
A J. Vásconez lo conocí en 2008, en medio de sus divagaciones de humo y sombras en una ciudad inventada: prisionera bajo una lluvia pertinaz y siempre envuelta en murmullos y rumores. Esa ciudad podía ser Quito, mi propia cuna. O podía ser solo su lado oscuro y tenebroso, que también puede ser mi cuna, para qué negarlo.
Cuando lo conocí trabajaba muy a su pesar en un diario local y andaba siguiendo la pista de un alcalde algo loco, un jockey echado a morir, un coronel anclado en sus sueños de soberbia y un asesino que era tullido de corazón. Además, claro, de que andaba detrás de una mujer casi ubicua, Sofía, en cuyo cuerpo J. Vásconez parecía buscar las claves para entender su ciudad, y, de paso, a sí mismo.
Era ya un apostador. Empezaba asimismo su colección, como él lo confesaba, neurótico y envenenado de memoria y nicotina: “Por lo demás, fui acumulando con la voracidad de un coleccionista algunos recortes de prensa: fotografías, artículos, noticias que describían con sutileza la conciencia de esta ciudad”.
Eran el hombre y la ciudad como una misma entidad, incomprensible, inasible.

Le perdí la pista a J. Vásconez por años hasta que un día de 2016 me lo encontré a bocajarro en la casa de Félix Gutiérrez. Aunque decir que nos encontramos sería mucho: la verdad es que, entre los retratos de los personajes ilustres de Quito —ilustres y oscuros, cabe recalcar—, estaba el retrato de J. Vásconez, imponiendo, con su presencia, su rostro impasible (aunque se le notan las huellas del cigarrillo y el insomnio), la historia de una ciudad. Su historia. El recuerdo, posible, de un affaire inacabado.
La verdad, me sorprendió un poco toparme así de repente con J. Vásconez, y no porque no sea un ciudadano ilustre —y oscuro, repito— de esta ciudad lluviosa y gris, sino que hace rato que no oía de él. Pensé que se habría perdido precisamente detrás de la neblina, quizás le habría pedido posada por una noche al Dr. Kronz para luego seguir su viaje hacia Capelo, una hacienda que solo se sostenía por la melancolía de quienes la habitaron. Pensé que su retrato, ahí y en ese momento, significaba una despedida: “Fue el instante en que descubrí la fotografía del escritor J. Vásconez volviendo ligeramente la cabeza hacia la cámara, sin saber que Félix estaba a punto de capturarlo para siempre”.
Pero resulta que J. Vásconez, a pesar de ser un pozo de memoria, o por eso mismo, tiene una resistencia única para narrar a esta ciudad, atrincherado en su estudio de Santa Clara. Es, quizás, quien mejor puede indagar en la condición de tristeza perpetua que nos habita a la gente de Quito.
Quizás porque sabe leer más allá de las fotografías que aparecen en los diarios o en los retratos que se exhiben con algo de vergüenza en casas oscuras; quizás porque logra ver en las habitaciones de los hoteles de la ciudad los ectoplasmas de quienes por ahí pasaron y tan cercano se vuelve a esos espectros que debe contar su historia para poder dormir: discursos privados y charlas íntimas, personales, qué importa si son reales o producto de la imaginación, porque, después de todo, vivimos todos sobre una línea imaginaria.
Solo que ahora, en este J. Vásconez que he reencontrado en El coleccionista de sombras (Pre-textos, 2020), he podido profundizar en la figura del personaje detrás de su autor, de Javier Vásconez. Ambos nombres no deben confundirse, ojo. Son solo cruces de caminos. Solo son estrategias: como en una apuesta, como en un teatro de sombras.
Una necesidad también de expresar el homenaje sentido a esos autores que lo han marcado. Eso es El coleccionista de sombras. Así, J. Vásconez ha dejado de ser un escritor muy a su pesar para convertirse en un narrador sabio, instalado en la soledad del escritor que reconoce que el puesto de observador, de coleccionista, es una posición privilegiada, pero aislada también. La incómoda posición de un escritor que no sigue modas, que construye una genealogía literaria personal, sin dejar de lado sus obsesiones, pasiones, las de crear una literatura que sustituya la idea casi inexistente del país en el que vivimos: “Si la historia de un país es endeble y resulta poco convincente, ¿acaso no es la literatura su historia secreta?” (Vásconez, 2020, pág. 85).
Es posible que ahora Vásconez, el autor, tenga muy claro que su obra y la buena literatura están hechas para incomodarnos, para sacarnos de la estupefacción diaria que nos embiste. Es posible también que J. Vásconez aún tenga muchas historias que perseguir, que coleccionar, en la penumbra de su estudio, narraciones salidas de los zaguanes, de las ventanas que un escritor, un día cualquiera, se para a mirar cuando camina por su barrio.
Es seguro, o casi, que como dice Vásconez (ya no importa cuál), todas las ciudades son una ciudad “fundida en los compartimentos de una caja china”, y así es que el logro de esta narración es que nos muestra que en nuestro Quito gris también se manifiestan la Santa María de Onetti, la San Petersburgo de Dostoievski, la Barcelona de Marsé, Praga, lejana y casi inimaginable, incluso una ciudad en medio del mar, la soledad de Melville, conjugada con un parque que podría ser una plaza de Transilvania que verá pasear por sus senderos a un conde aristócrata y siempre solo en su monstruosidad.
Porque las ciudades de los escritores están habitadas por seres solitarios, como su primera condición. Aquellos, aquellas. Nosotros. Todos. Pero al encontrarnos en estas páginas, incluso siendo parte de la colección de sombras de Vásconez, nos sentimos un poco menos solos, un poco menos desamparados, incómodos, sí, como si hubiésemos nacido en la orilla equivocada del mundo, pero a la vez conscientes de que el resto siente lo mismo, y de que podemos encontrarnos en una sola ribera que es la literatura.
Este encuentro entre soledades se me ocurre que es como visitar a mi amigo Javier en su estudio. Y preguntarle, entre jocosa y dubitativa, si no será que está escribiendo de nuestras charlas, de algo que ha notado en mí, un gesto, una palabra, una historia que le conté.
Entonces, él me mira como esculcando una radiografía, sin responder, claro, y parece oír, de forma íntima, cómo una de las quebradas de esta ciudad inventada se abre para contarle secretos, incluso los míos. También los suyos.
O quizás está escuchando lo que le dice un árbol, todos los árboles, como el niño J. Vásconez que abrazaba un olmo, en la búsqueda de las voces de sus hermanos, los rumores de su hogar, para estar menos lejos, que solos no dejamos de estar nunca, parafraseando a Conrad, otro pariente literario de Vásconez.
No importa cuántas veces le pierda la pista a J. Vásconez. No importa cuántas veces cierre los libros de mi amigo o los relea. Afuera llueve. En la ciudad de Vásconez llovía y siempre lloverá. Y eso, de una forma extraña, me hace sentir cobijada en la melancolía del páramo.