
A los doscientos años de la entrevista de Bolívar y San Martín, es bueno saber que no fue ningún misterio la abrupta decisión de este último de abandonarlo todo y retornar a la vida privada. Tampoco lo fue la incorporación de Guayaquil a la Gran Colombia.
El 26 y 27 de julio de 1822 se reunieron en Guayaquil los dos máximos libertadores de Sudamérica: el general José de San Martín, libertador de Argentina y Chile y protector del Perú, y el general Simón Bolívar, libertador y presidente de Colombia (que incluía en ese momento las actuales repúblicas de Venezuela, Panamá, Colombia y las provincias de Quito y Cuenca, pero no la de Guayaquil).
Se trató, sin duda, de un importante hecho histórico del que se siguieron en el tiempo dos desarrollos que la historiografía más liviana cree que fueron consecuencia de la entrevista. El primero lo sucedido con San Martín, quien cedió por completo la iniciativa de la guerra a Bolívar; retornó a Lima, renunció al Gobierno del Perú (20 de septiembre de 1822) y volvió a su casa en Mendoza, Argentina (enero de 1823). Un año después quedó viudo y emigró a Europa, donde murió en 1850.
El segundo de esos hechos fue la incorporación de Guayaquil a la Gran Colombia, producida pocos días después, el 31 de julio de 1822, que algunos historiadores militantes del regionalismo adjudicaron hace unos años, en una “Historia de Guayaquil”, a una imposición de Bolívar.
Aclárese, para comenzar por este tema, que Bolívar no tomó Guayaquil por la fuerza. Todo lo contrario: su llegada al puerto fue una fiesta.
A las cinco de la tarde del 11 de julio de 1822, arribó a esa ciudad. Salieron a recibirle en numerosas embarcaciones delegados del gobierno y del cabildo guayaquileño, de la propia legación del Perú, que ya había en el puerto, así como personas particulares, comerciantes y marinos. Según un periódico de la época, “apenas se divisó la falúa que conducía al Libertador, empezó la salva general de la marina que anunció al pueblo su venida.
Toda la ciudad se puso en movimiento y corrió ansiosa al puerto del desembarco. Las calles y balcones estaban ocupados de una multitud ansiosa de conocerle y de ver su grande alma en los marciales rasgos de su semblante” (Gaceta de Colombia, n.o 46, 1 de septiembre de 1822).
Bolívar desembarcó por una elegante portada que se había construido en el malecón y recorrió, entre vítores populares, en medio de una calle de honor que le hizo la tropa formada a ambos lados y, a través de arcos de triunfo, hasta “el palacio que debía ocupar Su Excelencia”. Uno de los arcos mejor arreglados decía “A Simón Bolívar Libertador Presidente de la República de Colombia, el Pueblo de Guayaquil”. Otro rezaba “A Simón Bolívar, el Rayo de la Guerra, el Iris de la Paz, el Pueblo de Guayaquil”. No parece aquello una “usurpación” como decía aquel texto difundido hace más de una década por la administración socialcristiana del Municipio de Guayaquil como historia “oficial” de la ciudad.
Dado el entusiasmo del pueblo, a Bolívar le tomó una hora recorrer las pocas cuadras desde el embarcadero a su residencia, adonde entró “acompañado de la junta de gobierno, de todas las corporaciones y de los vecinos de ella, y aunque en el ceremonial que se publicó estaba mandado que las demostraciones se reservasen para un día después”, hubo profusión de discursos que expresaban el entusiasmo y admiración que se sentía por el Libertador.
El procurador del Municipio de Guayaquil, tras alabar los triunfos de Bolívar “desde las orillas del Atlántico hasta las riberas del Pacífico”, recordó la independencia de Guayaquil y agradeció el auxilio de Colombia, lo calificó de “ángel de la paz” y declaró que su visita llenaba de gloria a la ciudad. Bolívar replicó con gracia esa y otras intervenciones que se le hicieron. Más tarde revisó la cantidad de esquelas y tarjetas que le entregaron, como la de la propia municipalidad, firmada por todos los miembros del cabildo, y ordenó a su secretario responderlas.
No puede desconocerse que había divisiones entre los “notables” de Guayaquil: unos eran partidarios de la anexión al Perú, otros preferían que su provincia se uniese a Colombia y unos terceros se aferraban a la quimera de que se conservase autónoma e independiente. El historiador guayaquileño Camilo Destruge dice que cada partido incluso hacía desfiles propios para promover su causa. Pero, a las pocas horas de llegado Bolívar, los partidarios colombianos y el procurador municipal ya le habían solicitado la incorporación a Colombia.
