Todos buscamos nuevas formas de comenzar a vivir en un mundo que ya no es el mismo, en el que falta gente muy querida y en el que debemos ordenar todo lo que llevamos dentro. Volver a comenzar es un acto de fe.

De Manu sé su nombre, que vino de La Coruña y que planea recorrer todas las rutas que llevan a Santiago de Compostela, la ciudad donde reposan los restos del apóstol. El peregrino de cuarenta años me dijo que lo hacía por penitencia, que había actuado mal durante el 90 % de su vida, que tenía un trabajo, que lo tuvo que dejar. No pregunté más, solo lo escuché. Llevaba un cartel atado a su mochila con el nombre de su canal de YouTube, No caminas solo, y pedía a todo el que se le cruzara que se suscribiera; yo misma lo hice y cuando empiezo a escribir esto veo algunos de sus videos y entiendo que consumió drogas, que hubo desintoxicaciones fallidas y que quiere romper el bucle en el que ha vivido. En su último video dice: “Mi cuerpo quiere caminar despacio, necesita seguir escuchando los pasos que van hacia adelante. He visto muchísima gente que ha salido sola de casa para hacer este camino y más o menos con todos los que he hablado necesitaban hacer esto, desconectar, encontrarse a sí mismos, necesitaban, como yo, unas flechitas que les dijesen cuál es el buen camino”.
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Caminé 101 kilómetros, el mínimo necesario para obtener la compostela, el certificado que acredita y reconoce el recorrido, y también le dice a uno su nombre en latín: el mío es Thurayam. ¿Por qué lo hice? ¿Por qué escogí ir sola? Una respuesta rápida a ambas cuestiones es que el cuerpo me lo pedía, pero vaya tontería de razón. La verdad es que a mis cuarenta y pocos años estoy como cuando tenía veinte, replantándome todo, en el mismo momento vital. Por suerte en el mundo poscovid hay más gente como yo, gente iniciando su segunda, tercera o cuarta vida. Pasé 120 horas conmigo y nadie más, y cuando alguien intentaba caminar junto a mí, no preguntaba mucho, solo escuchaba atentamente y pensaba en mis propias motivaciones. Quería sentirme bien después del parón de la pandemia, después de ese tiempo sin futuros. Llevaba en mi mochila lo que consideraba justo: dos mudas de ropa, un par de chanclas, un chubasquero, una sudadera, un gorro, un saco de dormir, una libreta y un libro mediano, de 320 páginas, titulado Yoga. No es un manual de posturas escrito por alguno de esos gurús de nombre impronunciable; el libro contiene el testimonio del escritor y periodista francés Emmanuel Carrère, que se aferra al yoga para seguir viviendo. En una parte del libro, que señalé con una hoja de eucalipto, di con un pasaje que habla del objetivo del yoga para el autor y que a mí me hizo pensar en las muchas o pocas defensas que tengo: “No lo sospechas cuando vas a inscribirte en un curso por primera vez. Esperas mejorar tu salud, serenarte. Esperas obtener un poco de profundidad estratégica: así llaman los militares a la zona de retirada posible en caso de ataque en las fronteras. Alemania, un país enclavado, tiene muy pocas; Rusia, por el contrario, tiene muchas y eso explica en parte lo sucedido en la Segunda Guerra Mundial y es trasladable al ámbito individual. Frente a las agresiones del exterior, cada cual posee más o menos capacidad de repliegue, más o menos profundidad estratégica”.
Venía pensando en eso de revisar mi vida desde que una persona, que me orientó en este pequeño acto estoico, me pasó una serie de pautas y al final una cita atribuida a Sócrates: “The unexamined life is not worth living” (“No vale la pena vivir una vida que no haya sido examinada”). Mi examen empezó un día de invierno, en otro proceso de sanación al que me apunté. Me hicieron dibujar un contenedor y la instrucción fue que escribiera dentro las cosas y personas que quería que siguieran conmigo, y que dejara por fuera todo lo demás. Recordé eso cuando iba en el tren que me llevaba al punto de partida y lloré con el único consuelo de que estaba en movimiento, siempre es mejor llorar e ir a algún sitio que llorar y no ir hacia ninguna parte.

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De Javier, catalán, sé que hace el camino tras trabajar media vida en una farmacéutica donde no se sentía valorado. Ahora está jubilado, pero dedicó mucho tiempo a esa empresa, tanto, que sentía que no había pasado el duelo por la reciente muerte de su padre. Su momento de soltar llegó cuando entró en una pequeña capilla del camino, donde no había nadie, y lloró desconsoladamente ante esas imágenes mudas de vírgenes y santos en las que no cree, pero que en ese momento le dijeron algo, le hablaron. Con él compartí unos kilómetros del camino. Hablamos de cómo perdemos el tiempo, y mucho, impulsando empresas de otros.
