Por Genoveva Mora.
Fotos cortesía de E. Madrid.
Edición 412 – septiembre 2016.
Desde niño, en Machala, su pasión era el dibujo, invertía mucho de su tiempo en ese empeño, solía quedarse algunos recreos en el aula, dibujando. Luego tomó su primer taller de pintura con Víctor Murriágui, con quien reafirmó su decisión de ser pintor.
Terminó la secundaria y se trasladó a Quito para estudiar “formalmente”, ingresó a la Facultad de Artes de la Universidad Central y recuerda ese tiempo de manera especial: “Pasé algunos años casi sin pintar; paradójicamente, estudiar artes reducía mi tiempo para pintar, la experiencia académica amerita un debate”.
Sin embargo, tuvo también satisfacciones. Al año de haber llegado a la capital, ganó un premio nacional de pintura con un jurado formado por Kingman, Guayasamín y Villacís. Asimismo, un día que tomaba su primera clase de dibujo con modelo en vivo, se aterró y pensó: me van a hacer pedazos, pero cuando se dio cuenta estaba rodeado de sus compañeros, quienes, sorprendidos de su habilidad, observaban su labor.
La formación para Enrique Madrid tiene dos vertientes: la formal y la personal, que según él es la herramienta que más beneficios le ha proporcionado. Él es un investigador nato, no concibe su oficio sin ese ámbito. Piensa las técnicas tradicionales como contenedores de contenidos de otras culturas, y cree que como artista hay que tener conciencia de eso; de hecho, en su obra no puede eludir esta tradición de lenguajes y técnicas, pero al conocerlas ha sido capaz de encontrar la utilización de pigmentos, acrílicos y óleos de una manera particular, y ponerlas al servicio de su visión personal.
La técnica que el artista construye es fruto de la investigación. “El lenguaje del pintor es como una voz que tiene que estar en continuo entrenamiento. Yo no creo en el estilo, creo en el artista como un operador cultural que puede utilizar distintos recursos del lenguaje, tomar cualquiera de las vertientes y emplear, por ejemplo, el recurso de deconstruirla”.
Para Madrid pintar es poner en escena una realidad fracturada que termina de construirse en el ojo del espectador. “Yo abordo este mundo fraccionado, donde el sentido se resquebraja, un mundo donde habitan muchos mundos, muchas capas que pueden reflejar mi esencia. Todas las obras que pinto en paisajes son reales, no es una fabulación a partir de la realidad, lo mío es real, pintado en tal fecha y tal lugar. Pintar al aire libre es un espacio de reflexión, son materiales de experiencia y vivencia. Pintar es un proceso que me construye como artista y como ser humano, porque pintar incluye una serie de actitudes extraplásticas”.
Un largo periplo
Dejó Machala por casi veinticinco largos años, parte de los cuales vivió en California cuando ganó una beca para estudiar dibujo en el Berkeley City College. En ese tiempo ganó también un concurso para pintar El mural de la democracia, un proyecto muy ambicioso en el que Enrique desplegó sus dotes de pintor y dibujante, investigó y leyó ampliamente la historia para tal propósito.
Su experiencia fuera del país le ha corroborado que las formas culturales son múltiples y que a veces tenemos una noción de cultura construida desde un discurso del poder en el mundo del arte; pero la cultura y el arte que no entran en ese discurso oficial están vivas y hablan por sí mismas. Enrique mira hoy su entorno con otros ojos, lee este Ecuador desde la mirada personal y vincula su quehacer artístico con la gente que lo rodea, con los materiales que la cotidianidad le proporciona.
Reconoce múltiples influencias. Cuando se interesa por algún pintor o época investiga a fondo; así lo hizo en diversos momentos de su vida con Cézanne, John Singer Sargent, Lucien Freud, el pop art, Keith Haring. Admira la obra de los artistas contemporáneos cubanos Los Carpinteros, de Damien Hirst y Cruz Azaceta y el trabajo del videoartista Mathew Barney, de San Francisco. En su obra tiene mucho que ver la música. Enrique es músico, también estudió canto. La música es su bálsamo, su descanso y su deleite; hace música, le gusta cantar y, por supuesto, la escucha largamente.
Su cotidianidad se llena con largas horas de tarea. “Trabajo como doce horas, a veces más. Me levanto, desayuno y paso a mi estudio que está en el segundo piso. Organizo el taller del relajo del día anterior. Pasando un día doy clases. Utilizo un tiempo para acuarela. En la mañana está lo tradicional, los retratos para los que necesito más la luz. A la una empiezo a armar los proyectos personales de pintura contemporánea. Mantengo ese ritmo hasta que colapso. Visito a mis amigos, salgo con mi compañera a una cerveza, un karaoke. En Puerto Bolívar o en Machala voy con mis amigos del arte y la política”. Siempre ha trabajado de manera independiente, solamente en una ocasión lo hizo para una institución burocrática, pero la experiencia fue fugaz.
Forma parte de algunos proyectos culturales que se desarrollan en Machala. Tiene muy claro que lo único que le otorga vigencia es seguir aprendiendo. Trabajar en el espacio de la pintura contemporánea le permite tratar otros aspectos de la creación como esa teatralidad urbana donde converge lo disímil.
A lo largo de su carrera ha realizado numerosas exposiciones a nivel personal y grupal, dentro y fuera del Ecuador. Su actividad es intensa, no cesa de exponer y proponer. Dirige el Taller Machala, un evento trascendente para su ciudad, que se institucionalizó en junio de 2010. En 2015 formó parte de una residencia de artistas organizada por la Western Ontario University, de Canadá, que tuvo lugar en Portovelo; fue un trabajo sobre el impacto de la cultura en el paisaje. Asimismo dirige una escuela de arte para los niños y la comunidad.
Ha tenido varios reconocimientos que enriquecen su hoja de vida; entre ellos el Commnunity Service Award, en Berkekey City College, en 2006; el premio al mérito artístico otorgado por el Consejo Provincial de El Oro en 2000; el premio Coloma Silva a la mejor obra en la exposición de egresados de la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad Central del Ecuador, en 1994, y, en ese mismo año, el primer premio del Salón Nacional de Pintura Luis A. Martínez, de Ambato. Cuando recién empezaba, obtuvo el primer premio en el Salón Nacional de Acuarela de Quito, en 1991. Mucho tiempo después, en 2015, fue reconocido como el Pintor del Año por la Casa de la Cultura, núcleo de El Oro.