La diosa había salido temprano de su templo, que coronaba la polis griega de Éfeso, para asistir al nacimiento de quien, en unos pocos años, sería el gran Alejandro Magno, rey de Macedonia, hegemón de Grecia, faraón de Egipto y soberano de Media y Persia. Era alumbrado un hombre llamado a la inmortalidad de la historia y, por supuesto, Artemisa tenía que estar presente. Al fin y al cabo, ella, hija de Zeus y hermana gemela de Apolo, era la diosa de las doncellas, la virginidad y los nacimientos. Era, también, la patrona de los animales salvajes, la cacería y las tierras inexploradas. Era uno de los doce dioses olímpicos helenos, muy venerada y respetada.
Su significación inmensa en el panteón griego hizo que, alrededor del año 555 anterior a la era cristiana, el rey de Lidia, Creso, hombre de riquezas fabulosas y amor resuelto por las artes, decidiera financiar un templo en el que Artemisa fuera venerada. Pero no debía ser cualquier templo. Debía ser el mayor y el mejor, el que hiciera de Éfeso la más deslumbrante de las polis griegas y de Artemisa la más visitada de los dioses.
Su construcción demoró un siglo. Fue una obra paciente, cuidadosa y minuciosa, que le dio a Grecia un templo sin igual. Era, casi por completo, de mármol, con ciento veintisiete columnas, treinta y seis de ellas talladas en relieve. En el centro fue erigida la figura colosal de Artemisa, esculpida en madera ennegrecida. El techo, las escaleras, las puertas y los muebles fueron hechos con maderas finas, llevadas a Éfeso desde cada rincón del Mediterráneo. En todo detalle hubo prolijidad y belleza.
Antípatro de Sidón, el poeta errante dedicado a identificar las siete maravillas del mundo antiguo, quedó impresionado por la perfección del templo: “He posado mis ojos sobre las murallas de la dulce Babilonia, y la estatua de Zeus, y los jardines colgantes, y el coloso que recibe en Rodas, y la enorme obra de las altas pirámides, y la vasta tumba de Mausolo; pero cuando vi la casa de Artemisa, allí, encaramada en las nubes, esas otras maravillas perdieron su brillo, y me dije que, aparte del Olimpo, el sol nunca iluminó algo tan grandioso…”.
Pero ese día, 21 de julio de 356 antes de Cristo, Alejandro Magno nacía y, claro, Artemisa asistió. La diosa había salido temprano y su santuario quedó desguarnecido. Fue entonces cuando un pastor ignorado y rencoroso, llamado Eróstrato, prendió fuego al templo y lo hizo arder por los cuatro costados. La madera propagó el incendio con una rapidez de espanto. Nadie pudo evitarlo. El humo fue visible en toda la comarca. Al anochecer, del templo magnífico tan sólo quedaban sus columnas, tiznadas e inservibles.
Eróstrato, según contó Valerio Máximo unos siglos más tarde, declaró que había incendiado el templo para que, “a través de la destrucción de este edificio grandioso, mi nombre fuera conocido en toda la Tierra”. Precisamente para frustrar esa ambición, impidiendo que su nombre fuera conocido, los jueces lo castigaron con la “condena de la memoria”: todo registro de su existencia fue eliminado y hasta la simple mención de su nombre fue prohibida bajo pena de muerte. Se convirtió en el innombrable.
Torturado y ejecutado, fue enterrado en una tumba anónima. Nadie en Éfeso volvió a hablar del pastor. Pero hubo quienes, aun repudiándolo, lo recordaron: Teopompo, un historiador de su tiempo, lo mencionó en una de sus obras, con lo que el nombre de Eróstrato no desapareció. Después, siglo tras siglo, la “condena de la memoria” fue violada por autores de todos los estilos, desde Plutarco hasta Miguel de Cervantes, e incluso por la ciencia (que atribuyó el “complejo de Eróstrato” a quienes, sintiéndose inferiores, quieren sobresalir recurriendo al daño y la destrucción) y hasta por la lengua (en el idioma español, erostracismo es “la manía que lleva a cometer actos delictivos para conseguir renombre”).
A pesar del incendio terrible, el culto a Artemisa no se extinguió: los romanos lo mantuvieron, aunque a la diosa la llamaron Diana y, sin quitarle sus atributos griegos, la vincularon con la luna. De su templo quedan, dispersas y tristes, algunas ruinas a orillas del mar Egeo, en el extremo occidental de Turquía. Fue una de las siete maravillas del mundo antiguo, arrasada por un hombre innombrable, que vivirá para siempre en la infamia.