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El camino lleva a la tumba del apóstol Santiago, uno de los seguidores más cercanos a Jesús que llegó a Hispania (concretamente Gallaecia, la actual Galicia) a extender el evangelio. La historia cuenta que el seguidor de Jesús regresó a Palestina en el año 44, donde fue martirizado y decapitado por orden del rey Herodes Agripa I; que sus discípulos predilectos, Anastasio y Teodoro, robaron su cuerpo e iniciaron un viaje milagroso de siete días que se conoce como Translatio. Este termino latino es usado para contar la legendaria traslación por mar de los restos del apóstol a bordo de una barca de piedra que salió de Haifa (Palestina) y llegó a Iria Flavia (Padrón, Galicia). El Translatio se recrea cada 31 de diciembre en la catedral de Santiago.
Según esa historia, los discípulos del apóstol tuvieron que bregar para enterrar el cuerpo de Santiago en Galicia. Eran tiempos de incrédulos y paganos; los cristianos no estaban bien vistos. La reina que gobernaba, Iria Flavia, puso muchas trabas al entierro de Santiago en sus tierras, prestó a los custodios del cuerpo bueyes salvajes, pero estos milagrosamente se volvieron dóciles y permitieron trasladar el cuerpo aparentemente santo. Además, estos animales decidieron el lugar del entierro: una zona cercana a la fuente en la que se pararon a beber y que hoy en día se conserva en la rúa do Franco, una de las calles más emblemáticas de Santiago, a unos cien metros de la catedral y de la plaza del Obradoiro.
La tumba del apóstol quedó en el olvido durante ocho siglos, hasta que, en el año 823, un ermitaño comenzó a ver en el cielo unos destellos luminosos que le guiaron hasta la tumba perdida. La noticia llegó a oídos del rey Alfonso II de Asturias, quien inmediatamente fue desde Oviedo a ver los restos de Santiago, convirtiéndose en el primer peregrino e inaugurando el camino primitivo, el más antiguo, que tiene 371 kilómetros.
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A Laura la conocí en Finesterre, lo que en la Edad Media era el fin del mundo. Me dijo que estaba atravesando un período desagradable de su vida y que hizo algo más de trescientos kilómetros en bicicleta para imaginar un mejor destino para ella. Yo no hablaba italiano, ella no hablaba español, y recurrimos al inglés. Me contó que era profesora de italiano y luego vi que un e-mail de su esposo la hizo llorar, pero como dije antes no quería saber más de lo que la gente me contaba por sí misma. Solo le pregunté si estaba bien y me respondió que todos tenemos historias difíciles y citó la frase de Dante al final de su infierno: “E tornarono a riveder le stelle” (“Y volvieron a ver las estrellas”), muy convencida de que después de los tiempos difíciles las estrellas volverán a brillar y alumbrarán el fin del dolor.
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El camino tiene varias rutas, pero yo escogí el “camino portugués”, que va por la costa de Galicia. Un amigo me dijo que era el tramo ideal para los novatos y le compré la idea. No bajé ninguna aplicación, quise confiar en las flechas amarillas que indican el camino, el buen camino, como decía el peregrino youtuber. Basta seguir estas flechas y las conchas de vieiras que están en los muros para ubicarse. Preparé una playlist para caminar, pero no la escuché en ningún momento; preferí el sonido de mis pasos sobre la tierra, sobre las hojas secas, sobre las piedrecillas del camino. La ruta tenía algunas pendientes que normalmente no serían una prueba de resistencia, pero con la mochila en la espalda son pequeñas pruebas. Aquí un símil, otro: con la vida no queda más que tirar para adelante y a veces —no siempre— bajar la cabeza para no desesperarse viendo que el camino de subida no tiene fin.
En todas las rutas hay unos monolitos que te indican los kilómetros que te separan de Santiago de Compostela, y es frecuente encontrarse con altares improvisados donde hay fotos, pulseras, rosarios, cintas de colores, y vieiras con nombres, fechas y frases en alemán, inglés, polaco, que dicen lo que todo peregrino escuchará: buen camino. Esa frase me parece, hoy, el mejor deseo jamás expresado, de una transcendencia o profundidad increíbles; es mejor que los buenos días, las buenas noches o el feliz año. “Buen camino” es un deseo para todo lo que dure el camino y eso, en verdad, es la vida o las vidas que uno se juegue. Mientras pongo punto final a este texto, cierro los ojos y vuelvo a escuchar esa frase y siento que esta, que ya es como mi cuarta o quinta vida, será mejor.