
El escritor chileno Alejandro Zambra lleva más de quince años publicando novelas que, exitosas desde el principio, le han servido para construir estilo y personalidad. Acá una conversación sobre el oficio de escritor y las memorias que lo mueven.
En 2017 el escritor Alejandro Zambra, quien se considera alguien muy chileno, se mudó de país y comenzó a amargarse. Se había enamorado de la escritora mexicana Jazmina Barrera y estaban por tener un hijo; pudieron lanzar una moneda al aire para decidir dónde vivirían, pero lo hicieron a partir de circunstancias políticas y económicas a las que él llama “personales”. Vivirían en México.
A pesar del consenso, durante los primeros meses en ese país Zambra estaba atormentado pensando en qué clase de chileno se convertiría. Se preguntaba qué era lo nacional cuando se vive lejos y pensaba en sus lecturas noventeras, una ola de poetas chilenos que escribían en el exilio y ganaban atención para un país que se ahogaba. “Esa atención nos salvaba”, piensa Zambra.
En México, mientras buscaba cómo cambiar sus modismos chilenos por alguno mexicano, para lograr que lo entendieran, decidió salvarse de la amargura y escribió su quinta novela, Poeta chileno (2020). Reconoce que el título es caprichoso. El nombre que lleva nos ha hecho borrar de la imaginación a aquellos poetas que leyó Zambra y que irremediablemente vienen a nuestra mente cuando buscábamos un Poeta chileno. Ahora, cuando decimos Poeta chileno, pensamos en Alejandro Zambra, aunque para él escribir sea “lo más cercano a desaparecer”.
Poeta chileno no es la novela vernácula que toda literatura nacionalista ansía, es la historia de una familia muy latinoamericana, no planificada, que por casualidad terminó siendo tan extensa como para convertirse en novela; delatar a los impostores literarios con sarcasmo y ahondar en la poesía con una seriedad bastante cómica, como diría Nicanor Parra. Esto ocurre en la mayoría de novelas de Zambra pero, además, Poeta chileno es la historia de una mudanza.
La primera ficción
“¿Cuál es la primera ficción que aprendemos cuando apenas hemos aprendido a hablar?”, pregunta Alejandro Zambra a un grupo heterogéneo de millennials con abrigos oversize, la mayoría con lentes y en sus treinta. “El nombre”, responde alguien. “Interesante”, contesta Zambra, pero insiste. “Hay una estructura ficticia que aprendemos”. Zambra y los millennials confluyen en una de las pequeñas bibliotecas de la terraza del Centro Cultural Metropolitano, donde se desarrolla la Feria Internacional del Libro de Quito.
“El chiste”, dice alguien del público en una voz tan bajita que pasa inadvertida. El chiste —repite Zambra en voz alta con un micrófono de por medio— es la primera estructura dramática que aprendemos a contar. “Nunca cuestionamos que el chiste sea una mentira. Cuando un niño ha aprendido a contar un chiste le creemos, y cuando se da cuenta de que nos hace reír quiere contarlo hasta que ya no es tan gracioso, y entonces se percata de que tiene que aprender un chiste nuevo y de que no puede contar el mismo chiste a la misma persona”, cuenta Zambra.
El chiste, piensa el autor chileno, es fundamental. Y poder hacer reír a la gente, así como reconocer la música que nos rodea, es la base de su literatura. En ello radica la posibilidad de ficcionar hasta que le crean.
Humor y sombra
En Quito Zambra habló del humor durante un taller llamado Elogio de la sombra, igual que el libro del autor japonés Junichiro Tanizaki. Planteó a sus oyentes una duda a partir de la metáfora de la sombra que usa Tanizaki: “¿Cuál es la moralidad de una mentira?, ¿cuántos de ustedes se levantan y corren las cortinas para dejar entrar la luz?”. Nadie levanta la mano. Él insistió y aseguró que cuando nos levantamos dejamos a la luz entrar de a poco, como cuando crecemos y dejamos de contar chistes porque el miedo a que se burlen de nosotros nos hace precavidos.
La narrativa de Zambra va casi siempre sobre las contradicciones que nos impone la formalidad de lo cotidiano. Su trabajo es sacarla del cartón o como dirían en Chile: darle un alcachofazo.
A él le costó un poco desentrañar el humor en su escritura. Cuando lo hizo, siente él, perdió una pretensión y para eso lo ayudó escribir un conjunto de poemas que hablan del tránsito de la ciudad y el tiempo, y que formaron su primera publicación, Mudanza, de 2003.
