Por María Fernanda Ampuero.
Fotografías: cortesía de la muestra.
Edición 419 – abril 2017.

Si usted se llama Maurits Cornelis, un nombre que parece inventado por un creador de superhéroes de Marvel, no tiene muchas más opciones en la vida que ser excepcional. Si encima no es bueno en ninguna materia, salvo en dibujo, se distrae fácilmente y ve geometría, perdón, regularidad geométrica, en todo lo que le rodea: una flor, un pato, una mosca, ya está, su camino está decidido, usted va a dedicarse al arte.
Ah, pero falta un detalle, uno muy importante: su cabeza está llena de universos paralelos, extrañísimos, oníricos. No, no es una persona cualquiera usted. Tiene las obsesiones de un genio y la capacidad de plasmarlas para que parezca un juego, un trampantojo, el reflejo de un reflejo frente al cual el espectador siempre se pregunte: ¿qué carajo estoy viendo ahí? Todo está dicho: usted va a ser Escher y terminará afirmando algo como: “Mi obra es un juego. Un juego muy serio”. Lo dijo él.
Muy al estilo de sus dibujos, demos un pequeño rodeo para bajar subiendo y subir bajando y llegar al mismo sitio.
El palacio del Marqués de Gaviria, construido entre 1846 y 1847 en Madrid por orden de un banquero —ojo, no un aristócrata ni un miembro de la realeza, sino alguien que quería demostrar el nuevo poder de su clase—, fue uno de los edificios más increíblemente lujosos de su época. Al estilo de los palacios renacentistas italianos, el palacio de Gaviria se encontraba, y se encuentra, entre la Puerta del Sol y el palacio Real. O sea, en el meollo del asunto.
Pasado el tiempo, estas cosas que tiene la historia, sus bajos se fueron transformando en tiendas de arreglo de relojes y venta de camisetas falsas del Real Madrid, y arriba, en los otrora distinguidos y encopetados salones del palacio, se abrió una discoteca donde hordas juveniles consumían música electrónica —y otras cositas que hacían ver universos extraños como las de Escher— en un salón de baile de cuento, bajo los preciosos frescos de Joaquín Espalter y Rull, pintor español del siglo XIX, famoso por sus cuadros históricos y sus retratos. Las espectaculares escaleras balaustradas del palacio de Gaviria vieron bajar a la muchachada en un estado inenarrable, echada a la calle por gigantescos hombres de seguridad de pasado también inenarrable.

Esto era así y Maurits Cornelis vino a salvar esto también. La exposición Escher, que se mantendrá hasta junio, organizada por el grupo italiano Arthemisia en colaboración con la Fundación M. C. Escher, permitió reinaugurar el palacio de Gaviria —que había dejado de ser discoteca y estuvo varios años sin uso— con el matrimonio impensable entre el surrealismo visionario, matemático y futurista de los grabados en blanco y negro del artista holandés y este estilo tan neoclásico, con la desmesura de la pared rojo bermellón, los brocados, el pan de oro y el terciopelo, del palacio. El resultado es extraño. Pero un extraño afortunado. Un juego. Otro más. A Escher, quizás, le hubiese hecho sonreír.
La alfombra roja conjunta bien con las teselaciones escherianas, este patrón de figuras que se repiten y que cumplen dos condiciones: que no queden espacios y que no se superpongan las figuras. El teselado de la arquitectura islámica, que Escher aprendió a amar en La Alhambra de Granada y la Mezquita de Córdoba es tan importante en su obra como la geometría. En realidad, todo en él gira alrededor de las matemáticas y su presencia en la naturaleza: el espacio, la música, todo. Líneas, cuadrados y círculos en un marco de volutas y heráldica de flor de lis.
La muestra está compuesta por 200 obras, algunas tan importantes y —perdón el exabrupto, pero es Escher, comprenderán— excitantes como Mano con esfera reflectante, su loco y hermoso autorretrato; Relatividad (o Casa de escaleras) o Belvedere. Sobre estos últimos, ¿quién no ha visto alguna referencia de esas escaleras de Escher que cuando alguien parece bajar, sube, o cuando crees que está subiendo en realidad está bajando? O no está haciendo ni lo uno ni lo otro porque las escaleras no van a ningún lado, porque lo que Escher está haciendo es jugar contigo, con lo que tu cerebro espera o prediseña, con trampantojos, con arquitectura de mentirita que, sin fijarse mucho, parece tan posible.

