Edición 430 – marzo 2018.

Había sido, según la inflamada descripción de Miguel de Cervantes, “la más alta ocasión que vieron los siglos” (Mundo Diners 429, febrero 2018). Ese día, 8 de octubre de 1571, la flota cristiana, de españoles, venecianos y genoveses coaligados por el papa Pío V, había derrotado frente a las costas griegas, en la Batalla de Lepanto, a la inmensa escuadra musulmana del almirante Alí Bajá, por lo que el Imperio Otomano —que hasta entonces se había expandido de manera incontenible— tendría en lo sucesivo que tratar de avanzar por tierra.
Pero, por cierto, reanudar su avance y sus conquistas no sería un empeño sencillo: en Lepanto, que había sido la mayor batalla naval jamás librada hasta entonces, el Imperio Otomano había perdido el control del Mediterráneo y, por añadidura, había quedado debilitado y con el ánimo bajo. Para colmo de calamidades, sus sultanes se habían dedicado al lujo y al placer, mientras el poder lo derrochaban sus jenízaros.
A finales del siglo siguiente, el XVII, todo cambió: bajo el impulso del gran visir Kara Mustafá, del clan albanés de los Köprülü, quien ejercía el poder efectivo, los otomanos habían recobrado su ímpetu imperial. Y la expansión se reanudó. Su objetivo mayor volvió a ser Viena, la reluciente capital del Archiducado de Austria, que ya había sido sitiada por los otomanos (nada menos que por Solimán el Magnífico) en 1529, sin éxito. Ahora, la renovación de la alianza con Francia, el incesante retroceso de Venecia y, sobre todo, el visible debilitamiento del imperio católico de los Habsburgo por las estruendosas revueltas de los protestantes en Hungría habían creado las condiciones propicias para volver a la carga contra Viena. Los preparativos demoraron al menos diez años.
Con paciencia oriental, los otomanos construyeron caminos, puentes y fortificaciones, reclutaron soldados en Crimea y Transilvania y forjaron alianzas con barones húngaros que también codiciaban Viena. Cuando todo estuvo listo, Kara Mustafá avanzó resuelto y con su ejército de ciento cincuenta mil hombres rodeó la ciudad y cerró todos sus accesos. Era el 16 de julio de 1683. Ya sólo era cuestión de tiempo para que los defensores se rindieran por hambre.
Pero, sin que los otomanos lo supieran, para entonces Leopoldo I, del Sacro Imperio Romano Germánico, había formado una coalición (otra ‘Liga Santa’ como la alianza cristiana que había vencido a los musulmanes en Lepanto), que se movilizó hacia Viena en cuanto se supo que el sitio había comenzado. Hasta que llegaron los refuerzos, la ciudad resistió como pudo, con sus quince mil defensores germanos al mando del conde Ernst von Starhemberg. A principios de septiembre los aliados llegaron: Juan III Sobieski de la Mancomunidad Polaco- Lituana, Carlos V de Lorena y Guillermo de Baden-Baden arribaron con setenta mil soldados.
El 12 de septiembre, Juan Sobieski lanzó sus húsares contra las fuerzas otomanas, que habían cometido un error inaudito: dedicados a tratar de demoler las murallas de la ciudad, no se habían desplegado en formación de combate. En tres horas, la Batalla de Kahlenberg había terminado. Los otomanos se retiraron en pánico y desorden, dejando a sus espaldas diez mil muertos, cinco mil heridos y cinco mil prisioneros. Ese fue el principio del fin del Imperio Otomano.
En efecto, en los años que siguieron a 1683, austríacos, húngaros, polacos y rusos recuperaron los territorios centroeuropeos que los otomanos habían ocupado en las décadas de su expansión vertiginosa. Por la contracción del Imperio Otomano, el mundo musulmán dejó de tener protagonismo en la política mundial, una ausencia que se extendió hasta avanzado el siglo XX, cuando el petróleo restituyó el poder casi olvidado de los árabes y los persas. En cuanto al gran visir Kara Mustafá, el fracaso del sitio de Viena le costó la vida: apenas llegados a Belgrado, tras la derrota, sus propios lugartenientes lo ejecutaron. Su cabeza, metida en una bolsa de terciopelo, fue enviada al sultán Mehmed IV, a Estambul…