Por Diego Pérez Ordóñez.
Ilustración Tito Martínez.
Edición 434 – julio 2018.
Los libros siempre han conversado conmigo y me han enseñado muchas co-sas tiempo antes de que esas cosas entraran materialmente en mi vida, y los volú-menes físicos han sido para mí algo muy similar a criaturas vivientes que compar-ten mi cama y mi mesa.
Alberto Manguel,
Mientras embalo mi biblioteca.
Como en casi todos los aspectos, en la república de los libros caben relaciones de distinto pelaje y condición, que pueden ir desde la indiferencia absoluta (aplicable para la mayoría de los mortales) hasta el más incondicional e irreverente ardor, carnal y lujurioso, del bibliómano o del bibliófilo, con estadios intermedios, necesarios y algo neutros, como la necesidad profesional de contar con el libro como un instrumento de trabajo o de estudio. Se supone, en este punto, que el bibliómano es el comprador o conseguidor compulsivo de libros, indistintamente de sus atributos (de los atributos de los objetos); se supone también que el bibliófilo clasifica más bien en la categoría de los coleccionistas, de aquellos que husmean en las librerías anticuarias en su búsqueda de joyas o de los que compran viejas bibliotecas o volúmenes especiales.
En relación con todo lo anterior, en el caso de los libros caben también relaciones adictivas y vergonzantes (como la del lector contumaz que esconde sus objetos de deseo en diferentes anaqueles de las librerías, a la espera del pago de la quincena o de algún ingre-so imprevisto), matrimonios de conveniencia (como los del gran y suntuoso empresario que compraba libros por metros en una librería de viejo, para disimular en algo su analfabetismo funcional) o amantazgos, en los que el libro es un cómplice carnal, un amigo amoroso. Hay lugar, también, para relaciones que pudieran coquetear con lo delictivo, como aquel cura chileno (creo que se llamaba Alfonso Escudero) que se guardaba libros ajenos debajo de la sotana, como lo contó Roberto Bolaño en alguna vieja entrevista. Y también, a modo de ejemplo, puede haber asimismo relaciones puramente transaccionales: préstamos, canjes y regalos interesados.
Por otro lado, para el esteta el libro es mucho más que un objeto que reposa pasi-vamente en los polvosos estantes y es, más bien, una especie de obra de arte que merece ser apreciada desde todos los ángulos posibles: el tipo y tamaño de letra, los márgenes, las guardas, el gramaje y la coloración de las páginas, la consistencia de la encuadernación, en lo aparentemente formal. El repiqueteo de las palabras juntadas y construidas por una pluma maestra, la musicalidad de la prosa y la calidad de la traducción, en lo material. Se trata, pues, del libro como una faena de perfección, producto de mentes agudas, de diseñadores exquisitos y de editores cuidadosos y meticulosos. A esta estirpe en extinción perteneció, por ejemplo, el magistral editor catalán Jaume Vallcorba (creador de Quaderns Crema y Acantilado, nada menos), quien en una conferencia sobre sus entusiasmos librescos declaraba:
“Estoy convencido de que un libro es capaz de modificar a su lector por el simple hecho de haberlo leído; que puede cambiar, en el lector, algo importante, de manera que se podría decir que no es la misma persona antes que después de haberlo leído. Porque leer es dialogar, es ‘escuchar con los ojos a los muertos y tener conversación con los difuntos’, como decía Quevedo siguiendo un viejo y noble lugar común. Con pocos libros se puede tener al alcance el pensamiento humano, y del diálogo con él deriva, es sabido, cualquier conocimiento y cualquier construcción de una personalidad, ya sea individual o social. Por esto creo que editar es un trabajo que conlleva una cierta responsabilidad”.
