Iñigo Salvador, el procurador que escribía novelas

Fotografía: Juan Reyes.

Cuando se revisa el perfil de Íñigo Salvador Crespo (Quito, 1960) salta a la vista que es digno hijo de su padre, Jorge Salvador Lara, quien fuera un destacado político conservador, diplomático, abogado, historiador y profesor universitario.

Menos político y más abogado, Íñigo Salvador fue hasta hace poco procurador del Estado y miembro del Comité Jurídico Interamericano; ahora es magistrado del Tribunal de Justicia de la Comunidad Andina.
Tocayo del fundador de la Compañía de Jesús, siempre estuvo vinculado a la Facultad de Derecho de la PUCE, como estudiante, profesor y decano. Obtuvo también una maestría en Relaciones Internacionales en la Universidad Andina Simón Bolívar, ya grandecito, en 2010, porque nunca ha dejado de estudiar. Y lo hace en cuatro lenguas.

Cursó la secundaria en la Academia Militar Ecuador donde le agarró el gusto a las historias de guerra, pero nunca pensó en seguir la carrera de las armas. Lo que siguió y narró, medio siglo después, fue la campaña independentista del general Sucre que consta en su flamante novela 1822.

Como único hijo varón (un hermano murió trágicamente cuando Íñigo estaba recién nacido) dice que sí, que fue un poco mimado. Confiesa también que, a pesar de su ambientalismo, nunca dejaron de gustarle los toros. Y que casi se convierte en arquitecto por amor al arte.

—Me cuentan que de adolescente ibas más bien para pintor que para abogado.

—(Ríe). ¿Cómo te enteraste de eso?… Soy bien hábil como dibujante y soy acuarelista aficionado. Después de graduarme de bachiller, un poco para separarme de una novia con la que íbamos demasiado rápido, me mandaron a Londres, donde estaba mi hermana casada con Emilio Izquierdo, diplomático. Aparte de aprender inglés, que me cambió la vida, tomé cursos de pintura, de acuarela, de óleo.

Cuando volví, me inscribí, no podía matricularme todavía, en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central porque pensaba que me permitiría desarrollar mi vocación artística y vivir de algo. Pero las cosas ocurren de maneras insospechadas. La facultad se abría meses después, me llamaron a acuartelamiento y no tenía matrícula que mostrar para intentar no ir. Solo estaba abierto ese rato Derecho en la Católica y comencé las clases y ya no me pasé a Arquitectura.

—Se aplica eso de que Dios escribe recto con renglones torcidos.

—¡Definitivamente!

—Eres estudiante, había crisis dentro de la Compañía de Jesús, había grupos de izquierda y derecha en la facultad. ¿Qué posición tomaste tú?

—Fui parte de un movimiento que reivindicaba la naturaleza católica de la universidad.

—Tus hermanas resultaron más rebeldes. Tu papá me contaba que se afiliaron al MIR para rebelarse contra el padre.

—Mi hermana mayor y yo somos de derecha, con mucho de la doctrina social de la Iglesia, pero me reconozco de derecha.

—¿Por qué ingresaste a la carrera diplomática?

—Porque tenía y tengo una muy buena relación con mi cuñado Emilio Izquierdo. Vi cómo vivía él en Inglaterra. El hecho de que mi papá había sido canciller también influyó, y un día decidí participar en un concurso y a partir de ahí hice una carrera de quince años en el servicio exterior.

—¿Fuiste a Ginebra a finales del Gobierno de Febres Cordero?

—Llegué en enero de 1988. Estuve en la Misión Permanente y pasé en comisión de servicio a una de Naciones Unidas, encargada de indemnizar a las víctimas de la invasión de Iraq a Kuwait en 1991.

—¿En qué consistía tu trabajo?

—Las víctimas eran personas comunes y corrientes, eran empresas y eran también los Estados. Yo me ocupé de las personas que tuvieron que abandonar sus puestos de trabajo y dejar todas sus pertenencias.

—¿Con qué dinero se pagaba?

—Luego de que Iraq fue derrotado por la coalición aliada, el Consejo de Seguridad decretó el embargo de sus ingresos petroleros. De allí se separaba un dinero para las indemnizaciones. A más de un millón de personas se les pagó una suma fija, que podía ser entre mil quinientos y tres mil dólares.

