En un caótico laboratorio…

Edición 427 – diciembre 2017.

???????????????????El hombre tenía fama de sabio. Pero tenía también, como muchos sabios, fama de desordenado y caótico, de vivir siempre con sus cosas alborotadas. Su laboratorio de toda la vida, en la St. Mary’s Hospital Medi­cal School, en Londres, era un revoltijo ini­maginable de probetas, placas, mecheros, frascos, cultivos y tubos de ensayo, alrede­dor de un sinfín de microscopios, densíme­tros y manómetros. Todo un caos. Había, claro, un atenuante para tan tremendo des­barajuste: la búsqueda de alguna substancia que sirviera para combatir la propagación de las infecciones se había vuelto frenética, inaplazable. No había tiempo que perder.

No lo había, en efecto, pues por enton­ces, años veinte del siglo anterior, el mundo no se había repuesto aún del impacto atroz que había sido la muerte de millones de jó­venes soldados por pequeñas infecciones que en pocas horas se habían dispersado y se habían generalizado hasta volverse leta­les. Muchos de los diez millones de muertos causados por la Primera Guerra Mundial, entre 1914 y 1918, habían sido víctimas de la propagación vertiginosa de infecciones, por heridas en combate, que la ciencia no supo cómo detener.

Y no sólo los muertos habían sido mi­llones. También los mutilados. Es que los médicos militares, abrumados por las mul­titudes de heridos que dejaba cada una de las larguísimas batallas ocurridas durante esos cuatro años, habían tenido que am­putar cientos de miles de brazos y piernas como única respuesta posible ante las he­ridas infectadas, por pequeñas que hubie­ran sido. Era obvio que la ciencia tenía que hacer algo al respecto. Y pronto. Por eso en los laboratorios el ritmo de trabajo era arro­llador, sin descanso.

Alexander Fleming, en especial, era un investigador convencido y dedicado. Qui­zá por eso no se daba el tiempo necesario para poner orden en su laboratorio del St. Mary’s Hospital. Probablemente. Lo cierto es que, en medio de ese desorden singular, se encontró un buen día con que un cultivo de estafilococos que había dejado en una placa, entre muchas otras que estaban en una esquina de su mesa de trabajo, se ha­bía contaminado con algo que parecía ser moho. O, tal vez, un hongo.

Lo sorprendente era que en torno al hongo, o lo que fuera, había quedado un área vacía donde la colonia de estafilococos había sido destruida. Fleming comprendió al instante que el azar había intervenido a su favor. Es que ese moho, identificado más tarde como ‘Penicillium Notatum’, había secretado alguna substancia capaz de ex­terminar una amplia variedad de bacterias. Entre ellas los estafilococos que estaba cul­tivando en su caótico laboratorio de Lon­dres. Ese fue su ‘momento eureka’: a Fle­ming se le había presentado, cuando menos lo esperaba, la solución a sus desvelos. Lo único que faltaba era aislar esa substancia, llamada penicilina. Era, según parece, el 3 de septiembre de 1928.

Pero purificar la penicilina no fue fácil, porque la substancia que obtenía era muy inestable. Y tuvo que desistir. Once años más tarde, en 1939, la tarea quedó a cargo de dos patólogos de la Universidad de Oxford, Howard Florey y Ernst Chain, quienes sí lograron sintetizar la penicilina pero no alcanzaron a producirla en grandes cantidades porque ese mismo año, en sep­tiembre, los nazis y los soviéticos invadie­ron Polonia, la Segunda Guerra Mundial estalló y, claro, toda la infraestructura in­dustrial británica se volcó a la actividad bé­lica. El empeño se trasladó, entonces, a Es­tados Unidos, donde la primera aplicación de penicilina con seres humanos (tras ha­ber sido experimentada con animales) re­cién ocurrió en febrero de 1941. Y de inme­diato empezó a salvar vidas. Millones de vidas. La era de los antibióticos había sido inaugurada. Y todo había comenzado por el azar, en el laboratorio desordenado y confuso de Alexander Fleming.

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