Y el número sigue creciendo
Por Jorge Ortiz
“La gente, en el futuro, nos recordará como los constructores de la libertad de Cataluña”. Haciendo esfuerzos, del todo infructuosos, porque no se le noten el abatimiento y la frustración, el presidente de la ‘generalitat’ catalana, Artur Mas, apelaba teatralmente a la posteridad, en busca de algún consuelo ante su evidente y aplastante fracaso electoral. Era la noche del 25 de noviembre de 2012, en Barcelona, al término de una jornada en la que los partidos ‘soberanistas’, cuyo propósito final es conseguir la independencia catalana, rompiendo con España, habían fallado en su intento por recibir una “mayoría excepcional” para avanzar hacia un plebiscito en que sea proclamada la soberanía plena de la región que se considera una nación, dueña de una lengua, una historia y una identidad cultural propias.
Las elecciones del llamado ‘25-N’, convocadas con dos años de anticipación en busca de precipitar el proceso de independencia catalana, habían causado una expectativa enorme no solamente en España, sino también Escocia, Padania, Flandes, Córcega, Bretaña, Alsacia, Osetia del Sur, Abjasia, las islas Feroe, el Kurdistán, Palestina, el Sahara Occidental, Quebec, Puerto Rico, Tíbet y en otras regiones del mundo —grandes en unos casos, pequeñas en otros— donde minorías nacionales, organizaciones radicales, élites ilustradas o mayorías oprimidas aspiran también a llegar algún día a constituir un Estado propio, soberano, que les asegure los derechos, las garantías y las libertades de las que en la actualidad se sienten total o parcialmente despojadas.
Y es que cuando las fronteras nacionales parecían perder significación ante el avance impetuoso de los procesos de integración y cuando el mapa del mundo parecía haber encontrado su trazado definitivo, en especial al término de la descolonización de África y Asia, la desintegración de la Unión Soviética y la fragmentación de Yugoslavia y Checoslovaquia, los nacionalismos resurgieron con un ímpetu inesperado y, en muchos casos, con un radicalismo feroz, probablemente como reacción a la globalización, que es vista con frecuencia como homogeneizadora de valores y procederes y, por lo tanto, como atentatoria contra las diferencias y particularidades de cada cultura, unidad geográfica o entidad nacional.
Así, de los 51 países que crearon las Naciones Unidas el 24 de octubre de 1945 (aunque solamente 50 firmaron la carta constitutiva, porque el representante de Polonia no estuvo presente en Nueva York y la firmó unas semanas después), la comunidad internacional está hoy formada por 193 países, además de tres “observadores”: el Vaticano, la Orden Soberana y Militar de Malta y el Estado Palestino, admitido el 30 de noviembre anterior en una votación caudalosa y conflictiva. Y, si todo sale como esperan los independentistas, pronto habrá más de doscientos países. Escocia, por ejemplo, está organizando un referéndum, que se realizará “antes de que termine 2014”, para decidir si se mantiene como parte de la Gran Bretaña o se convierte en Estado soberano. Y otras regiones del mundo quieren hacer lo mismo.
Las zonas en conflicto
Europa es, e históricamente ha sido, el continente con las fronteras más cambiantes. Y ahí están, todavía, los conflictos más latentes y urgentes, que a no muy largo plazo podrían derivar en el surgimiento de países nuevos. Es así que solamente en España, además de Cataluña, han aparecido renovados impulsos soberanistas en el País Vasco y en Galicia, que presumiblemente se debilitaron a raíz del resultado electoral del 25 de noviembre en Cataluña, pero que podrían reforzarse si la crisis económica actual se mantiene y profundiza. Pero es sobre todo en los Balcanes y en las quince repúblicas que conformaron la Unión Soviética durante tres cuartos de siglo, hasta el colapso del socialismo en 1990, donde subsisten agrias y hasta violentas disputas que tienden a atomizar aún más el continente. En Europa las fronteras aún no son definitivas.
Pero también en África, donde la inestabilidad política es habitual por la pobreza y, en especial, por la ferocidad de las disputas tribales, las fronteras se mueven con velocidad de vértigo. El más reciente cambio del mapa ocurrió en julio de 2011, cuando Sudán se dividió en dos y, en medio de controversias limítrofes todavía inconclusas, surgió Sudán del Sur, un país de 620.000 kilómetros cuadrados y ocho millones y medio de habitantes sumidos en una de las situaciones de pobreza más lacerantes del planeta. Pero, además, la subsistencia de conflictos borrascosos entre clanes y tribus, la influencia de caudillos y señores de la guerra ambiciosos y despiadados, la enormidad de la pobreza y la persistencia de fronteras nacionales trazadas insensatamente y al apuro durante el proceso de descolonización permiten anticipar que decenas de disputas latentes estallarán tarde o temprano. Una de ellas, que ya ha causado algunas escaramuzas desde enero de 2012, es la de los ‘hombres azules’, los ‘tuareg’, que aspiran a tener su propio país, Azawad, secesionándolo de Malí.
