Una era sin líderes

De los políticos poderosos del siglo XX el mundo pasó a la ausencia de conductores

La ausencia de liderazgo político en el siglo XXI es una verdad indiscutible. ¿Dónde están los líderes de este siglo?

—¡Qué duro fue este año!
—Muy duro. El peor de este siglo.
—Sí, el peor: estuvimos al borde de la guerra. Hubo mucha tensión.
—¡Y se sintió la ausencia de Angela Merkel…!

Un par de horas antes de la medianoche del 31 de diciembre, hora europea, dos diplomáticos de alto nivel (uno del Foreign Office británico y otro del Departamento de Estado de los Estados Unidos, según las versiones de medios internacionales de prensa) se despedían y recíprocamente se deseaban felicidades para el año nuevo, en su última llamada antes de cerrar sus oficinas para ir a reunirse con sus familias. Habían hablado muchas veces a lo largo de 2022, analizando casi cada día la situación internacional a partir de la invasión rusa de Ucrania, el 24 de febrero.

El 31 de diciembre su balance fue preciso: un año duro (“tough”), porque no sólo había estallado un conflicto armado en el oriente de Europa, sino que la tensión había escalado sin freno hasta arrastrar al planeta al borde de una tercera guerra mundial. Un peligro que no ha terminado y que golpeará con fuerza durante 2023.

Angela Merkel.
Angela Merkel. Ilustraciones: Shutterstock.

Ahora mismo, con el invierno del norte en sus semanas más severas, el corte del suministro del gas ruso está sintiéndose con severidad en millones de hogares europeos, mientras sus gobiernos siguen sin encontrar la forma de neutralizar con eficacia el uso por Rusia del arma del frío.

Pero, además de duro, 2022 fue el primero en muchos años en que faltó Angela Merkel. Y los diplomáticos de las grandes potencias occidentales lo sintieron. Al fin y al cabo, la canciller de Alemania fue desde 2005 la dirigente más esclarecida de Europa, tanto por su visión estratégica y su capacidad para forjar grandes consensos con sus aliados, como por su habilidad para mantener abierta la comunicación con los líderes de los países rivales, incluso con los más difíciles. Era conocido lo constante de su diálogo con Vladímir Putin (en lo que influía, por cierto, su dominio del idioma ruso).

Desde diciembre de 2021, cuando Merkel dejó el poder, Europa fue perdiendo su cohesión y profundizando sus desentendimientos. Emmanuel Macron, el presidente de Francia, procuró llenar el vacío en la conducción continental, pero sus buenas intenciones no bastaron. Y cuando comenzó la guerra en Ucrania, por el ímpetu imperial de Vladímir Putin, se sintió de inmediato la falta de un liderazgo europeo unificador, a pesar de que, desde la presidencia de los Estados Unidos, Joe Biden hizo esfuerzos significativos para restaurar la unidad occidental plena, que tanto había dañado Donald Trump.

¿El visionario Putin?

Cuando las tropas rusas entraron en Ucrania por varios frentes y su rápida victoria parecía inevitable, la imagen internacional de Vladímir Putin creció exponencialmente, en especial entre quienes admiran el ejercicio autoritario del poder y repudian las controversias y disputas propias de las democracias liberales. El presidente de Rusia fue visto, entonces, como un jefe esclarecido y resuelto, que cumplía sin vacilaciones su propósito de reestablecer el poder imperial que había tenido Rusia durante la existencia de la Unión Soviética, entre 1922 y 1991.

Vladímir Putin.
Vladímir Putin.

Más aún, Putin fue admirado por su comprensión, muchas veces admitida, de que el socialismo había fracasado y por su consiguiente decisión de restaurar el espacio geopolítico soviético sin insistir en un sistema fallido. Claro que, para esa expansión de su imagen internacional, Putin se valió de una ofensiva propagandística feroz, con una escandalosa reescritura de la historia, todo lo cual causó fascinaciones multitudinarias. Pero los desengaños llegaron pronto.

En efecto, a las pocas semanas de empezada la invasión, fue obvia la mediocridad de las tropas rusas, que, a pesar de su inmensa superioridad numérica y tecnológica sobre el desprovisto ejército ucraniano, acumuló derrota tras derrota. Los fracasos fueron tantos que, enardecidos, los mandos rusos instigaron al cometimiento de actos de guerra de una brutalidad pavorosa, que tampoco doblegaron la resistencia heroica de Ucrania. Peor aún, el prestigio de Putin bajó con una rapidez de vértigo por la constatación de lo desacertado de sus cálculos y lo desatinado de sus decisiones, al mismo tiempo que subía proporcionalmente el renombre mundial del presidente ucraniano, Volodímir Zelenski.

