Por Xavier Gómez Muñoz.
Fotografía – Cortesía Ernesto Carrión.
Edición 430 – marzo 2018.
El escritor guayaquileño Ernesto Carrión es uno de los más premiados de su generación, aparte de ser también uno de los más prolíficos. Tiene novelas, poemarios, y ahora quiere meter sus manos en el cine. Tuvimos, a la distancia, una conversación muy cercana con él.
En algún lugar de Madrid, a las diez de la noche, el escritor Ernesto Carrión está conectado a Internet a la espera de una llamada. Carrión llegó a España en noviembre de 2016 para estudiar un máster en Realización de Guiones. Fue con una beca, pero su motivación no es académica sino práctica: se propuso escribir un guion de cine basado en su libro Un hombre futuro (mención de honor en el Premio de Novela Corta La Linares 2015) y terminar el “ajuste de cuentas” que le significó aquella novela con su padre.
La figura de su padre, Guillermo Carrión González, y su asesinato en 2014 le han dejado marcas tanto en lo personal como en lo literario. También el sur de Guayaquil, donde creció, la depresión, los viajes… Está orgulloso de no haber estudiado Literatura en la universidad y de no haber pisado jamás un taller de escritura, y sin embargo, es uno de los escritores ecuatorianos más reconocidos actualmente: solo en 2017 ganó el Premio LIPP de Novela (México), el Premio Casa de las Américas (Cuba) y fue finalista del Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador (España), sin contar reconocimientos de años anteriores.
A sus 40 años, y pese a todo lo conseguido, Carrión no se siente parte de ningún canon literario. Es un autor, digamos, poco convencional —y quizá por eso convenga entrevistarlo por medios poco convencionales—, capaz de pasar con naturalidad del registro poético al narrativo, de escribir una novela en tres semanas y ganar un premio.
Carrión está conectado al otro lado de una pantalla, al otro lado del charco, listo para contestar una llamada.
—Empecemos por el inicio, tu niñez en Guayaquil.
—Estudié en la escuela Abdón Calderón, que colinda con la Universidad Estatal, en la ciudadela Kennedy, así que parte de mis recuerdos infantiles es tener que salir de la escuela asfixiado por gases lacrimógenos, mientras la policía se daba con los estudiantes. En ese tiempo, mi madre ya estaba divorciada. Mi padre nos dejó cuando yo tenía dos o tres años. Entonces, mi hermana y yo siempre tuvimos la figura de mi madre, una abogada que estaba intentando salir adelante. Empecé a escribir desde que tenía ocho o nueve años. Hacía una especie de cómics. Me pasaba con eso hasta la madrugada y en la mañana lo grapaba y se lo llevaba a mi madre. Tuve la fortuna de que mi madre comprara libros y entré a ese refugio que para mí fue la lectura, a través de Mark Twain, Julio Verne y Emilio Salgari. La Abdón Calderón era una escuela sumamente religiosa, pero mi crecimiento estuvo más bien marcado porque vivíamos en el sur. No puedes vivir en el sur de una ciudad y no estar mirando hacia el norte, porque el progreso siempre se genera allí, a pesar de que al sur de Guayaquil está el puerto.
—¿Cómo te marcó el sur de Guayaquil en esos años?
—Evidentemente teníamos otro tipo de vida. Vivíamos en Las Acacias y luego en La Saiba, otra ciudadela del sur. Mi madre se casó, tuvo otro compromiso, otros hijos… Entrando en la adolescencia, empecé a hacer camaradería con gente del barrio, que tenía una vida muy distinta a la que vivía en el norte. No es que éramos chicos más liberales porque nuestros padres nos permitían hacer cosas, pero, por ejemplo, a los quince años nos fugábamos a los billares o teníamos cédulas falsas para entrar a discotecas. Además, en el sur uno siempre vive más hacia la calle. Eso me ayudó a vivir más, a conocer esa realidad. También me parece importante para mi formación que pude viajar y estudiar inglés unos meses en Inglaterra y después a Francia (al Campus Internacional de Cannes, fundado por el poeta Paul Valéry) y a México (con una beca para la escritura del poemario Los diarios sumergidos de Calibán). Eso me generó una idea de viaje, de movimiento, de ir grabando recuerdos y escribir.
—¿Es cierto que jamás pasaste por un taller de escritura?
—Como te conté, leía mucho y escribía desde niño. En el colegio hice una especie de cuentos que tengo guardados por ahí. Escribí también dos obras de teatro, una de ellas se montó en el colegio. Podía estar en la casa de un amigo viendo MTV (eran los años noventa) o lo que sea, pero siempre pensando en una historia o escribiendo. Lo que quiero decir es que la escritura siempre ha sido algo natural para mí, a pesar de que no tuve una educación literaria formal. Y, de hecho, me siento agradecido por eso, porque creo que cuando estudias literatura en la universidad muchas veces pasa que empiezas a editar antes de escribir y que, muchas veces, lo académico lastima la creatividad porque te impone cánones, reglas, formas de escritura. Si por algo me ha ido bien en la literatura es porque no tengo ese tipo de límites a la hora de escribir.