En Asia, donde las fronteras nacionales en general corresponden a identidades culturales inconfundibles y milenarias, y en América, donde la mayoría de las fronteras quedaron trazadas tras las guerras de la independencia de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, la multiplicación de países parece improbable, por lo menos en plazos previsibles. No obstante, en el Asia musulmana subsisten zonas de inestabilidad, China aún mantiene conflictos con Tíbet y Taiwán y tan solo ha pasado una década desde que apareció un nuevo país asiático, Timor Oriental, que en mayo de 2002 se independizó de Indonesia. Y en el continente americano todavía no está claro cuál será la situación definitiva de Quebec y Puerto Rico, donde subsisten grupos interesados en las respectivas independencias nacionales.
Además de Cataluña, donde las ínfulas independentistas están por el momento desinfladas (recuadro), algunas de las regiones potencialmente capaces de originar nuevos países son estas:
- Escocia: un “referéndum de autodeterminación”, en que podría independizarse de la corona británica al cabo de tres siglos de unión con Inglaterra, se realizará en el transcurso de 2014, según el documento firmado en septiembre de 2012 entre el primer ministro británico, David Cameron, y el jefe del gobierno autónomo de Escocia, Alex Salmond, un partidario fuerte de la soberanía, posición que, sin embargo, tiene desde hace varios años un respaldo de alrededor de treinta por ciento de sus 5,2 millones de compatriotas, insuficiente —si se mantiene— para convertir a Escocia en país independiente.
- Flandes: las tensiones entre las dos regiones que conforman el Reino de Bélgica (Flandes, de lengua flamenca y 6,2 millones de habitantes, y Valonia, de lengua francesa y 3,4 millones de habitantes) han ido en aumento a medida que ha crecido el poder económico flamenco, frente a la contracción del poder valón. La Nueva Alianza Flamenca, un partido de derecha, partidario de la partición de Bélgica, fue el gran triunfador de las elecciones municipales de octubre, lo que reforzó los afanes separatistas de Flandes, que es la región con la más alta tasa de exportación per cápita del mundo.
- Padania: la Liga del Norte, el partido mayoritario en las zonas septentrionales de Italia, propone (o proponía, porque ya no habla de separatismo, sino de federalismo) la independencia de la región a la que denomina Padania, que originalmente es el nombre del valle del río Po, pero con el que los separatistas se refieren a todo el norte italiano (las regiones del Friuli, Liguria, Lombardía, Piamonte, Emilia Romaña, Trentino y el valle de Aosta), al que se agregaron la Toscana, Umbría y Marcas, con lo que el nuevo país tendría algo más de 160.000 kilómetros cuadrados y cerca de 35 millones de habitantes.
- Osetia del Sur y Abjasia: tras el colapso del imperio soviético, en 1990, las dos pequeñas repúblicas autónomas del Cáucaso (de 3.900 y 8.600 kilómetros cuadrados, respectivamente) declararon en 1991 su independencia de Georgia, lo que no fue aceptado por el gobierno georgiano, por lo que estallaron dos guerras, en 1992 y 1996, en las que el ejército ruso impuso por la fuerza las dos independencias. Sin embargo, en el mundo solamente cinco países reconocen a Osetia del Sur y Abjasia: Rusia, Venezuela, Nicaragua, Nauru (una isla de Micronesia, de 21 kilómetros cuadrados y trece mil habitantes) y Tuvalu (una isla de la Polinesia, de 26 kilómetros cuadrados y doce mil habitantes).
- Córcega, Alsacia y Bretaña: de las tres regiones francesas, es en la isla de Córcega, situada en pleno mar Mediterráneo, donde hay más sólidos sentimientos independentistas, que se manifiestan con intensidad variable desde 1769, cuando la por entonces República de Génova transfirió la soberanía corsa a Francia. Los alsacianos, que a lo largo de la historia estuvieron variablemente bajo dominio alemán y francés, y los bretones, que tienen un marcado sentido de identidad local, hablan recurrentemente de soberanía propia, aunque los impulsos independentistas parecen debilitarse gradualmente.
