Es hora de apagar la luz.

Por Mónica Varea.

Ilustración Sol Díaz.

Edición 428 – enero 2018.

Firma---Mónica-Varea“La casa, ya es otra casa, el árbol ya no es aquel…”, resuena la zamba en mi memoria. Pero es la misma casa, me digo. Es la casa de mi infancia, estas paredes están impregnadas de sueños, de risas, de charlas.

Entro por la puerta principal y, a pesar del olor a pintura, la veo como aquella primera vez que entré. La intensidad de la luz es la misma, la chimenea de piedra es igual, los espacios vacíos me parecen enormes, exactamente igual que la primera vez. En aquella ocasión la enormidad la medí desde el tamaño de la niña de ocho años que fui, ahora la mido desde el tamaño de las ausencias.

El piano sigue allí, inamovible, al parecer como el único testigo de toda la vida que quedó encerrada en esas paredes, de todos los suspiros que salieron por esas ventanas, de toda esa vida que quedó atrás.

Sí, la quiero comprar, es lo que necesito, dice la voz del extranjero que me acompaña.

Es una linda casa, le digo, a pesar del nudo que se me ha instalado en la garganta. Sigo el recorrido y la explicación de cada sitio: aquí mamá tenía sus muebles de esterilla, le explico, sin percatarme de que para él son solo paredes recién pintadas, que los recuerdos son míos, que al él le importan un rábano las esterillas porque nunca vio a su vieja mecerse y tejer con el sol de la tarde. Continuando con el absurdo le cuento que casi no uso el mantel de hilo que ella tejió para mí, temo dañarlo y ella ya no está para tejer otro.

El segundo piso es más luminoso y parecería otro piso climático, el calor se siente y la conversación se va hacia las plantas, hacia el olor de las violetas, ¿o eran begonias? No importa lo que fueren, ya no están, ni mamá ni sus plantas.

La casa es otra, ya no es la casa que nos vio crecer, ya no es la casa donde papá y mamá jugaban el interminable Monte Ruso.

El piano, la luz, el calor son lo único que queda en este espacio vacío, en esta casa de la que hay que despedirse porque ya no es lo que era, pero, a pesar de ello o tal vez por lo mismo, duele.

Te llamaré, me dice el extranjero, nos despedimos en la vereda y yo tengo unas ganas incontenibles de entrar, de quedarme allí, de atrapar con las manos todos y cada uno de los recuerdos, de no dejar escapar ni uno solo, pero eso es imposible, es demasiada vida. Fuimos cuatro generaciones las que la compartimos: nuestros padres, nosotras, nuestros hijos y los suyos. Sí, son demasiadas historias como para poder atraparlas con las manos.

¿Y si hago un ejercicio de selección y solo me llevo las risas? ¿Y si solo agarro los primeros pasos, las primeras palabras de los hijos y los nietos? Vuelvo a entrar, estoy imparable, esta idea genial, ¡cómo no se me ocurrió antes! Empiezo de nuevo el recorrido, la soledad del piano me sobrecoge y me doy cuenta de que no se puede, las alegrías y las penas son inseparables. Los más chicos no habrían dado ese primer paso sin la caída previa. El ratón Pérez no habría podido llevarse los dientecitos, sin el temor ante el diente atado a un hilo y este a la pata de la silla. El agua de manzanilla no habría sido tan prodigiosa sin el empacho.

“La casa ya es otra casa…” resuena la zamba en mi memoria. “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, me recuerda el poeta.

Es hora de apagar la luz.

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