Por Huilo Ruales.
Ilustración Miguel Andrade.
Edición 427 – diciembre 2017.
La madre de familia del departamento de Archivo era la Esthercita. Y no solamente por ser la más antigua, sino por su connatural sentido de la abnegación. Su escritorio era enfermería y botiquín, y apenas alguien tosía o tenía jaqueca, ella diagnosticaba el mal y suministraba el medicamento adecuado. Igualmente estaba presta cuando alguien tenía otro tipo de pesares, de tal manera que su rol de enfermera se estiraba hasta ser paño de lágrimas. Y de allí, no le quedaba sino un jeme al deleite chismográfico en el que era más oído que palabra e infundio. Era alta y seca, como una garza y, a través de sus 65 años, aún se entreveía una bella mujer ojiverdosa, de gestos lentos y refinados. Varias veces al día me visitaba en la trinchera, un rincón penumbroso de la enorme oficina poblada de 40 escritorios con sus respectivos mecanógrafos. Algo así como el oficinón de Brazil, de Gilliams. Pues, allí, al fondo del fondo, yo era una sombra detrás de esa especie de tanque de guerra que era mi majestuosa Remington. Apoyando sus huesudas nalgas en el borde de mi escritorio, la Esthercita, a su pedido, se deleitaba con mis andanzas juveniles, que algunas veces más bien eran ajenas aunque se las contara como propias, y otras veces eran propias y se las contaba como ajenas. No se diga algún pasaje divertido en la relación que tenía con la Beba, que así llamé siempre a mi madre. Tanto llegó a estimarme, que un domingo, casi sin darme cuenta, me encontré en su casa compartiendo la mesa de mantel largo, junto a su hermana, una viejita con aire de Miss Marple, y Beto, su hijo, un enorme y calvo cuarentón. Yo lo tenía al frente mientras comíamos y me resultaba casi imposible no imaginarlo con sombrero, terno a rayas, metralleta, integrando la asesina muchachada de Al Capone. Como sabía por la Esthercita que a su pequeño le encantaban las motos, llegué hecho una hoja de afeitar en cuanto al tema. Pero nada le conmovió durante el almuerzo, que consistió en un pollo al horno, ensalada y jugo de babaco, además de un tormentoso silencio atravesado de preguntas largas y respuestas monosilábicas. El pobre sudaba pepas, por estar compartiendo el almuerzo con un pichón de burócrata que trabajaba con su vieja madre. Yo sudaba pepas, por mi resaca y porque el pichón de gánster que tenía al frente no podía dejar de preguntarme con la vista qué chucha hacía yo comiendo en su casa. Hasta que la Estercita colocó el pastel de chocolate aspergeado de escarcha de coco en el centro de la mesa. Y mientras Miss Marple, afanosa y prolija, fue sembrando de velitas el pastel, la Esthercita sacó las uñas y se quitó el antifaz. ¿Sabes que este joven de veinte años ya está bregando en la vida? ¿Sabes que, además de funcionario, es profesor nocturno en un colegio? ¿Sabes que está en un taller de fotografía? ¿Sabes que es poeta? ¿Sabes que vela por su madre con quien vive? Aún no se encendía ni una sola de las 40 velitas, cuando el homenajeado se puso bruscamente de pie y, con pinta del recluta que se raya en Full Metal Jacket de Kubrick, levantó su silla hasta raspar el tumbado y la hizo astillas al estrellarla contra el piso, una vez y otra, contra la consola más cercana. Entonces sí, me clavó la vista haciendo rechinar sus dientes, se volteó, se bajó el pantalón y me gritó: ¡culéame, cabrón, solamente eso te falta!
En dos pasos salí del comedor y al instante se oyó el bramido furioso de la moto. Miss Marple, lívida, no dijo ni gracias y dando pasitos menudos se escabulló hacia el interior. En cambio, la Esthercita se derramó en soponcios y llanto, mientras me rogaba, me suplicaba, que no me fuera, que le permitiera pedirme disculpas hasta la eternidad.