Eugenia del Pino, la convicción del azar

Eugenia del Pino

Los sapos no son sus animales preferidos, pero sí indispensables en sus investigaciones. No se propuso alcanzar la excelencia académica, sin embargo, así ocurrió. No esperaba ser científica y hoy es la única ecuatoriana miembro de la Academia de Ciencias de Estados Unidos. Este es el retrato de una mujer que siempre ve oportunidades en el azar.

Eugenia del Pino es un acertijo. Es la científica más destacada del Ecuador y tiene una profunda confianza en el azar. A él le debe todo, dice. Haciendo el recuento de su vida, lo trascendental se le dio por accidente. Quizás como un premio a la disciplina que es la impronta no solo de la investigadora, sino también de la mujer. De esa mujer que tiene reparos con la tecnología, al punto de ser “víctima” de su celular. “Un día puse una alarma para saber a qué hora debía ir a casa, pero cuando el aparato sonaba, me decía: ‘hora de despertarse’. Y eran las 11:00 am”. La cantaleta de su teléfono inteligente se repetía, incluso, con sus colegas presentes.

Eugenia del Pino con su madre, 1946.
Con su madre, 1946.

Su principal contribución científica ha sido abrir una nueva línea de investigación sobre el desarrollo embrionario, a partir de las ranas marsupiales, una especie que llegó a su vida, nuevamente, por azar: durante una visita a los jardines de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Hace diez años se jubiló de ese centro de estudios, donde fue reconocida como Profesora Emérita. Pero su currículum es arrollador. Es miembro fundador y primera vicepresidente de la Academia de Ciencias del Ecuador. Además, es parte de la Academia de Ciencias de América Latina, la Academia Mundial de Ciencias TWAS, la Academia de Artes y Ciencias de Estados Unidos y la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos.

También están los reconocimientos: el Premio L’Oréal/Unesco para la Mujer en la Ciencia en 2000; el Premio Nacional Eugenio Espejo en las Ciencias, otorgado por el Gobierno del Ecuador en 2012; y en 2019 la Sociedad Latinoamericana para la Biología del Desarrollo (Lasdb) le confirió el Premio Lasdb.

Pero a del Pino no le pesan esos honores. Es un ser humano que va ligero. Escribe artículos en la revista de jubilados de la Universidad Católica, disfruta de su jardín y de los quehaceres cotidianos, ayudada por electrodomésticos a los que le saca todo el partido posible. Aunque no es muy afín a la cocina, es bastante metódica con sus alimentos. De alguna forma, aún es esa niña entusiasmada por las pequeñas cosas de la vida: un paseo a los almacenes El Globo, con su puerta giratoria, un juguete para los guaguas de la época; la subida al churo de La Alameda; y la vista de la luna colándose entre las cúpulas de las iglesias del Centro Histórico.

—¿Cómo era la casa de su infancia? ¿Cuál es el recuerdo que más atesora de esos años?

—Viví en el centro de Quito. Entre las calles Imbabura y Chile. Era un departamento arrendado en una casa de tres pisos y nosotros vivíamos en el tercero. Había dos habitaciones grandes, la cocina y una terraza maravillosa donde mi mamá tenía geranios y era mi obligación ponerles agua. En esa época no me gustaba hacelo y ahora me paso regando las plantas de mi jardín. Recuerdo que jugaba rayuela y con los patines de cuatro ruedas en la terraza, pero solo me ponía uno porque me daba miedo caerme. Era una niña muy cuidada porque, a pesar de que el colegio en el que estudiaba (La Providencia) quedaba a solo cuatro cuadras, mis hermanos tenían la obligación de llevarme y traerme todos los días.

—¿Cómo era la economía de su casa? ¿Había carencias?

—Vivíamos bien. No puedo quejarme. Tuve la suerte de tener unos padres que me inculcaron ser metódica y disciplinada. Otro aspecto, que se encargó de enfatizar mi hermano Fernando, fue que yo tenía que estudiar y salir adelante para tener una carrera y valerme por mí misma. Mis padres no fueron a la universidad, pero querían que nosotros sí y que seamos independientes.

