Premio Nobel, habla sobre el duro oficio, mientras sus libros de cuentos y novelas suman seguidores en un idioma que él siente como propio: el español latinoamericano.

Lo vi bajarse de un taxi y despedirse del conductor como si fuera un ciudadano más de esta tierra. Camina por nuestras calles como si fueran suyas. Nació en Bucarest pero los barrios de las urbes latinoamericanas resuenan en su memoria como si ya los hubiera recorrido. Hablar con él es entrar en un territorio cercano, aunque extraño.

Mircea Cărtărescu, ganador del Premio Formentor de las Letras en 2018, es un universo que no quiere ser fácilmente definido. Franz Kafka lo decía así: “Prefiero flotar sobre la mente de los demás como algo estrictamente fluido e imperceptible; más como una criatura transparente y paradójicamente iridiscente que como una persona real”.

Cărtărescu, nacido en 1956, ha seguido sin piedad sus obsesiones más intensas, como alguna vez lo hizo el mismo Kafka, de quien se considera devoto seguidor. Desde su juventud militante y disidente en una Bucarest gobernada por el dictador Nicolae Ceausescu, mediante su prosa adulta nostálgica y contundente; y más recientemente frente a la angustia de una enfermedad que lo consumió, Cărtărescu deja salir, con hermosa furia compulsiva, las palabras que son —dice— como su piel.

Debutó como poeta, pero pronto abandonó los versos para dedicarse a la prosa y consagrarse, sin proponérselo, con obras como Nostalgia, El ruletista y Solenoide. La crítica reconoce en él al autor rumano más importante de la actualidad y, por asociación, a uno de los escritores más importantes de Europa.

Al finalizar nuestra conversación, que tuvo lugar en la Feria del Libro de Bogotá, sonríe cuando le menciono el Ecuador y dice que siempre ha querido visitar Quito. La cotidianidad andina le recuerda, a su modo, la Bucarest de los años setenta, con la realidad dura y misteriosa que transcurre en los barrios, en medio de los vecinos y la sencilla rutina de los jugadores de ajedrez o dominó, los lustradores de zapatos y las historias que, sea en la vieja Rumania o en el Ecuador de hoy, son tan semejantes en su agotada humanidad.

—Usted se inició en la poesía, pero sus trabajos más recientes son en prosa. ¿Qué ha tomado una de la otra?

—Todavía me considero un poeta, lo cual no implica escribir poesía, sino ver la belleza de la vida y las cosas. Creo que seré un poeta eterno. Aunque ambas tratan de palabras y lenguaje, son muy diferentes en su esencia. Empecé siendo un poeta porque es una muy buena escuela para aprender a usar las palabras y a exprimirlas para hacer cosas bellas, pero después de un tiempo empecé a sentir que había escrito suficiente, pues es un arte de la juventud.

Uno puede escribir su mejor poesía por un máximo de siete años. Luego, tiene que cambiar de trabajo porque es imposible volver a escribir algo que valga la pena. Si uno quiere seguir haciendo literatura, hay que cambiarse a la prosa, a la crítica, al ensayo. Descubrí que amaba mucho más la prosa porque con ella no puedes hacer trampa.

—Precisamente leí algo sobre esa noción suya de la poesía y la trampa.

—La poesía no es hacer trampa, en lo absoluto. Pero sí ocurre que desafortunadamente muchos poetas hacen trampa porque es fácil. Usan un lenguaje vacío y sin significado que se ve como poesía. En una novela de Salinger (se refiere a Franny y Zooey) una de las protagonistas estaba muy desilusionada de los poetas porque pocos eran realmente buenos, como Safo, en la Antigua Grecia. Puedes hacer trampa en la poesía, pero no en la prosa. En esta todos pueden ver si eres bueno en las cinco primeras páginas y te abandonan si no lo eres.

—¿Qué significa para usted el ejercicio de la escritura?

—Uno debe creer en uno mismo y la escritura es una religión. Si uno no asume que el escribir es una forma espiritual, entonces será un ejercicio como cualquier otro, su literatura será común y corriente, y jamás alcanzará el cielo con las manos.

—Usted creció en medio del “triángulo de las Bermudas”, tres cinemas que había en su barrio. ¿El cine ha sido importante en su vida?

—No soy particularmente aficionado al cine y mucho menos especialista en películas de arte. Crecí en un entorno muy popular en el buen sentido: las personas se ayudaban unas a otras, estaban siempre en las calles buscando un sustento, pero sonriendo y apoyándose. No era como sucede hoy en Europa, donde se muere de soledad.

Las películas eran fundamentales en esa forma de vida porque muy pocos tenían televisión o radio; el gran entretenimiento era el cine. No eran películas de arte, sino películas indias en las que se lloraba mucho y la gente debía llevar pañuelos; filmes de bajo presupuesto que a mi mamá le encantaban. Me llevaba con ella a cinemas al aire libre y esas películas me impresionan hasta el día de hoy.

Siempre he disfrutado de grandes directores como Fellini y Tarkovski, pero también me encantan el cine de ciencia ficción y el policiaco. Mucho de ese arte dinámico, el cine, los videojuegos han influenciado mi trabajo. Me encanta ver Netflix; comparto videojuegos en línea con mi hijo de diecinueve años, ¡y nos divertimos mucho! Eso ha influenciado mi escritura porque también es una realidad virtual que modela la forma en que soñamos y esto, a su vez, modela todas las artes. Para mí todas las artes se nutren de la sustancia de los sueños.

