Por Rafael Lugo.
Ilustración: Tito Martínez.
Edición 452 – enero 2020.
Fue una coincidencia de butano que apareciera en las pantallas de los capitalistas cines del mundo la poderosa película El Guasón, en los mismos días en los que empezaban a arder las calles de algunas ciudades latinoamericanas.
Aunque en las salas ya se empezaron a proyectar otras películas, y de El Guasón nos volveremos a acordar en la entrega de los Premios
Óscar, el fuego sigue consumiendo, todavía, nuestra realidad. Engañando a miles de incautos, hipnotizados como polillas por la luz.
Mandarlo todo al demonio es seductor. Soñar en el ave Fénix renaciendo de las cenizas es una idea encantadora. Las imágenes cinematográficas de una ciudad en llamas, sin duda, nos causa una especie de placer redentor. Es posible que esta loca esperanza en la destrucción sea la consecuencia psicológica de vivir esperando a morirnos para pasar a una eternidad dichosa: en pelotas, rodeados de seres amados y sin tener que trabajar. ¿Quién sabe?
La película, dirigida por Todd Phillips y coescrita con Scott Silver, aúpa en gran medida el deseo anárquico que se apodera de personajes y espectadores. Un tipo pobre, que cuida a su solitaria madre, posiblemente hijo abandonado de un multimillonario cruel (el papá del futuro Batman), maltratado por sus compañeros de trabajo y su jefe, asaltado por jóvenes perversos, no puede verse sino como una pobre víctima de un mundo de mierda.
En un análisis hepático y superficial, Arthur Fleck “merece” castigar al universo. En la misma línea se justifica que asesine a un par de hijos de puta en el metro y que meta un tiro en la frente —en vivo y en directo— a otro representante del “poder malvado”, a un periodista que se había burlado de él públicamente. Arthur Fleck representa a un alto porcentaje de antisociales que creen tener todas las justificaciones para destruir. Fleck es un pésimo comediante que se enoja y te hace culpable de no reírte de sus bromas. Es el tipo de gusano que te acusa de racista o de egoísta por pedir que se respete la ley. Arthur Fleck es el tipo de bicho que puede llegar a caerte bien, o a causarte lástima, hasta que te mete una bala en la cara.
El Guasón es detenido, y poco después es violentamente rescatado del auto de policía en manos de espontáneos feligreses que lo han visto matar por televisión y lanzar su discurso lacrimógeno y desclasado. Arthur Fleck se convierte en el líder de otros desadaptados, pero mucho menos inteligentes que él —nada nuevo—.
La ciudad arde. Parece un triunfo y un renacimiento.
Y el fuego baila bajando las escaleras, como si fuera una fiesta de cuyas cenizas emergerá una sociedad colorida y saludable. Parece un triunfo de los pobres, de los desamparados, de los antisistema.
Parece una derrota de los policías que mueren, del periodista asesinado, del millonario acribillado. De los bienes destruidos. Mañana, cuando el humo se disipe todos seremos empáticos, honestos y tendremos trabajo.
Pero, necios anarquistas sin hambre y sin libros, luego de las llamas, solo quien tiene riqueza y poder puede encontrar refugio y reconstruir lo destruido. Nerón culpó a los cristianos del incendio de Roma y los mandó a morir, y en uno de los espacios dejados por el incendio ordenó construir, en su honor, un gigantesco palacio que bautizó como la Casa de Oro. El fuego no es salvación, es solo una herramienta.
Con alquimistas de la estupidez no se mejoran las sociedades. De la cenizas solo surgen recuerdos y nuevos tiranos. Gentecita enamorada del fuego, ¿qué les hace suponer que podrán construir una mejor sociedad si no son mejores que esos criminales asesinos que soltaron a Arthur Fleck, y lo liberaron al odio y al fuego?
El Guasón —con sus traumas, crímenes y locura— ya nos ha gobernado, más de una vez.
Y los famélicos herederos de sus acciones siguen pintándose la cara.