En lugar de azadones manejaréis tetas.

Por Fernando Hidalgo Nistri.

Edición 453 – febrero 2020.

Historia---1

Es bien sabido que los primeros europeos que llegaron a América vinieron a buscar El Dorado, la Fuente de la Eterna Juventud y más lugares inverosímiles. El ansia de enriquecimiento y de obtener honores que experimentaban campesinos pobres, gente de mal vivir y mal entretenidos les llevó a fantasear más de la cuenta. Como también es conocido, muy pocos llegaron a enriquecerse y con el paso del tiempo se fue esfumando la posibilidad de dar con estos imaginarios lugares. Sin embargo, con lo que sí se encontraron, y eso probablemente no lo esperaban, fue con El Dorado del erotismo. Si efectivamente la experiencia americana desmintió la fábula, sí en cambio resultó un territorio donde los hombres podían dar rienda suelta a la satisfacción de unos placeres carnales largo tiempo reprimidos. Las imágenes del desfile por playas caribeñas de jóvenes indias desnudas convirtió al Nuevo Mundo en un lugar en el que era posible cumplir cualquier fantasía sexual. Las crónicas más tempranas describen las tierras americanas con sus mujeres lujuriosas como un territorio en donde la imaginación podía volar sin límites. Colón, que no fue inmune a las ensoñaciones eróticas, creyó ver en la propia geografía un signo que revelaba sus esencias eróticas. En su cosmografía concibió el planeta como una esfera con una prominencia semejante a una “teta redonda”, una prominencia que, por casualidad, coincidía con América. Vistas así las cosas, resultaba que el Caribe era nada más y nada menos que ¡el pezón del mundo! Este paraíso de la sensualidad resultaba doblemente gratificante en la media en que ahí no operaban todas esas restricciones que en Europa normaban la vida sexual de los individuos. En las Indias la vieja moral se había edulcorado. Para gloria bendita de los libertinos, ahí no ejercían jurisdicción esas autoridades represoras y obsesionadas por bloquear las pulsiones del cuerpo. Hay que tener presente que en 1483 se había fundado el Tribunal de la Inquisición y que pronto empezaría a funcionar a pleno rendimiento. Y es que a medida que las distancias crecían, los antiguos códigos de conducta iban perdiendo vigencia y poder sancionador. En este sentido, América descubrió un territorio donde el hombre podía desplegar su libertad.

Los primeros pasajeros a América se encontraron con un mundo indígena muy desconcertante para sus patrones morales. Las aborígenes estaban muy lejos de responder a ese modelo ideal de mujer que en la cristiandad estaba vinculado al recato y a la idealización de la virginidad de María. Allí el sexo, en su versión más lujuriosa, desbordaba los estrechos márgenes de tolerancia que imponía la religión. Al tenor de las crónicas, las relaciones carnales eran eminentemente lúdicas y no tenían los significados que en cambio sí eran preceptivos en Europa. Aquí no había restricciones morales ni tabúes sexuales. Algo que provocó estupefacción entre los españoles fue la completa desnudez de las indias y la circunstancia de que practicaban el coito públicamente y sin el más mínimo pudor. No menos sorprendente fue considerar como entre los pueblos precolombinos la poligamia estaba plenamente institucionalizada: un cacique fácilmente podía tener treinta mujeres, y otros, como Tamaname, tenía dos esposas y ochenta concubinas. Aquí hay tener presente que entre las sociedades indígenas las mujeres cumplían una importantísima función de intercambio y en otros casos eran capturadas como presa de guerra. Los taínos y los arahuacos de las Antillas fueron víctimas del robo sistemático de mujeres que perpetraban los temibles y antropófagos caribes. Los varones capturados eran castrados para luego ser devorados, mientras que las mozas eran destinadas a dar placer y descendencia. Asimismo, una buena alianza entre dos tribus distintas bien podía cerrarse con la entrega de unas cuantas indias para uso y disfrute de los otros.