En efecto, la Gaceta de Colombia (en el mismo n.° 46) reproduce una “Representación de las cabezas de familia de la ciudad de Guayaquil”, firmada por 227 padres de familia, entregada el 12 de julio al cabildo de Guayaquil, en que recuerdan que ya el 31 de agosto del año anterior (1821) se votó en cabildo abierto por la incorporación a Colombia, en acto al que fue invitado el general Antonio José de Sucre, y que ello había sido ratificado el día anterior con la “gloriosa entrada de S. E. el Libertador presidente, victoriada (por vitoreada) por toda la capital que proclamaba con entusiasmo a Guayaquil incorporada a Colombia”. Argumentaban que como la mayoría de los pueblos de la provincia y la propia Guayaquil están “a favor de la agregación”, no debía demorarse más “su proclamación solemne”.
Bolívar, sin embargo, no quiso aparecer forzando la voluntad de los guayaquileños. Dos días después de su llegada, el 13 de julio, emitió una proclama, recordando que Guayaquil se hallaba en una situación ambigua y absurda, y que Colombia ofrecía a esta provincia “justicia y orden, paz y gloria”. Y que, aunque consideraba que los guayaquileños son “colombianos de corazón”, deseaba que se produjera una consulta libre “para que no se diga que no hay un colombiano que no ame sus santas leyes”.

Se hizo dicha consulta, como se estilaba entonces: no con voto popular directo en urnas, sino mediante asamblea con delegados elegidos en cada pueblo y ciudad de la provincia, que entonces incluía las actuales Manabí, Santa Elena, Guayas y Los Ríos. Por fin, la “asamblea electoral” se reunió el 31 de julio y resolvió la incorporación a Colombia.
Para entonces los partidos y pueblos de Guayaquil, en sendas asambleas, se habían pronunciado en el mismo sentido: Montecristi y Charapotó el 5 de julio, Portoviejo el 7, Jipijapa y Canoa el 8, Palenque el 9, Estero de Vinces y Chone el 10, Samborondón y Chongón el 12, Babahoyo el 13, Santa Lucía y Daule el 14, Yaguachi el 15 (El Patriota de Guayaquil, 24 de julio).
En conclusión, Bolívar no dio un golpe de mano ni forzó nada: hubo una oleada de opinión favorable a la anexión a Colombia, igual que en Quito y Cuenca previamente. La anexión tampoco fue consecuencia de la entrevista entre Bolívar y San Martín.
¿Y qué pasó con San Martín?
Los ejércitos monárquicos aún no habían sido derrotados en Perú y se estaban reorganizando. El historiador argentino Felipe Pigna en su libro Los mitos de la historia argentina 2 (Buenos Aires, Planeta, 2005), al tratar este tema, destaca que incluso en Lima se estaban insubordinando tropas. Por diferencias políticas con San Martín y en reclamo de sueldos atrasados, Thomas Cochrane —llamado por San Martín “el Lord Filibustero”— se retiró de Lima con la escuadra y una importante suma de los caudales públicos. Como si esto fuera poco, comenzaban a advertirse signos de descontento entre la población, que no estaba de acuerdo con las ideas monárquicas de San Martín.
Por supuesto que San Martín había ambicionado unir a Guayaquil con Perú. Incluso lo había intentado él mismo por mar, en una expedición que tuvo que virar en redondo por la presencia o, más bien, el temor de una flota española. Y también había querido desviar a Guayaquil las tropas que envió en apoyo de Sucre, lo que había fracasado por la oposición del propio comandante Andrés de Santa Cruz y la resuelta acción de Sucre. Si esa ambición no había dado resultados antes, ahora con su debilidad manifiesta, no tenía posibilidad alguna de fructificar.
Pero quien acabó de hundir a San Martín no fue Bolívar: fue Bernardino Rivadavia, viejo enemigo suyo y jefe del Gobierno de Buenos Aires, al que San Martín pidió ayuda para continuar la guerra en Perú. Aunque algunos gobernadores de provincias mostraron disposición a colaborar, Rivadavia, “el único en condiciones de financiar la operación”, le negó toda clase de apoyo. A San Martín solo le quedaba un recurso: unir sus fuerzas con las del otro libertador, Simón Bolívar.