—¿Cómo fue la relación con sus padres?

—Con mi mamá fui cercana, con mi papá no mucho. La historia de mi padre es interesante. La familia del Pino viene de Riobamba. Mi abuelo, Vicente Antonio del Pino, un día decidió irse a Babahoyo y fundar su familia.

Eugenia del Pino con su hermano Efraín, 1950.
Con su hermano Efraín, 1950.

Dios, educación y fe

—¿Qué le aportó la educación en el colegio La Providencia?

—Para mí el colegio fue una experiencia muy positiva, porque el sentido de la disciplina y lo metódico también vino de ahí. El tratar de ser un miembro útil de la sociedad son cosas que me enseñaron y que estoy muy agradecida. Eso se aprende en la infancia y dura para toda la vida.

—¿Cómo era su relación con las monjas?

—Las he tratado siempre con respeto y con distancia. No era amiga de ninguna de ellas. En mi tiempo no tenían la orientación psicológica para enrumbar mejor a la juventud. Estábamos en otra época, no había televisión y era más fácil que nos dominen, creo que los jóvenes actuales no se dejarían.

—¿Qué rescata de la juventud actual?

—Tal vez una mayor independencia. Los jóvenes de hoy tienen la posibilidad de aprender a ser personas por ellos mismos y eso es importante. El punto negativo son los avances tecnológicos, especialmente los teléfonos celulares que lo hacen todo. A nosotros nos enseñaban cómo hacer los procesos. Ahora usted les dice que saquen la raíz cuadrada y sacan el celular. Antes aprendíamos las cosas que ahora se encuentran en internet; sin embargo, no se sabe si toda la información es verídica.

—¿Cómo es su relación con Dios y con la fe?

—Tengo mucho respeto por la religión y por la fe. Nunca fui, ni en el tiempo del colegio, una persona de ir seguido a misa y rezar el rosario. En La Providencia teníamos misa todos los días a las 7:00. Pero resulta que yo necesitaba comer algún alimento en la mañana y en esa época para comulgar uno tenía que estar en ayunas. Un día me desmayé durante la misa y decidí que iba a ir bien comida; por lo tanto, no comulgaba. Eso no les gustó mucho a las madres. No me decían nada, pero se notaba.

Eugenia del Pino en el trabajo, 1971.
En el trabajo, 1971.

—Sus amigas del colegio la describen como una estudiante aplicada. ¿Era una matona? 

—Seguramente, pero no lo pensaba de esa forma. Cuando me gradué del colegio me dieron la medalla de oro como mejor egresada pero nunca creí que iba a recibir ese reconocimiento, porque había al menos dos compañeras que eran muy competitivas.

—¿Dedicaba muchas horas al estudio?

—Hacía los deberes rápido, incluso en la universidad. Me acostumbré a no hacer nada y estar a la cabeza. Cuando fui a Estados Unidos para estudiar la maestría primero y luego el doctorado estaba en desventaja porque el inglés no era mi idioma. Eso hizo que mi comprensión oral y escrita fuera más lenta. Entonces tenía que estudiar para mantenerme al día, pero no me pasaba todo el tiempo en eso. Sacaba buenas notas porque así ocurrió. Hasta ahora tengo buena memoria.

—¿En esos años de adolescencia la ciencia y la biología no estaban en su radar para nada?

—Tenía un profesor de biología que se llamaba Luis Felipe Sánchez. Yo era su estudiante favorita. Me interesaba más la lectura. Me acuerdo de los cuentos “La camisa del hombre feliz” y “Simbad el Marino”. Por eso tenía facilidad con el idioma y no hubiera pensado orientarme por una carrera científica. Fueron las circunstancias.

—¿En su entorno qué tan normalizado estaba que una mujer fuera científica?

—En el colegio algunas profesoras eran monjas y otras seglares. La Elvita Moreno nos enseñaba química. No creo que se veía mal que ella nos diera esa materia. De mis compañeras, tres o cuatro fueron a la escuela de Enfermería y dos a la de Medicina. A mí esas carreras nunca me interesaron; vaya a enfermarme, porque ahí estaban los microbios.