Otra cosa extraordinaria que también llenó de asombro a los cronistas fue que en los harenes de los caciques no se conocían los celos ni los conflictos ni las disputas por el macho alfa. Fernández de Oviedo relata cómo “los caciques podían tener las mujeres que querían… todas comían juntas y no había entre ellas rencillas sino que todo era quietud”. Este, probablemente, era otro indicio de que el Caribe era ese territorio en donde la utopía del erotismo era una realidad. Más fantástico aún, allá donde iban, las indias se entregaban fácilmente a los españoles. Al describir a los indios de la península de Paria en la actual Venezuela, Américo Vespucci decía que eran “lujuriosos en extremo, en especial las mujeres, cuyos artificios para satisfacer su insaciable liviandad no refiero por no ofender el pudor”. El pudoroso y recatado Fernández de Oviedo se refería a ellos como sensuales, lascivos y que, no bien pasada su niñez, ellos y ellas “se tornaban bestiales y diabólicos en el curso venéreo”. Su lujuria llegaba a un punto en el que las indias resolvían renunciar a la maternidad para mantenerse en forma y seguir con sus habituales prácticas sexuales. Según el mismo Fernández de Oviedo, “no quieren estar ocupadas para dejar sus placeres, ni preñarse para que, en pariendo, se les aflojen las tetas, de las cuales se precian en extremo y las tienen por buenas”. Su obsesión por mantener sus pechos erguidos les llevó a “servirse de unas pequeñas barras de oro que las atravesaban debajo de las tetas” y de esta forma lograban mantenerlas bien levantadas. Pero también eran coquetas y preocupadas por el cuidado de su cuerpo.

Historia---2

Al llegar, la desnudez de los habitantes de América excitó mucho a los conquistadores. Los pechos desnudos y el pubis sin signo de vello de las hermosas mujeres les parecía un sueño a la soldadesca que huía de la hambruna en España. Se desató la lujuria.

Fuente: www.historiadelnuevomundo.com

La caótica y revuelta situación de los primeros tiempos de la conquista dio lugar a que muchos soldados, decepcionados y descontentos con sus jefes o ansiosos por hacer las cosas a su manera, fundaran sus propios reinos. Uno de estos casos fue el perpetrado por Francisco Roldán, un soldado que se había levantado en armas contra la autoridad de los hermanos Colón. Después de unas cuantas correrías en donde fustigó a los caciques con los que se encontraba, se asentó en la “provincia” de Xaraguá, un territorio que corresponde al Haití actual. Si algo le atrajo de esas tierras fueron sus riquezas y, desde luego, la belleza y amabilidad de sus desnudas y sensuales mujeres. Según el padre Las Casas, los soldados de Roldán dieron rienda suelta a sus instintos y pronto se rodearon de concubinas que les proveían de suculentos placeres carnales. Cuando los Colón mandaron dos carabelas al mando del capitán Hernández Coronel para reprimir y escarmentar a los revoltosos, los levantados les exhortaron a que se unieran a ellos bajo la tentadora promesa de que allí, “en lugar de azadones manejarían tetas”.

Por lo menos entre los indios de la zona del Caribe, las prácticas homosexuales eran muy comunes y toleradas. Núñez de Balboa, en sus correrías por el istmo panameño, encontró en la casa del cacique Torecha, a su hermano y a otros dos personajes “vestidos con enaguas de mujer”. Eran camayoas que en la lengua local significaba sodomitas. López de Gómara fue claro al describirlos: “que no solamente en el traje sino en todo, salvo en parir, eran hembras”. El intolerante Balboa, que ya mostraba maneras de inquisidor, dispuso su ejecución y la de otros cincuenta “putos” que halló por esas tierras. Posteriormente continuará con su campaña de exterminio sistemático de homosexuales en otros lugares del territorio panameño. Fue precisamente en estas correrías donde se hizo muy célebre Leoncillo, el perro del conquistador del istmo, una bestia especialmente adiestrada para devorar a indios sodomitas.

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Con la llegada de los españoles, los ritos y prácticas sexuales considerados indebidos comenzaron a sufrir modificaciones debido a la censura religiosa y la imposición de nuevos códigos morales. Severos castigos se impusieron hacia aquellos que se  obstinaran en seguir bajo estos esquemas de “aberración física”. Poco a poco, la homosexualidad pasó a ser un comportamiento intolerable y mal visto por la sociedad. Los pueblos mesoamericanos no solo fueron despojados de sus dioses, sus costumbres, su lengua y su identidad sino, al mismo tiempo, de la libertad de elegir su sexualidad.

