Por Anamaría Correa Crespo.
@anamacorrea75
Ilustración: María José Mesías.
Edición 452 – enero 2020.
Hace cinco años mi hija, que en ese entonces tenía entre seis y siete años, inventó una palabra sorprendente: dijo que padecía de escamorfosis. Estábamos en proceso de mudanza a otra zona de la ciudad y su pesar por dejar su entorno conocido y, supongo, su zona de confort, le hacía sufrir de este mal. La escamorfosis, me explicó, tenía que ver con la sensación de extrañeza y extrañamiento de lo que le era familiar. No podía soportar la idea de dejar su casa. Habrá usado otras palabras quizá, pero ella hablaba de añorar lo que, según ella, iba a perder dejando el departamento en el que vivíamos. Anticipaba sentir el mal de nombre sui géneris por muchos días, semanas, meses… Yo escuchaba sorprendida cómo había inventado una palabra tan distinta para algo tan familiar. Al final para mi hija, la escamorfosis cedió, acoplarse a su nuevo entorno de vida le fue sencillísimo, a pesar de la parafernalia lingüística, y este episodio solo quedó como recuerdo.
En estos meses, sin embargo, la palabra escamorfosis volvió a mi mente. No porque fuera a emprender nueva mudanza, sino que el entorno del país, de la región, del mundo, me produjo una sensación de perplejidad y extrañeza aguda. De repente se borraron las certezas parciales con las que contábamos y surgieron interrogantes sin respuestas posibles. Entonces pensé que quizá debía etiquetar, nombrar y clasificar a mi propia sensación y malestar con alguna palabra que la describiera con acierto para intentar yo misma darle algún sentido a las cosas —a pesar, a pesar de que el sentido fuera precisamente lo que parecía haberse extraviado—. Entonces acudí al recuerdo de Sofía y su diagnóstico pasado: enfermedad de escamorfosis aguda.
El mundo en el que vivimos ha perdido su solidez. Es cierto, no le podemos atribuir esto a un tema circunstancial, sino que probablemente las causas estructurales de su demolición estaban cociéndose a fuego lento. Hemos visto muchas señales de la descomposición, pero hemos preferido ignorarlas quizá para preservar nuestra paz mental; atribuirlas a fenómenos pasajeros o accidentales, nada que apuntara a un daño estructural.
Este entorno, en el que algunos ilusos pensábamos que ciertas cosas funcionaban, se va a la punta de un cuerno. Se incendian edificios, estaciones de metro, automóviles, con discursos enardecidos y la posibilidad, por primera vez cercana, de que nuestros vecinos y amigos compren un arma para salir a defenderse de esta guerra sin ganadores visibles, resulta cercana y escalofriante.
Es la escamorfosis en su estado puro. Añoranza de un mundo conocido con relativas certezas sobre la realidad política y social, no la metafísica que siempre queda en suspensivos. Pero nostalgia de aquella época en la que nos creíamos los discursos de la democracia, las cifras y las investigaciones serias, en las que pensábamos que una alternativa era más viable que la otra, y no reinaba la dictadura de la masa enardecida.
No toda época pasada fue mejor, no. Quizá tengamos que sincerarnos con el hecho de que nos aferrábamos a ciertos mitos construidos a pulso, y que en estos días las fracturas inmensas del entorno han venido a cachetearnos en la cara para dejarnos como lección que la escamorfosis infantil por mudanza es benigna y pasajera, pero la adulta es profunda y de efectos colaterales insospechados.