Sobre su primer libro, Zambra me dijo que, más que un ejemplo de lo que quería hacer en la poesía, Mudanza desestabilizó su idea sobre la escritura. “Era algo que podía ser más largo o más corto, era un juego liberador, entonces siento que, aunque sea un libro de poesía, con él me convertí en narrador”.
A pesar de ser un poemario, Mudanza tiene una narrativa y tiene una historia que Zambra dice no poder reconstruir. Piensa que él la fue descubriendo mientras la escribía en una crisis similar a la que le produjo escribir Poeta chileno: se había empezado a alejar de su gente y se sentía muy mal. “A mis veinte me gustaba pertenecer a un mundo académico, pero me di cuenta de que me estaba alejando de mi espacio para integrarme a otro. Eso, el alcachofazo. En realidad, quería habitar el mundo de quienes leemos, escribimos y nos importa mucho la literatura, pero se abre hacia un diálogo posible con la gente a la que no le importa nada la literatura”.
La poesía no fue la simple transición hacia la narrativa, me dijo el autor, sino un mecanismo para llegar a la escritura tal como quería y practica ahora. “Eso tenía que ver más con quitar que con poner. Más que la página en blanco, con la página en negro, donde uno va borrando”, señaló Zambra, tal vez pensando en el efecto que produce la narrativa cuando se ha mudado y quedan las sombras. Lo importante, siempre, es salvar la voz. “Desde allí hay una aproximación hacia el humor, un distanciamiento provechoso y nutritivo”, dijo Zambra.
Aunque el escritor quiso ser poeta, considera que siempre fue mejor contando historias que escribiendo poemas. “En la poesía quería hablar sin decir. El misterio de la poesía me parecía un proyecto fascinante porque pensé que me iba a permitir eso y no, me expulsó”, explicó.
El autor de Poeta chileno, y otras novelas como Bonsái y La vida privada de los árboles (celebradas por los lectores y por la crítica), sigue pensando en la escritura como una mudanza. “Al escribir siento que me estoy desplazando de un lugar a otro. Me parece placentero cuando la conversación se vuelve ritmo. El relato cuando se acerca al contingente, a lo personal, al estilo como virtud y como falla, disuelve algo y crea algo. Reformula el concepto y eso es cambiar”, asegura el escritor.
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Recuerdos ecuatorianos y chilenos
Alejandro Zambra conoce el Ecuador. O lo conocía. Hace dieciocho años, casi la edad de su primer libro, visitaba nuestro país como funcionario del Ministerio de Educación de Chile, un trabajo heredado de su padre informático. Sus viajes eran parte de un convenio entre ministerios homólogos, y su trabajo consistía en capacitar a funcionarios para quienes internet era algo nuevo, cuyos tecnicismos preferían no aprender, y que gastaban la mayor parte del tiempo en procesos para gobernar el mouse de la computadora. “La pasé muy bien, fue divertido, pero era un poco raro tomar el trabajo del padre”, aseguró Zambra.
En su última visita, muy al contrario, tuvo que atender a los grupos de personas que hicieron fila para pedirle un autógrafo; a los que le contaron tramas de novelas inéditas a ver qué le parecían; al que le mostraron una antología con la obra completa de Zambra que el mismo autor no conocía. Ser “antologado a los cuarenta”, dijo, le parece fatalista.
A Zambra nunca le gustó hacer trabajo de oficina ni vestir traje, pero lo hizo por mucho tiempo. Además del trabajo ministerial que lo trajo al Ecuador, fue profesor de literatura durante diez años en una universidad. Y ahora, que más o menos puede dedicarse a escribir más que a la academia, hace lo mismo que haría un oficinista. Necesita largas jornadas de escritura para desaparecer el tiempo. Lo hace rutinariamente, aunque en las primeras horas de la mañana se ocupe haciendo dibujitos antes de ponerse a escribir.
Mirando para atrás, Zambra recuerda que fue su abuela quien lo condujo hacia la literatura. Era de Chillán, una comuna de la zona central de Chile. Llegó a Santiago, la capital, luego de ser la única mujer de su familia que sobrevivió al terremoto de 1939. A pesar de haber visto morir a sus padres y hermanos, la abuela se convirtió en “la persona más divertida del planeta”, aunque cuando contaba historias del pueblo que había perdido lo hiciera con partes iguales de risa y llanto.
Zambra quiso ser muy serio, escribir para desaparecer, y terminó puliendo esa paleta de colores que considera es el humor. “Incluso en la revelación de lo traumático hay humor”, piensa.