—¿En los años de ese trabajo llegaste a entender algo del conflicto del Medio Oriente, que nadie entiende del todo?

—Sí, muchísimo. Desde que entré a la Cancillería tuve que familiarizarme con eso. El conflicto que gira en torno a la creación del Estado de Israel tiene un montón de vicisitudes. ¿Y quién se hubiera imaginado que Iraq iba a invadir Kuwait?

—Muchos cuestionan que Occidente quiera imponer la democracia y los derechos humanos en un mundo que tiene otra cultura.

—Hay derechos humanos fundamentales que tienen que ser respetados con prescindencia de las diferentes idiosincrasias y valores culturales de los Estados.

El poder corroe a la justicia

—¿Qué te llevó a dejar la carrera diplomática?

—Durante los años que estuve en el servicio exterior nacieron mis tres hijos en Ginebra, no tienen la nacionalidad suiza porque la Convención de Viena sobre relaciones diplomáticas lo impide.

Pero los hijos de diplomáticos son, se puede hacer una generalización, un poco desarraigados, las familias se desintegran fácilmente. No estábamos todavía en la época de la gran globalización y no quería vivir la posibilidad de que mis hijos se criaran desarraigados, quería estar en el momento de la muerte de mis padres, quería que mis hijos gocen de sus abuelos. Así que tomé la decisión de dejar el servicio exterior y entré a trabajar con Yolanda Kakabadse en la Fundación Futuro Latinoamericano.

Jorge Salvador Lara, su esposa Teresa Crespo y sus hijos mayores: María Isabel, Teresita e Íñigo. Quito, 1965. Fotografía: Cortesía.

—¿A qué se dedicaba la fundación? ¿Qué hacías tú ahí?

—Era jefe de proyectos. La fundación brindaba asistencia técnica a los Gobiernos de la región latinoamericana en temas vinculados con el desarrollo sostenible: cambio climático, biodiversidad, algunos otros sobre las grandes convenciones de las Naciones Unidas sobre el ambiente.
Estuve poco tiempo con la Yolanda porque pasé a trabajar en Pro Justicia, que era un proyecto del Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo para la reforma judicial, y de ahí pasé a trabajar con mi primo Rodrigo Crespo, ya como abogado, en el libre ejercicio de la profesión.

—¿Se logró algo con Pro Justicia? Porque la justicia en el Ecuador no puede estar peor.

—Pro Justicia fue el primer intento de una reforma judicial seria. Pero no estuve más de cuatro o cinco meses, tuve un lío con el doctor Carlos Solórzano Constatine, que quiso utilizar políticamente el proyecto, yo me le planté y me botó.

—¿Ya estaba Gustavo Jalkh?

—Gustavo Jalkh trabajaba en aquella época en otra oenegé con una señora que se llama Valeria Merino.

—¿Cuándo entró a Pro Justicia?

—Varios años después. Cuando subió Correa al poder, lo designó como su primer ministro de Justicia e hizo que el proyecto Pro Justicia pase a ser del Ministerio de Justicia. Entonces dejó de ser un proyecto de reforma judicial y se volvió un ministerio más del Gobierno correísta.
En ese momento se desnaturalizó y es la razón por la cual la reforma judicial no ha tenido éxito en nuestro país, porque la justicia pasó a ser un instrumento de ese gran proyecto autoritario de Rafael Correa.

—¿Cuándo empezaste a dar clases en la Universidad Católica?

—Casi enseguida de regresar de Europa. Enseñé materias relativas al derecho internacional, hasta que mi padre dejó la cátedra de derecho internacional y la ocupé yo, varios años más tarde.
Obviamente, vivía de mi ejercicio profesional, la cátedra en esa época no rendía económicamente.

—Tengo anotado que luego participaste en la renovación de la Corte Nacional de Justicia.

—Esto fue en el año 2017; en la última renovación de la Corte entraron Iván Saquicela y algunos de los actuales jueces de la Corte Nacional de Justicia.

Brigadier en Academia Militar Ecuador,
1978. Fotografía: Cortesía

—Ya, pero fue una renovación para peor, entonces.