—¿En qué momento supiste que te dedicarías en serio a la escritura?
—A los diecisiete años hice un viaje a Cuba, a una clínica donde estuve internado con ataques severos de depresión, que por suerte ya no existen en mi vida desde hace unos siete años. En esos momentos de soledad, distanciado de la familia y de todo, me parece que es donde me puse a escribir con más seriedad. Pero fue también en Cuba donde entré en contacto con toda esa iconografía socialista y donde me sentí tocado por la identidad de mi padre. Luego, regresé a Guayaquil y fui a buscarlo al Palacio de Justicia, donde él era fiscal. No nos habíamos visto en muchos años y, cuando me vio, no me reconoció, pero conversamos e hicimos amistad. Mi padre fue un hombre de izquierda, que estuvo vinculado a Alfaro Vive Carajo y que siempre vivió en la Martha Roldós, una ciudadela humilde de Guayaquil. Mi madre creció económicamente. Cuando entré en contacto con mi padre también entré en contacto con sus amigos, con gente revolucionaria o como se la quiera llamar. De hecho, mi nombre, Ernesto, es producto de la admiración de mi padre por el Che Guevara… Cuando cumplí dieciocho años, yo pensaba que debía hacer algo útil con mi vida y quise ser periodista, por un sentido de servicio social. Por eso estudié Comunicación en la universidad. Leía a Jean-Paul Sartre y a Albert Camus, es decir, creía en todas esas cosas. Me puse la meta de leer tres libros por semana: uno de filosofía, uno de poesía y otro de narrativa. Luego, entré en contacto con una sensibilidad más literaria, que contrastaba con la sensibilidad de mi padre, y por suerte se impuso en mí la literatura.
—¿Tu padre fue asesinado?
—A mi padre le dieron escopolamina en un bar de travestis y transexuales que hay en la zona rosa de Guayaquil, en 2014. Le dio una sobredosis y mantuvieron su cuerpo tres días en un congelador. Fue una cosa espantosa, que apareció en todos los medios. Hubo un juicio. Se metió gente presa. El dueño de la discoteca al final salió libre. Fue una cosa… En mi novela Un hombre futuro no aparece eso, solo inicia con la muerte y el chico de diecisiete años que regresa de Cuba y quiere ver a su padre. Mi idea para esa novela fue ese viaje hacia la identidad del padre y la decepción de la ideología, que es algo muy necesario sobre todo ahora que vivimos en una etapa de falsas revoluciones.
—¿De ahí sale también esa visión tuya de la crónica roja, en tu novela sobre Medardo Ángel Silva, El día en que me faltes?
—Sí, definitivamente, tiene que ver. Pero la relación con mi padre tiene que ver también con mi deseo de tener una familia, de cuidar de mis hijos, con su visión de la izquierda por la que, de alguna manera, también estuve marcado… Me parece que mi madre es conservadora y que mi padre, aunque no crecí con él, fue más liberal. Sin embargo, a ambos les debo parcialmente la complejidad de mi pensamiento.
—¿Cómo fue tu paso de la poesía a la novela?
—He escrito quince libros de poesía. Trece forman parte de mi obra Ø, que se divide en tres tomos: La muerte de Caín (premio Jorge Carrera Andrade 2008), Los duelos de una cabeza sin mundo (publicado en 2012), 18 Scorpii: abiogénesis (publicado parcialmente y en fragmentos). Me dediqué a esos trece libros que forman Ø durante dieciséis años, entre 1998 y 2014. Fue un trabajo en el que me dejé la vida. Luego de terminarlo me dije: se acabó la poesía. Pero un día me levanté pensando en que no había escrito nada sobre la depresión y así salió Como un caracol nocturno en un rectángulo de hielo. Después pasó lo de mi padre y tuve que recurrir también a la poesía, que siempre me ha aliviado, y escribí Revoluciones cubanas en Marte. Lo que quiero decir es que esos últimos poemarios no debían existir pero existen, porque la poesía no se controla como sí pasa con la narrativa. Cuando hago novela, me viene una idea y me vuelvo esclavo de los personajes, de las situaciones, y empiezo a crear cosas. Hay que retroceder, pulir, no puede haber ni un tornillo suelto. En la poesía no eres dueño de nada. La poesía se apodera de ti, te utiliza como un objeto. Es así como sucede.
—A tus 40 años, has escrito quince libros de poesía y siete novelas. ¿Cómo funciona tu proceso de escritura?
—Escribo todo el tiempo. Casi siempre tengo ideas, cosas por hacer. Trabajo, casi siempre, dos o tres libros al año. No te podría decir que me pongo una fecha de entrega, simplemente paso dos o tres meses leyendo a full y luego escribo. Una novela, no te miento, me puede tomar tres semanas o un mes.