Líderes sin vuelo

Así, al empezar 2023, Zelenski es, tal vez, el líder mundial más renombrado, incluso más aclamado, lo que no sólo revela la admiración que despierta la valentía de Ucrania, sino que también desnuda la ausencia actual de grandes líderes internacionales, aquellos estadistas visionarios y resueltos capaces de ponerle su marca a toda una época de la historia. Angela Merkel fue la última. Y su ausencia se siente, como reconocían los dos diplomáticos en su llamada del 31 de diciembre.

El desafío de Putin, que causó el terremoto geopolítico que está cambiando el equilibrio del poder mundial, consiguió reunificar al Occidente para defender Ucrania y, sobre todo, para contener la expansión de Rusia. Fue un cambio de actitud, después de una cadena de desentendimientos. Quien canalizó ese cambio fue, sin duda, el presidente Joe Biden, que se plantó con firmeza e instigó a sus pares de las democracias liberales a no dar ni un paso atrás. Y lo logró. Pero ese logro se debió más al poderío estadounidense que a sus destrezas como líder.

Y es que en agosto de 2021, medio año antes de la invasión de Ucrania, Biden cayó en errores de juicio inexplicables en su reacción frente a la arremetida final de los talibanes, lo que derivó en una desbandada caótica del gobierno de Afganistán y en una salida en estampida de las fuerza americanas, lo que reforzó la creencia de que los Estados Unidos es una potencia declinante. Y si bien Biden tiene el mérito innegable de haber corregido el rumbo errático de la política internacional de su país en los años de Trump, su edad y sus vacilaciones impiden que sea, con autoridad, el líder mundial de las democracias liberales.

Lo preocupante es que no hay quién lo sea: ninguna otra potencia occidental tiene el poderío necesario para que su gobernante sea el líder máximo de la democracia liberal. “Alemania es demasiado grande para Europa, pero demasiado chica para el mundo”, según resumió Henry Kissinger con su sabiduría inapelable. La importancia de Merkel fue haber unido detrás de sí a Europa, lo que le dio peso planetario. Pero ni su sucesor, Olaf Scholz, ni Macron, ni ningún otro dirigente europeo tiene el alcance de los grandes estadistas del siglo XX. Volodímir Zelenski es, por su realidad, el de mayor enjundia.

Líderes mayúsculos

El anterior fue, sin duda, un siglo de líderes mayúsculos. Para bien o para mal. El actual está siendo un siglo opaco, en el que los gobernantes de los países centrales están amontonados en una franja intermedia entre el estadista sobrio y el dirigente de corto vuelo. No es el caso del mundo subdesarrollado, de África a América Latina, repleto de políticos populistas y deshonestos, sin visión histórica ni convicción democrática, que están tomando el poder resueltos a quedarse para siempre al frente de pueblos engañados y amansados. Como Teodoro Obiang en Guinea Ecuatorial, Daniel Ortega en Nicaragua, y muchos más como ellos, que marcarán a sus países durante varias generaciones.

Kim Jong-un.
Kim Jong-un.

En China, la gran potencia en ascenso, el rumbo futurista de su economía y de su tecnología está chocando en los años recientes con el afán de su gobernante actual, Xi Jinping, por volver al pasado para restaurar en su torno el poder absoluto y perpetuo que tuvo el fundador de la República Popular, Mao Tse Tung. La reimplantación del maoísmo, un régimen que cayó en los excesos y los fanatismos más violentos, no sólo implica liquidar la apertura iniciada en 1978, sino que también demuestra que Xi está anteponiendo sus ansias de poder a la conveniencia de un país al que la modernización emprendida por Deng Xiaoping le dio la prosperidad y el ímpetu actuales.

Deng y Mao son ejemplos claros de los líderes potentes del siglo XX. Para bien o para mal. Ocurrió, sobre todo, en las primeras décadas tras el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando fueron construidos y reconstruidos países e instituciones. Fueron los años de Winston Churchill, Franklin Roosevelt, Charles De Gaulle, Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi, David Ben Gurión, Mohandas Gandhi, Jawaharlal Nehru, Gamal Abdel Nasser, Sukarno, Tito, Indira Gandhi, Golda Meir, Anwar el-Sadat, Julius Nyerere, Ho Chi Minh… Incluso de Kim Il-sung. Después vinieron Pol Pot y Fidel Castro.