—Yo te puedo decir que fue un proceso bastante limpio. Lo que nos correspondía a los miembros del comité de expertos era preparar los cuestionarios que tenían que responder los postulantes, calificar esos cuestionarios y hacer la evaluación general de los méritos documentales, etc., que tenían que presentar ellos. Eso lo presentábamos al Consejo de la Judicatura que finalmente tomaba la decisión de quiénes entraban.

Pero tú sabes que la gente cambia con el tiempo; el ejercicio de la judicatura entraña poder, no en vano se llama el Poder Judicial, es una de las manifestaciones del poder del Estado. Hay los que optan por la vertiente política de ese poder, creería que el actual presidente de la Corte es uno de ellos, pero hay otros que son jueces rectos, probos, que están dedicados a administrar justicia. Conozco decenas de jueces de la Corte Nacional de Justicia, y también de las instancias inferiores, que son gente proba.

¿Dónde está la plata?

—¿Por qué no se puede recuperar el dinero?

—La Procuraduría General del Estado está recuperando lo que se puede recuperar aquí, ahora están embargados todos los bienes que estos señores tenían a su nombre aquí en el Ecuador.

—Pero esa es la mínima parte.

—Termina siendo la mínima parte. ¿Qué ocurre con el resto? Bueno, estos delincuentes no nacieron ayer, lo primero que hicieron fue sacar esa plata del país y ahí es cuando la cosa se pone complicada por varios motivos.

Primero, porque es difícil ubicar el dinero; segundo, porque suponiendo que se llegase a ubicar ese dinero, hay que iniciar procesos judiciales o conversaciones con los Estados para recuperarlo y en muchos casos hay terceras personas que de buena fe han intervenido, qué sé yo, vendiendo casas, en los procesos de lavado de activos, va uno de estos señores o un testaferro a lavar ese dinero y compra terrenos en Estados Unidos o en Europa, y los que los venden se oponen a que esos dineros les sean quitados y que los bienes no les sean devueltos. La cosa es complicada.

Pero creo que lo que se hizo durante esta administración de la Procuraduría en ese ámbito es algo que no tiene precedentes en el Ecuador: que el Estado ecuatoriano haya presentado acusaciones particulares en todos estos procesos.

—¿Y qué pasa con el juicio de la Chevron?

—El caso de Chevron está ya por terminar. Recuerda que, cuando me hice cargo de la Procuraduría, al mes salió el laudo diciendo que el Ecuador tenía que pagar una indemnización a la compañía Chevron por haber permitido que la justicia ecuatoriana emitiera un fallo fraudulento en su contra.

A mí me tocó hacer la defensa en la última fase del arbitraje, que era el tema de cuánto tiene que pagar el Estado ecuatoriano. Ese último laudo saldrá probablemente en los próximos meses y entonces se verá si el trabajo que yo hice fue bueno, mediocre o malo, en función de cuánto de esa pretensión de la compañía Chevron, que son dos mil millones de dólares, el tribunal arbitral va a conceder.

Porque el hecho de que el Ecuador tiene que pagar ya estaba zanjado cuando me hice cargo de la Procuraduría. La defensa de ese tema la hizo el Gobierno de Correa con el doctor Diego García a la cabeza.

—¿Cuánto pesó en la actitud de la Chevron la campaña de la mano sucia?

—En el encarnizamiento contra el Ecuador y en el monto de sus pretensiones fue determinante. Por eso, lo primero que le recomendé al presidente Moreno cuando me hice cargo de la defensa de ese caso es “vamos a bajar por completo el volumen, esto tenemos que tratarlo en términos estrictamente jurídicos”. Y así es cómo se ha dado la pelea.

Creo que Rafael Correa no es ningún tonto. Él vio en eso un caballo de batalla formidable, no para salir por los fueros de las personas que habían sido perjudicadas en la Amazonía con la contaminación de Texaco Chevron, sino para salir por sus propios fueros, o sea, para hacerse el adalid de la lucha contra las transnacionales contaminadoras.

Todo lo que hacía Rafael Correa era en función de potenciar su figura como líder regional, a toda costa.

—Y en el caso de Angostura, ¿qué te pareció el argumento de Colombia, de que tenían derecho a intervenir porque era un grupo armado que atacaba al Estado colombiano?

—Desde el punto de vista del derecho internacional, no tenían la razón, eso fue una violación a la soberanía del Ecuador.