—Sobre esos insumos que alimentan su creación, escuché que usted lleva un diario en el que toma notas que luego traslada a sus obras.

—¿Sabía que Kafka no hacía ninguna distinción entre sus diarios y su literatura? Él escribió todos sus libros en los mismos cuadernos que eran sus diarios. Yo empecé a escribir el mío el 15 de septiembre de 1973.

—¿Los guarda todos?

—Conservo todas las páginas que he escrito. La primera página de mi primer diario es idéntica a la última. Son las mismas porque jamás evolucioné y he mantenido mi forma de escribir. Han cambiado mis experiencias de vida, por supuesto, pero mi estilo y mi visión permanecen iguales. Tenía diecisiete años entonces. Desde que empecé a escribir lo hago casi todos los días. Podría parar de escribir literatura, pero no mi diario, pues es como una segunda piel que cuenta lo que la piel cuenta sobre las personas: las heridas, las arrugas, los tatuajes.

Todo el tiempo lo llevo conmigo y no me imagino mi vida sin escribir en él. Cuando llegué a los treinta años me di cuenta de que mis diarios eran, como todos mis libros, literatura. Los publiqué en su totalidad y sin quitar una sola hoja, aunque fueran muy íntimos. Fue un gran riesgo, pero también un gesto de honestidad. Siempre he creído que las personas deberían conocerme en lo más profundo, pues no tengo nada que esconder. Es una especie de novela total o, si lo prefiere, una entrevista que me hice a mí mismo durante cincuenta años.

—¿Cómo llegó a la literatura latinoamericana?

—Debo decir que llegué a todos los escritores de todo el mundo y todas las épocas. Soy un gran lector de autores de la Antigüedad, pero devoro toda la literatura. Con los latinoamericanos es un poco diferente: durante mi juventud gobernó un dictador comunista; la censura era enorme y se publicaba muy poca literatura universal, pero tuvimos una suerte paradójica, y es que los escritores latinoamericanos fueron publicados en los años sesenta y setenta en Rumania por un miembro de la Policía Secreta.

Él tradujo a Márquez, Borges, Cortázar, Vargas Llosa, poco tiempo después de que sus grandes obras fueran publicadas en Londres o París. Gracias a eso pudimos disfrutar esa literatura loca e imaginativa y la amamos desde sus comienzos. Fuimos parte de esa comunidad de lectores que recibió con tanto gusto el boom latinoamericano.

Nunca olvidaré cuando conocí a la Alejandra Vidal Olmos de Sabato, en Sobre héroes y tumbas. Tampoco olvidaré El otoño del patriarca, Terra Nostra de Fuentes y muchas otras grandes obras que influyeron mi escritura y mi vida. Le debo mucho a la literatura latinoamericana.

—Usted dijo alguna vez que el deber de los artistas y los escritores era ser disidentes y resistir. ¿Qué deber tiene hoy la literatura?

—No creo que un escritor tenga un deber. Su trabajo es escribir libros y no debería tener sesgos ideológicos, o estos solo deberían estar en sus artículos, pero no en su literatura. Sin embargo, pienso que el arte tiene una responsabilidad; los autores son modelos para su sociedad. Si ignoran las necesidades de la gente y no reaccionan ante la injusticia social, la discriminación y las dictaduras, las personas los castigarán dejando de leerlos por no preocuparse ante lo que pasa en el mundo. El deber real de un autor es escribir bien, pero también tiene la obligación de ser una persona moral, ser un modelo y decir la verdad.

—Cuénteme sobre su regreso a la poesía…

—Sucedió durante la pandemia; fui uno de los primeros en contraer la covid. Estuve terriblemente enfermo físicamente, pero también hubo consecuencias emocionales. Caí en una depresión aterradora que duró seis meses; pensé que me iba a morir. Entonces sentí la necesidad de escribir poemas, no sé por qué, pues no se me había pasado por la cabeza hacerlo después de los treinta años.

Empecé a escribir compulsivamente, sin saber lo que estaba haciendo, en una especie de furia. Llegué a crear veinticinco poemas por día durante dos semanas o más. No podía evitarlo; lo hacía automáticamente y sin parar; era como si mi mano escribiera sola. No eran como mis poemas de la juventud, llenos de imágenes, metáforas, visiones, símbolos. Escribí un volumen absolutamente oscuro en el que expresé el sufrimiento por el que pasé, llamado Never cry for help, con cien poemas cortos y muy concentrados que fueron un llamado de dolor.

Los críticos quedaron atónitos y hasta diría que desconcertados, pues nadie esperaba ese tipo de poesía. Hoy creo que escribirlo me salvó; si no lo hubiera hecho, me habría suicidado. Amo ese volumen porque es otra faceta de mí mismo, donde di todo lo que tenía de mi dolor y mi sufrimiento. Esa fue la única infidelidad que tuve hacia la prosa, y no lo haría de nuevo. Son humildes poemas con los que estoy sumamente agradecido porque me mantuvieron con vida.

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