Por eso, San Martín tenía cifrada sus esperanzas en la reunión cumbre. En vísperas de Guayaquil, al delegar el mando del gobierno peruano, expresó: “voy a encontrar en Guayaquil al libertador de Colombia; los intereses generales de ambos Estados, la enérgica terminación de la guerra que sostenemos y la estabilidad del destino a que con rapidez se acerca la América, hacen nuestra entrevista necesaria”.
A su vez, Guayaquil vivió otra fiesta con la llegada de San Martín: la goleta Macedonia que le conducía fondeó en Puná la mañana del 25 de julio. Bolívar mandó a tres de sus edecanes para que le dieran la bienvenida y arreglaran la hora de su entrada a Guayaquil. A la mañana siguiente, el propio Bolívar salió a recibirle en una embarcación ría abajo y juntos pisaron tierra en Guayaquil, en medio de las salvas de los buques y la artillería del puerto.
El pueblo se colocó “en la carrera que debía seguir S. E. el Protector, ocupando cuantos lugares podían descubrir y victoriando incesantemente al Libertador de Chile y el Perú” (GC, n.° 47, 8-09, 1822). Luego las corporaciones “y los notables felicitaron a S. E. el Protector en su palacio”. A cada uno de estos discursos respondió San Martín.
Como dice la Gaceta de Colombia, “SS. EE. el Protector y el Libertador han sido inseparables desde el momento en que se vieron; advirtiéndose en ellos el mutuo placer y cordialidad que tan ardientemente los anima”. El primer día Bolívar almorzó en el “palacio” de San Martín y al día siguiente este en el de aquel. “Las conferencias que han tenido SS. EE. han sido largas y casi continuas”.
¿De qué conversaron? Nadie lo sabe, pero había dos temas insoslayables: la conducción de la guerra y la conducción de la política. Sobre el primero, es claro que San Martín no podía conducir un ejército que no tenía financiamiento: Rivadavia, para entonces hombre fuerte de Buenos Aires, había dado por concluida la campaña libertadora, y según Pigna “había tomado la férrea decisión de destruir a San Martín, abandonándolo y quitándole toda capacidad de negociación y todo apoyo militar para terminar su gloriosa campaña”.
En tal situación, abandonado a su suerte, traicionado por su propio país, con el mando debilitado en Lima, ¿qué de misterioso tiene que pidiese a Bolívar conducir la guerra? Este, por su parte, le dijo que lo haría pero que sería imposible tener de subordinado a un hombre de la capacidad, méritos y experiencia de San Martín. Este lo entendió, y también entendió que se había quedado sin alternativas y tuvo que tomar la drástica decisión de retirarse de todos sus cargos, dejar sus tropas a Bolívar y regresar a su país.
Las diferencias políticas entre los dos libertadores eran muy grandes, pero lo más probable es que no las debatieron, al menos no a fondo: ¿por qué habría de empeñarse San Martín en la monarquía si no iba a tener la conducción militar? Algo le habrá conversado a Bolívar sobre el peligro de la anarquía en Perú, sobre las dificultades que estaba enfrentando, pero nada más.
Así que el misterio del que se ha querido rodear a la entrevista queda disipado. La situación, por supuesto, deprimió a San Martín, que no podía ver culminada su obra, como lo manifestó en algunas cartas. Tras la entrevista de Guayaquil, regresó a Lima, renunció a su cargo de protector del Perú y partió a Chile, donde permaneció hasta enero de 1823, cuando se trasladó a Mendoza.
Desde allí pidió autorización para entrar en Buenos Aires y ver a su esposa que estaba gravemente enferma. Pero Rivadavia le negó el permiso, argumentando que no estaban dadas las condiciones de seguridad para que entrase a la ciudad: no hay duda de que temía que San Martín pudiese armar una revolución.
Al agravarse su esposa, decidió ir a Buenos Aires aún sin permiso, pero llegó tarde: ella había muerto. La enterró en el Cementerio del Norte y en su tumba hizo colocar una lápida de mármol en la que grabó su frase imperecedera: “Aquí descansa Remedios de Escalada, esposa y amiga del general San Martín”. Difamado y amenazado por el gobierno unitario, no aguantó más y decidió abandonar América en compañía de su pequeña hija Mercedes, rumbo a Europa.