Un hombre futuro, de Ernesto Carrión, novela breve que a saltos recorre la vida íntima de E., un joven que, como todo joven, se inquieta por el cuerpo ajeno para así descubrir al propio, y por la vida de un padre que nunca fue padre pero que cuyo hijo clama que algún día lo sea…
Fuente: www.mysite.com
—Una novela en un mes…
—Por supuesto, Un hombre futuro la hice en tres semanas y El día en que faltes (Premio LIPP de Literatura 2017) en dos meses. Eso es lo máximo que puedo demorarme. De ahí, claro que puedo volver a corregir, a pulir, pero el tiempo en que escribo es ese. Hubo una novela que traté de demorarme en hacer, que fue Cursos de francés (ganadora del Premio Miguel Riofrío de Novela 2016), pero también la escribí muy rápido. Me gustaría ser un escritor que hace novelas más largas, que se demora dos años en un libro, pero no puedo ser lo que no soy.
—Cuando no estás escribiendo, ¿a qué te dedicas?
—En el Ecuador daba clases en la Universidad de las Artes en la mañana y, de esa forma, tenía las tardes para escribir. También escribo la columna Escritor Lector en la revista Cartón Piedra. Quise hacer esa columna porque tengo una visión un poco pesimista de lo que pasa en el país, y lo he dicho allí: no solo los académicos le hacen un daño a la literatura, porque no la dejan respirar ni llenarse de nueva sangre, sino que también hay una especie de clanes, que son los que legitiman a los autores. Es así de fácil: yo tengo siete novelas publicadas, de las cuales cinco tienen premios, pero nadie escribe sobre mis libros en el Ecuador porque no hago favores a nadie; sin embargo, mañana lanza una novela X persona y tiene varios comentarios de sus amigos en la prensa. El problema es que esas no son críticas reales, sino creadas por un amigo, que a su vez tiene otros amigos en las instituciones de cultura y en otros medios. Acepté la columna para poder ventilar esas cosas y porque me parece que hacía falta un espacio no académico, pues yo no tengo credenciales académicas en literatura, pero sí la experiencia de alguien que ha escrito novelas y poemarios, donde lo que prima es el libro y no ningún tipo de amistad.
Además de eso, con mi esposa tenemos el sello Fondo Animal Editores y soy fundador del Festival Desembarco Poético en Guayaquil. Cuando no trabajo, mi tiempo es familiar. Veo series de televisión, estoy con mi mujer y con mi hijo menor. Mi hija de mi primer matrimonio está en el Ecuador. Intento ser el padre que no tuve con ellos. También paso mucho tiempo leyendo. No soy una persona que practique deportes. Últimamente he estado pensando en volver a la guitarra. Estuve en una banda de rock que se llamaba Stand By en mi adolescencia en Guayaquil (segunda guitarra), y mi mujer me dice que por qué no vuelvo a tocar la guitarra para que me relaje y pare ese hámster en la cabeza cuando estoy escribiendo.
—Si en el Ecuador se maneja de esa manera la literatura y el mercado editorial es realmente pequeño, ¿qué te motiva a escribir?
—Escribo para que funcione para mí, pero es indudable que pienso también en un lector. Tengo la fortuna de tener lectores, de hecho, sé que mis novelas se venden porque publicamos dos de ellas en el sello que tenemos con mi esposa. En cuanto a poesía ha sido igual. Pero lo que me motiva no es vender libros. Una historia me motiva porque me soluciona algo. Todos mis libros están, de alguna manera, conectados. También los de poesía e incluso las columnas que escribo y también lo estarán mis guiones. Escribo porque esas historias detonan en mí y, una vez que las saco, siento alivio. Es como quitarse una piedra o un bulto y entonces puedo pasar a lo siguiente.
—Qué hay de tus proyectos: ¿este año lo dedicarás exclusivamente al guion de cine de Un hombre futuro?
—Tengo dos proyectos de novela y hay una productora que quiere que haga un guion con uno de mis libros, pero no quiero asegurártelo hasta firmar el contrato. La novela que ganó el premio en Cuba (Incendiamos las yeguas en la madrugada) ya está publicada allá y también la que ganó en México (El día en que me faltes), pero quiero buscarles una edición en el Ecuador. Y sí: este año me concentraré en la posibilidad de hacer guiones, porque sé que si me pongo a escribir otra cosa no voy a parar hasta que termine en dos meses y dejaría parado el máster y el guion de Un hombre futuro. No sé por qué creo que cuando tenga 50 años estaré escribiendo para teatro, pero antes quiero terminar ese ajuste de cuentas con mi padre que es el guion de Un hombre futuro, porque cuando él murió estábamos peleados y no pude cerrar ese círculo. Después de un poemario, tuve que hacer esa novela y ahora tengo el deseo de verla convertida en una película. Lo único que me queda de mi papá quiero verlo en un personaje en el cine.