La gente se divierte
En la exposición se pueden ver sus obras tempranas, sus xilografías, esas cuando estaba enloquecido por el Art Nouveau —insectos, flores, una tortuga y los patrones que se repiten en su caparazón—, su primera influencia. También se estudia la estrecha relación del artista con Italia, país al que adoró y pintó sobre todo por la noche, cuando, según sus palabras, el barroco se borra para dar paso a las líneas limpias y de verdad hermosas de su arquitectura.
En Teselaciones se recoge uno de los momentos más determinantes de la evolución de su creatividad artística. Además, su paso por el modernismo, cómo él empieza a ser él, es decir, los patrones geométricos, la arquitectura, el detalle, la perspectiva, el reflejo, hasta llegar a su obra más madura, la que lo haría famoso de forma irreversible: sus escaleras, sus edificios imposibles, sus universos de ciencia ficción y, sobre todo, esa obra limpia de cualquier tipo de mensaje político o social, esa búsqueda con una obsesiva ansia visual y nada más que visual: eso que lo hace tan actual y tan del mañana. Sí, es posible que ese sea el secreto de su asombrosa atemporalidad.

De él biográficamente se dice poco. M. C. Escher no llevó una vida pública demasiado llamativa, a diferencia de los surrealistas con cuya obra tan a menudo se lo ha relacionado. Fue un tipo más bien ensimismado, tal vez solitario, muy viajero. Dicen que su amistad con otros creadores era atípica y que decididamente prefería codearse con personas que quizás tenían una mente más parecida a la suya: el geómetra H. S. M. Coxeter o el matemático sir Roger Penrose. De hecho —qué paradoja— le resultaba tan molesto ser una celebridad que vendía carísimas sus obras en un inútil intento de que no se difundieran demasiado (ja). Deseó tanto rehuir la fama internacional que le dijo no a Mick Jagger cuando este le propuso diseñar la portada de un disco de los Rolling Stones.
No pudo, ni de lejos. Hay toda un área de la muestra, Eschermanía, en la que se presenta la influencia del holandés en el arte y en la cultura popular. Desde discos de Pink Floyd —no podemos olvidarnos de On the run, dedicada a Escher desde el primer acorde— hasta escenas de la primera película de Harry Potter, de Futurama o Los Simpsons, hasta Dentro del laberinto y el inolvidable número musical de David Bowie. En la muestra hay, además, vestidos inspirados en sus diseños gráficos, que, finalmente, era lo que él sentía que era: “así pues, soy un artista gráfico de corazón y alma, aunque el término artista me resulta bastante embarazoso”.


“Escher es un artista que todos conocemos aunque no lo sepamos. Está en todo el imaginario visual de la contemporaneidad. En esta exposición podemos encontrar todas las etapas que él ha experimentado y todas sus obras más icónicas: la mano con esfera reflectante, las escaleras imposibles”, explica Lole Siena.
La gente se divierte. Es evidente que Escher no puede exponerse de forma solemne, grave, distante. La muestra cuenta con experimentos científicos, áreas de juego y recursos educativos para que los visitantes de todas las edades —los que puedan, claro, los que tengan mentes matemáticas— comprendan las perspectivas imposibles, las imágenes desconcertantes y los universos aparentemente irreconciliables que se unen en estos cuadros.

Al cabo de un rato de estar viendo cuadros dentro de un cuadro, que a su vez pueden estar dentro de otro cuadro y otro hasta el infinito; después de tantas paradojas geométricas e, incluso, de tener una sensación de estar dentro de un videojuego, las certezas sobre la realidad empiezan a desvanecerse.
De repente, en la pared roja vino tinto lees estas palabras que escribió Maurits Cornelis: “¿Está usted seguro de que un suelo no puede ser también un techo?”
Y la respuesta, claro, es no.