Pero el argumento en el que sí tenían razón era que, si hubieran notificado al Estado ecuatoriano que fuerzas subversivas colombianas se encontraban en territorio ecuatoriano, el Gobierno ecuatoriano les habría avisado a los guerrilleros y estos habrían huido. Eso lo acaba de decir el exvicepresidente Francisco Santos hace pocas semanas.

Ahí primó la conveniencia política sobre el derecho internacional. Al final los colombianos tuvieron que pedir disculpas y se superó ese impase.

—Esa es la política de los faits accomplis: haces la cosa y luego pides disculpas.

—Como decimos aquí, morochamente: más vale pedir perdón que pedir permiso.

Los héroes envejecen rápido

—Vamos a la literatura, que es otro de tus oficios.

—Un oficio con el que me encuentro tarde en la vida porque mi primera novela la publiqué a los 53 años.

—¿Qué le oías a tu papá de la campaña de la Independencia?

—Le seguí la línea sobre las guerras de la Independencia a mi papá, justamente desde el sesquicentenario de la batalla de Pichincha cuando él publicó un libro sobre esa batalla. A partir de entonces le sigo la pista a todo el imaginario popular en torno al tema, sobre la base de lo que mi papi me contaba.

Por eso años atrás, cuando me dije sobre qué episodio de la historia del Ecuador se podría escribir una bella novela histórica, el ideal me pareció las guerras de la Independencia.

—Bueno, las guerras de la Independencia en sí son una novela fantástica.

—Una novela fantástica y uno no se imagina el potencial narrativo que tienen. Uno de los episodios que mi papi me contó en algún momento es esa treta que utilizó Cayetano Cestari para evitar que el batallón Cataluña llegara a Quito.

—Cuando les hace creer que está llegando el grueso del ejército independentista…

—Exactamente, y pide vituallas para 800 soldados en Guayllabamba cuando solo venía con 120 hombres. Los aposentadores españoles, que estaban en Guayllabamba preparando la llegada del batallón Cataluña desde Pasto, leen este mensaje y dicen “tenemos que regresar porque nos vamos a encontrar con una fuerza superior a la nuestra”.

Entrega del premio Joaquín Gallegos Lara a la novela 1822. Desde la izq.: su esposa Jimena, Íñigo, hija Jimena, nuera María Belén Cueva, hijos Juan Diego y Jorge Ignacio, y tres nietos. Quito, 2022. Fotografía: Cortesía

—¿Cómo te dabas tiempo, cuando eras procurador, para seguir escribiendo la novela?

—De noche. Esta obra me ha llevado un montón de tiempo, escribía de diez de la noche a doce, una de la mañana y dormía hasta las seis. Lo que no perdono es la siesta. Todos los días en la Procuraduría, venía a la casa, por suerte me quedaba cerca, almorzaba con mi mujercita, hacía una corta siesta que me daba un empujón para el resto de la tarde y para seguir trabajando la noche.

—Un tema de la novela parece absolutamente fantástico, inverosímil: lo que sucede en Cuenca cuando se quieren volver Santa Cruz y Lavalle, y Sucre les espera en Portete de Tarqui, ¿eso lo inventaste tú o fue la realidad?

—Eso me inventé yo. Pero el escritor de novela histórica tiene un límite a sus licencias literarias y el límite es la realidad histórica. Él puede plantear hechos que, dadas las circunstancias históricas, habrían podido ocurrir.

Hay cartas de Antonio José de Sucre al entonces coronel Santacruz en las que le dice: “Si usted me obliga, voy a tener que impedir por la fuerza que su ejército regrese hacia Trujillo”. Lo único que hago es ir un paso más allá, valiéndome de todos esos otros argumentos que están documentados en la historia, por ejemplo, que buena parte del batallón Trujillo eran antiguos oficiales del Numancia que se enlistaron en el Trujillo justamente para subir hacia Colombia y quedarse allí.

—¿Leíste a Mauricio Vargas, el colombiano?

—Claro que sí. Tiene una trilogía hasta el momento, ojalá siga escribiendo.

—Él presenta, en 1830, a un Sucre más bien melancólico, pesimista. Todos le advierten que no cruce por Berruecos, que hay peligro de que le maten y él insiste, no se embarca, no va con escolta…

—Sí, creo que el Sucre de 1830 tiene que haber sido un desencantado. Porque el que conocemos en 1821 es un Sucre al que el Libertador le encomienda el mando de una división entera para que él solito venga y pelee en la comarca de Quito.