En cambio, a la casta de lectoras que aquilatan la compañía y la utilidad de los libros pertenece, se me ocurre, la mexicana Valeria Luiselli: “Un libro sobre la cama es un compañero discreto, un amante de paso; otro, en la mesa de noche, un interlocutor; el que está sobre el sillón, una almohada para la siesta; el que lleva una semana en el asiento del copiloto, un fiel compañero de viaje”. (En Papeles falsos, pág. 85) Ella conoce claramente que los libros, liberados de la disciplina férrea de las repisas, del caprichoso orden de los aparadores, pueden cobrar vida propia y significar mundos independientes.
Y si hay alguien que ha tenido una relación casi, diríamos, carnal y simbiótica con los libros ese es Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948). Fue un adolescente o muy joven Manguel el asistente que le vendía a Jorge Luis Borges los libros ingleses o alemanes de la antigua librería Pigmalión, en Corrientes 515, Buenos Aires. Borges, quien iba de exploración libresca acompañado del brazo de su madre desde su departamento de Maipú 994, a pocos metros de la plaza San Martín, o a veces al final de la tarde, cuando había terminado su jornada como director de la Biblioteca Nacional argentina, parecía identificar los volúmenes con solo pasarle los dedos a los lomos. Cuenta Manguel que el maestro acostumbraba reconocer al puro tacto la correspondencia de Robert Louis Stevenson o Portrait of a Lady de Henry James. “Yo no sé si su piel recordaba la superficie específica de los libros que había leído, era como uno de esos faquires hindúes que ven por medio de las yemas de los dedos. Era milagroso”, nos cuenta el escritor argentino.
Como resultado de ese privilegiado contacto, Alberto Manguel fue uno de los lectores particulares de Borges entre 1964 y 1968. Parece que Borges, cuya ceguera progresiva le había ganado la mano a mediados de los cincuenta, ya no podía contar con la ayuda de su anciana madre y les pedía a conocidos suyos con cierto criterio —estudiantes, periodistas, amigos, por ejemplo— que le leyeran en voz alta. “Para Borges —glosa Manguel— la realidad yacía en los libros; en leer libros, en hablar de libros. Íntimamente tenía conciencia de estar prolongando un diálogo iniciado miles de años atrás. Un diálogo, a su juicio, interminable. Los libros restauraban el pasado” (Con Borges, pág. 43).
Y el círculo se cerró cuando este joven lector —en más de un sentido— fue nombrado a su vez director de la mencionada biblioteca pública en 2015 y cuando tuvo que embalar la suya: unos 35 mil seguramente incontrolables volúmenes, ubicados en amplias hileras en un antiguo presbiterio de piedra, al sur del valle del Loira. Para Alberto Manguel el traslado de sus libros no era cosa rara, porque su padre había sido embajador de Argentina y él mismo ha pasado por Tel Aviv, Toronto, París y Londres, por lo menos.
Y si para Manguel embalar su abrumadora y bien nutrida biblioteca fue un ejercicio de nostalgia, que ameritó un juicioso y bien estructurado ensayo, para Walter Benjamin (1892-1940) la gimnasia contraria: desembalar su biblioteca en 1931 antes de la marea nazi, encontrarse de nuevo con los tan ansiados tomos y volúmenes, acariciar los lomos, pasar las páginas y repasar notas, dio pie a unas meditaciones sobre los particulares caprichos de los coleccionistas:
“Empiezo a desembalar mi biblioteca. Sí. Los libros aún no están en los estantes, no los envuelve todavía ese aburrimiento casi imperceptible que es propio del orden. Tampoco puedo todavía recorrer las hileras para pasarles revista en presencia de un público amable. Pero no ha de temer usted nada de eso. Le ruego que entre conmigo en el desorden de las cajas abiertas y en este aire en el que se respira serrín, y que pise el suelo cubierto de papeles rotos bajo la pila de volúmenes que vuelven a ver la luz del día después de dos años de oscuridad” (Citado por Phillip Blom en El coleccionista apasiona-do, pág. 272).
Todo esto porque cada libro es en sí mismo una puerta al infinito, un objeto precioso y poliédrico. Y porque los libros, juntos y revueltos en una biblioteca (embalada o desembalada), suelen formar universos y cosmos.