—¿Qué pasó cuando se graduó del colegio?

—Lo que a mí me interesaba eran los idiomas. Quería ser secretaria, pero no bilingüe sino trilingüe, una que hablara inglés, español y alemán. Yo no deseaba ir a la universidad. Fue mi hermano Fernando quien me recordó que los padres no duran toda la vida y que se necesita una profesión para conseguir trabajo. Le pregunté qué podía estudiar, porque no quería ser enfermera ni médica. Tampoco me interesaba el derecho. Entonces me dijo que podía ser maestra, que la carrera duraba solo cuatro años y que con ese título podría trabajar en un colegio. Ingresé a la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Ahí dejé el sueño de ser secretaría trilingüe pero en la universidad sí estudié alemán.

Eugenia del Pino en Vassar College, 1969.
En Vassar College, 1969.

Azar, academia e investigación

—¿Qué ha sido lo más complejo de ser profesora?

—Estudié la carrera de Ciencias de la Educación por el hecho pragmático de tener un título. No estaba claro en mi vida a qué me iba a orientar después. Cuando empecé a trabajar en la universidad tenía que dar clases a grupos grandes de estudiantes. En cuyo caso hay que hablar de un modo lento, con una buena entonación. Lo que más disfrutaba con los alumnos cuando estaban en mi laboratorio es que colaboraban conmigo en la investigación. Disfrutaba darles un estímulo intelectual y escuchar cómo reaccionaban. Era una forma de enseñarles pensamiento crítico, que es importante no solo para estudiar cómo se desarrollan las ranas marsupiales, sino para cualquier cosa en la vida. Porque hay que coger el problema, analizarlo y encontrar la respuesta más adecuada.

Eugenia del Pino en el laboratorio.
En el laboratorio.

—¿En qué momento la biología hizo clic en su vida?

—Mientras estaba en la Católica asomó el programa de becas para América Latina de las universidades de Estados Unidos. Eran de hasta cuatro años, el anuncio salió en el periódico y apliqué a una de ellas. Además, tenía la oportunidad de viajar a Alemania a estudiar el idioma. Me pareció mejor ir a Estados Unidos para especializarme en Biología, me fui y allá seguí con el alemán.

—¿Cómo fue adaptarse a Estados Unidos de esos años?

—No tenía tiempo para hacer otras actividades que las de la universidad. La beca con la que me fui me dio un curso de inglés en Yale. También conviví con una familia norteamericana con la que pasé unas semanas en el campo, en Vermont. Luego ingresé a Vassar College que es una institución de un nivel muy alto. Fui privilegiada en la forma en la que los profesores me trataron. No había estudiantes latinoamericanos. Fui la segunda ecuatoriana en ir allá. La primera fue la hermana de Galo Plaza, María Plaza. Por más que hablaba en inglés estaba en desventaja porque en ese idioma leo más lento. Me fue mal en química orgánica y pasé con la nota más baja. Pero cuando fui a la Universidad de Emory para el doctorado estuve a la cabeza de todos los demás compañeros.

—¿Cómo se conectó con la biología del desarrollo?

—Esa es una historia difícil. En Vassar College me pusieron en el programa de maestría en Biología. No quería trabajar con parásitos, microbios o con algo que me pudiera hacer daño. Así es que fui donde el profesor de genética y me aceptó. Había que estudiar unos protozoarios de vida libre, es decir, animales unicelulares que viven en aguas estancadas. Entonces, cuando terminé la maestría él me recomendó que fuera a la Universidad de Emory con el que había sido su profesor. Ahí él me dijo que lo que tenía que hacer era ir a las orillas del Altamaha, pero no me pregunte dónde está ese río. El asunto es que en las orillas hay unas plantas que tenía que recolectar. Me imaginé con botas y caminando por ese lugar, yo que lo único que caminaba era de la calle Imbabura a La Providencia. Inconforme con eso llegué al laboratorio del doctor Humphries, él trabajaba con los óvulos inmaduros de las ranas. Pensé que esto era idóneo para mí porque con esos animales no me iba a enfermar.