Para 1830 Sucre ya había pasado por todo el desencanto de haber sido presidente de Bolivia y todas las intrigas y complots de los peruanos que querían recuperar el Alto Perú. Y había pasado también por la invasión de Perú a Colombia en Tarqui. Acuérdate que, previamente en Bolivia, Chuquisaca tuvo que huir de un levantamiento, recibió un balazo en el brazo derecho y quedó tullido de ese brazo para toda la vida.

No creo que Sucre haya sido así de joven; cuando llegó a Guayaquil debió de haber sido un brazo de mar.

—Envejecían muy rápido, en Pichincha todos eran menores de treinta años.

—Así es. Envejecían muy rápido por la intensidad de la vida y por lo difícil de las circunstancias.

La política no rompe a la familia

—¿Tu esposa es bióloga?

—Mi esposa, Jimena Rodríguez, es bióloga de la Universidad Católica. Jimena y yo nos enamoramos un mes antes de que me fuera a Europa. Durante los ochos meses siguientes nos conocimos de verdad a través de cartas; fue una relación epistolar en una época en que todavía se escribían cartas. Cuando regresé nos casamos y a los pocos días volvimos a Ginebra.

Ella se dedicó a criar a la familia. Y desde que volvimos de Suiza es profesora, en un colegio privado de Quito, de las materias biológicas en español e inglés.

—Me cuentan que te gusta mucho la ornitología, ¿es verdad?

—(Sorprendido). ¿Dónde te enteras de tanta cosa?

Gran aficionado al dibujo y la acuarela desde joven,
también se ha dedicado a pintar pájaros debido a su inclinación por la ornitología. Fotografía: Jimena Rodríguez.

—(Burlón). Las fuentes son secretas.

—Qué bonito. Yo era aficionado a la ornitología desde guagua porque mi abuelito Emiliano Crespo Astudillo me regaló un libro de alguien que era la máxima autoridad en ornitología del mundo: Roger Tory Peterson. Él es quien comienza a hacer ornitología con largavistas.

Desde entonces tuve una cierta afición a las aves. Cuando me casé con Jimena, esa afición se volvió una cosa bastante más científica porque ella me explicó la taxonomía ornitológica, la taxonomía zoológica, los nombres científicos, orden, familia, género, especie.

A partir de entonces me he dedicado bastante a eso, menos de lo que quisiera, pero es bien lindo como hobby porque te tiene en contacto permanente con la naturaleza.

—¿No corres riesgo de convertirte en todólogo?

—(Ríe). Hay un dicho en inglés que dice: “Jack of all trades, master of none”, “Aprendiz de todos los oficios, maestro de ninguno”. Un poco de eso pasa, ¿no?, pero la verdad es que soy bastante bueno en las cosas que hago.

—Humm. ¿Y cómo son las reuniones de la familia ampliada Crespo? Entiendo que son más de trescientos descendientes de tu abuelo Emiliano.

—Son maravillosas. Es lindo ir viendo, es como una ola que muere en la playa. Se van muriendo los tíos, solo queda mi tía María Clara, pero con la resaca vienen las nuevas generaciones, a las que ya no conozco.

—¿Les afectó la política, como en tu caso con tu hermana María Isabel, correísta?

—Algo que en los Crespo ha sido la regla general es que nos sobreponemos a las diferencias políticas por el cariño de hermanos. Con mi hermana María Isabel hay un modus vivendi no escrito ni pactado: no hablamos de política. Y nos vemos con frecuencia; de hecho, vivimos en la misma urbanización. Nunca hemos tenido ningún enfrentamiento.

—Haciendo un balance: ¿cuánto te influenció desde muchacho la figura de tu papá, un señor imponente?

—(Suspira). Sobre todo ahora, que he incursionado en esto de la novela histórica, la sombra de mi papá es más gravitante que nunca. Durante mucho tiempo fui el hijo de Jorge Salvador Lara. A pesar de que he buscado realizar mis actividades en ámbitos distintos, curiosamente uno termina haciendo las mismas cosas. La influencia del padre es importantísima, sobre todo cuando tu padre ha sido un tipo ejemplar.

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