Grandes nombres

Antes, en la primera mitad del siglo XX, el mundo fue moldeado por Lenin, Stalin, Hitler, Mussolini, Guillermo II de Alemania, Francisco José I de Austria-Hungría, Mehmed V del Imperio Otomano, Víctor Manuel III de Italia, Nicolás II de Rusia, Woodrow Wilson, Raymond Poincaré, Elefthérios Venizélos, Chiang Kai-shek, Hirohito, Mustafá Kemal Atatürk… Para bien o para mal. Y en los años finales del siglo, en plena Guerra Fría o tras su final, los líderes fueron Margaret Thatcher, Ronald Reagan, Helmut Kohl, Francois Mitterrand, Mikail Gorbachov, Lech Walesa, Václav Havel, Nelson Mandela. Incluso, y de manera decisiva, Juan Pablo II.

Todos estos nombres, y varios más que se escapan de este recuento rápido, ¿tienen pares en este siglo? Angela Merkel, sin duda, y también Vladímir Putin por lo que está causando. Tal vez, por el peligro planetario que representa, el déspota norcoreano Kim Jong-un. Barack Obama aportó frescura a la gran potencia americana, pero su legado quedó disminuido por la irrupción ciclónica de Donald Trump, cuyo ejercicio caótico y tormentoso del poder se sintió en todo el planeta.

Trump es, precisamente, el arquetipo de los líderes políticos actuales: bulliciosos, locuaces, sagaces, carismáticos, más hábiles con las palabras que con las ideas, preocupados más por la imagen que por el contenido, codiciosos, escasos de escrúpulos, convencidos de su propia perfección y con aires redentores. Son la quinta esencia del populista que moviliza a las masas y las mantiene en estado de agitación constante, que adopta posiciones radicales para conseguir lealtades combativas, que quiere todo el poder en sus manos, que ataca sin piedad a sus opositores y críticos, que se inventa enemigos para conseguir una crispación social a su favor y que hace del culto a su personalidad una forma de gobierno.

Populistas, narcisistas

Donald Trump y Xi Jinping.

Esa política populista y narcisista está difundiéndose arrolladoramente este siglo, que cuando empezó, en ese ya lejano 1° de enero de 2001, pareció que sería una época de sosiego y progreso, sin las guerras terribles y las carnicerías espantosas del siglo XX, el más sangriento de la historia. Pero el siglo XXI está siendo copado cada año más por esos nuevos líderes que repudian la democracia liberal y la suprimen, porque es un sistema que tiene pesos y contrapesos, que le pone límites al poder, que fija plazos y renovaciones, que acepta y estimula la multiplicidad de opiniones y que cree en sociedades activas e informadas que dependen de sí mismas y no de caudillos iluminados y redentores.

A pesar de lo efímero que fue su gobierno, Trump —por el poderío de su país— es el más visible de esos líderes populistas y narcisistas. Él no arrasó la democracia gracias a la fuerza y la raigambre de las instituciones estadounidenses. Israel, por su solidez democrática, está resistiendo los empeños concentradores de Benjamín Netanyahu. Y, por el mismo motivo, la India todavía aguanta la jefatura personalista de Narendra Modi. Ese también podría ser el caso de Vietnam, con Nguyen Phú Trong. Pero otros países están sufriendo una desinstitucionalización sistemática, aunque a velocidades diferentes, por la megalomanía de sus dirigentes. Putin y Xi no son los únicos.

Ahí están, entre otros, Recep Tayyip Erdogán en Turquía, Aleksandr Lukashenko en Bielorrusia, Alí Khamenéi en Irán, Bashar al-Asad en Siria, Abdelfatah el-Sisi en Egipto, la mayoría de los monarcas árabes, Víktor Orbán en Hungría, Milo Dukanovic en Montenegro, Sheikh Hasina en Bangladesh, una larga colección de jefes tribales africanos y, también, los caudillos latinoamericanos del llamado socialismo del siglo 21, además de otros gobernantes con ideología aún indefinible, como el salvadoreño Nayib Bukele. Enemigos, todos ellos (y otros, ausentes de esta lista), de la democracia liberal, al igual que los políticos en alza de la extrema derecha europea.

En definitiva, los nombres mayúsculos del siglo XX no están repitiéndose en este siglo. Faltan, es evidente, los conductores visionarios y poderosos que marcan su era y le ponen su sello. ¿Será, acaso, que los tiempos actuales, con el vértigo de la tecnología y la omnipresencia de las redes, no están hechos para los grandes políticos ni para las ideas sólidas, sino tan sólo para los demagogos de imagen pulida, hábiles para los lemas sonoros y las frases huecas? ¿O será, tal vez, que las multitudes se acostumbraron a los mensajes de impacto, cortos pero vacíos, de la comunicación contemporánea? ¿O será, tan sólo, que los trastornos propios de los cambios de época (y el inicio del tercer milenio fue un cambio de época) tienen todavía al siglo XXI desajustado y sin rumbo, por lo que los grandes conductores ya surgirán? Quién sabe. Habrá que darle tiempo al tiempo.

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