Eugenia del Pino en Conferencia Internacional Xenopus, 2010.
Conferencia Internacional Xenopus, 2010.

—¿De dónde sale este miedo a enfermarse y tal vez a la muerte?

—No sé, creo que es algo familiar. Mi madre me dijo una vez que no les tuviera miedo a los muertos porque son los vivos los que nos hacen daño. Mi padre procuraba que los hijos no se enfermaran. Por ejemplo, solo comíamos pescado cuando íbamos a la Costa para que estuviera fresco. También nos acostumbramos a lavarnos las manos y yo soy temática porque prefiero no tener que lidiar con las bacterias que son contagiosas.

—De la forma más lúdica, ¿qué es la biología del desarrollo y en la práctica para qué sirve?

—Actualmente, la biología del desarrollo es una de las áreas de confluencia de todas las ciencias biológicas. Uno de los problemas más serios de la humanidad es el cáncer. Por ejemplo, los seres humanos tenemos células que originalmente tenían que ser de piel, pero sucede que algunas se vuelven locas y forman un tumor maligno que puede terminar en una metástasis. Muchas de las cosas que ocurren con las ranas pasan también con el ser humano. La biología del desarrollo permite estudiar esas células. En mi caso lo hago con la rana marsupial ecuatoriana que tiene adaptaciones que se parecen a los mamíferos y a las aves. Eso es importante porque provee de bases para comprender mejor nuestro desarrollo.

—¿Era más difícil ser científica en el Ecuador de los setenta y ochenta o ahora?

—Comencé a hacer ciencia en el Ecuador por accidente, como todo en mi vida. En mi casa estaban preocupados porque no sabían a qué me iba a dedicar después del doctorado. Mis amistades me decían que consiguiera un trabajo en un colegio. Un día fui a la Universidad Católica y la directora de Biología me puso en contacto con la doctora Flor de María Valverde de la Universidad de Guayaquil porque necesitaba un profesor para un curso avanzado. Ese fue el momento en el que decidí que podría ser docente y ayudar a la juventud para que aprendiera alguna cosa. Después de dos meses volví a Quito y en noviembre de ese año me convertí en la directora del Departamento de Biología. Quería hacer investigación científica, pero con las tareas administrativas y las clases era complicado. Entonces, diría que para mí fue más fácil porque fui pionera y cuando lo eres abres caminos.

—¿Qué valor tienen los reconocimientos a su trabajo?

—El Premio L’Oréal/Unesco llamó mucho la atención de mi familia. Una prima que vive en Francia me dijo que los diplomáticos ecuatorianos de la época se asombraron. También están el reconocimiento de la Academia de Ciencias de Estados Unidos y el Premio Eugenio Espejo que es una maravilla.

Eugenia del Pino con sus estudiantes en la Universidad Católica de Quito.
Con sus estudiantes en la Universidad Católica de Quito.

—¿Qué papel ha jugado el azar en su vida profesional?

—Ha jugado un papel importante en toda mi vida. Si no hubiera sido por el azar, habría terminado como profesora de escuela porque para eso estudié. Investigar el desarrollo de las ranas marsupiales también fue un asunto del azar, al que hay que reconocer como una oportunidad que uno tiene que explotar.

—¿Y cuál es el rol que juega el azar en la ciencia?

—Juega un papel importantísimo. Por ejemplo, estoy haciendo un experimento y veo algo que alguien más no ha visto y digo: ¡ahí hay una cosa!

—¿Qué es lo más azaroso que le ha pasado en la vida?

—Creo que lo más azaroso ha sido jubilarme. Tal vez para otra persona la jubilación abre un espacio para jugar con sus nietos. En mi caso me ha dado más tiempo para pensar en lo que creo importante como la investigación, las colaboraciones con la revista de jubilados de la Universidad Católica y la lectura. Uno de los libros que recién leí fue El Quijote. Para serle franca nunca me interesó, pero me ha resultado de lo más chistoso. Ya lo terminé pero no lo volvería a leer.

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