Fuente: www.culturacolectiva.com

Desde luego, de vez en cuando las indias adoptaban una actitud de rebeldía y no mostraban mucho interés en complacer a los europeos. Entonces era cuando la violencia física entraba en acción. Este es el caso que ocurrió con Michele Cuneo, el amigo de Colón, al que acompañó en su segundo viaje. Según su propio relato y dando muestras de redomado machismo, relata cómo en una isla del Caribe la expedición del almirante capturó a “doce mujeres bellísimas y de buenas carnes, con edades de quince y diecisiete años” y luego capturaron a otra que el almirante, tal cual, “regaló” a su amigo. Según su propio relato, viendo a la moza tan guapa y desnuda, se le despertó su apetito sexual. “Yo la tenía en mi camarote y, como según su costumbre, estaba desnuda, me vinieron deseos de solazarme con ella. Cuando quise poner en ejecución mi deseo ella se opuso y me atacó en tal forma con las uñas que no hubiera querido haber empezado. Pero así las cosas tomé una cuerda y la azoté de tal manera que lanzó gritos inauditos como no podríais creerlo. Finalmente nos pusimos en tal forma de acuerdo que baste con deciros que la moza realmente parecía haber sido entrenada en una escuela de rameras”.

Algo que también está fuera de duda es que las indias se sintieron muy atraídas por esos hombres blancos y peludos que venían de no se sabe dónde. Si bien muchas veces lo exótico provocaba rechazo, en otras lo que más bien provocaba era curiosidad y la posibilidad de experiencias nuevas y más gratificantes. Aunque a veces resulta muy difícil comprobar la veracidad de los dichos, algunos cronistas dan testimonio de las frecuentes quejas que las indias manifestaban respecto de sus maridos. El humanista Pedro Mártir de Anglería destacaba cómo “según la índole general de las mujeres, que les gusta más lo ajeno que lo suyo, estas aman más a los cristianos”. Huamán Poma, el gran cronista mestizo, advirtió cómo las indias no querían casarse con indios y que más bien se felicitaban cuando parían mestizos. Todavía en pleno siglo XVII, Juan de Solórzano, un consejero del rey con amplia experiencia en Perú, se quejaba de cómo las indias “aborrecían a sus maridos indios y desamparaban a los hijos que de ellos parían y más bien deseaban y amaban más a los que tenían fuera de matrimonio con los españoles y aun con los negros”. Si algo echaban en cara a sus maridos, era su frialdad y lo poco ardientes que eran. Para colmo sus miembros viriles les resultaban muy pequeños para hacer travesuras y para mantener contentas a “sus poderosas e insaciables vaginas”. Esta apatía sexual fue posteriormente reafirmada por una conocida crónica de los jesuitas del Paraguay que señalaba cómo “a las diez de la noche” los curas tenían que tocar las campanas “para que los indios recordaran sus deberes conyugales”. La atracción que sintieron las indias por los españoles también derivó en actos de profunda fidelidad. Tal como han anotado varios historiadores, no parece que el fuerte de las indias fuera la devoción hacia las comunidades a las que pertenecían. Cuando se casaban con un español se integraban tanto en su mundo que no dudaban en renegar de los suyos. Ahí está el caso de la india Fulvia, que formaba parte del harén de Balboa en el Darién. La cacica, prendada por los españoles, no tuvo inconveniente en traicionar a su tribu y denunciar la conspiración que los indios estaban fraguando para destruir el poblado de La Antigua y asesinar a los castellanos. Otro caso paradigmático es el de la célebre Malinche, luego bautizada como Marina, que mostró por activa y por pasiva su fidelidad a Hernán Cortés.

Desde luego, no hay que ser ingenuos, la preferencia por los españoles se explica porque el matrimonio era una manera de integrarse en el círculo de los conquistadores y, en definitiva, de la nueva sociedad en formación. Tal como ya deja entrever el citado Solórzano, la descendencia mestiza implicaba importantes privilegios tales como escapar a la obligación de tributar, las mitas, etc. Vistas bien las cosas, las mujeres indígenas no solo cumplieron un papel determinante en los procesos de mestizaje y transculturización que se desencadenaron a raíz de la conquista, sino que también fueron un nexo que unió a uno y otro mundo. En muchos de los tratos, acuerdos y alianzas que se celebraron a lo largo de los años de la conquista, la figura de las cacicas y de las collas fue omnipresente.

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