- Islas Feroe: la actual región autónoma de Dinamarca, de cincuenta mil habitantes y 1.400 kilómetros cuadrados repartidos entre dieciocho islas, maneja por sí sola, desde 1948, todas sus actividades, excepto defensa, relaciones exteriores y sistema judicial. Incluso, el archipiélago no es parte de la Unión Europea, a pesar de la pertenencia danesa, como una decisión propia tomada en 1973 por su parlamento, donde cada cierto tiempo se debate si se debe mantener la situación actual o si conviene proclamar la independencia total.
- Kosovo: aunque la independencia de lo que Serbia considera su “provincia autónoma” fue ya unilateralmente declarada en febrero de 2008 y reconocida por 91 países, la administración de sus 10.800 kilómetros cuadrados, donde viven 1,8 millones de personas, en su mayoría de etnia albanesa, está a cargo de una “misión provisional internacional”, enviada a su capital, Pristina, al final de la guerra de 1999, en la que se enfrentaron fuerzas de la alianza occidental con el ejército serbio. Kosovo no ha sido admitida en las Naciones Unidas y, en la práctica, sigue teniendo un gobierno muy limitado.
- Kurdistán: el pueblo kurdo, el mayor de los que carecen de país propio, con treinta millones de personas que viven repartidas en los territorios de Turquía, Siria, Irán, Irak y Armenia, disfrutó de amplia autonomía bajo el Imperio Otomano, de 1639 a 1918. Pero tras el colapso imperial, al final de la primera guerra mundial, el Kurdistán fue repartido entre cinco países y, con ello, anuladas las posibilidades de que los kurdos tengan un país propio. Desde entonces han sido víctimas constantes de represión, en especial en el Irak de Saddam Hussein y en el Irán de los clérigos musulmanes chiitas.
- Palestina: a pesar de que en noviembre de 1988 el parlamento palestino en el exilio, reunido en Argel, proclamó el nacimiento de su Estado en los territorios fijados por las Naciones Unidas en la partición de 1947, los palestinos (el segundo mayor pueblo sin patria, con unos doce millones de integrantes) siguen sin tener su país propio. Lo que sí tienen, desde 1994, es un gobierno autónomo en Gaza y Cisjordania, zonas bajo soberanía israelí. Además, Palestina ya fue admitida en las Naciones Unidas, aunque solamente como Estado observador, en lo que parece ser el primer paso hacia su próximo reconocimiento como Estado de pleno derecho.
- Sahara Occidental: desde 1976, cuando España renunció al norte de África, toda la región, que es ribereña del océano Atlántico y donde escasamente viven doscientas cincuenta mil personas, fue absorbida por Marruecos, al mismo tiempo que el Frente Polisario proclamaba la República Árabe Saharaui Democrática. Ninguna de las dos acciones tiene pleno reconocimiento internacional, por lo que en sus 266.000 kilómetros cuadrados impera una situación de hecho, cuyo desenlace es difícil de vislumbrar.
- Quebec: los afanes independentistas de los territorios canadienses de habla francesa, cuya capital es Montreal, parecen haberse aflojado desde el referéndum de 1995, cuando la tesis de la independencia quedó a menos de un punto del triunfo. Su reivindicación, inicialmente lingüística, defendiendo su derecho a tener el francés como su único idioma oficial, derivó en un planteamiento independentista que estuvo cerca de causar la secesión de una provincia de un millón y medio de kilómetros cuadrados, con ocho millones de habitantes. Pero no se descarta que en algún momento estalle una nueva ofensiva soberanista.
- Puerto Rico: la pequeña isla del Caribe nororiental, de nueve mil kilómetros cuadrados, es desde la expedición de la constitución de 1952 un ‘estado libre asociado’ de los Estados Unidos, país del que depende desde que España se la cedió en 1898. Esa situación jurídica podría cambiar en alguno de los plebiscitos que periódicamente se realizan para que sus 3,7 millones de habitantes voten por una de las tres opciones posibles: el mantenimiento de su condición actual, la declaración de independencia y la anexión plena a los Estados Unidos. Hasta ahora, la primera tesis se ha impuesto siempre, pero en el futuro todo puede pasar…
- Tíbet: en 1950, un año después de la revolución maoísta, las tropas chinas invadieron el territorio tibetano, de un millón y cuarto de kilómetros cuadrados, con tres millones de habitantes, e impusieron tanto el sistema socialista (en reemplazo de la teocracia lamaísta) como autoridades dependientes de Pekín. En 1959, el Dalái Lama, la máxima autoridades tibetana, tuvo que huir a la India. Tíbet es actualmente una “región autónoma” china, pero periódicamente estallan protestas en que monjes budistas se inmolan, quemándose al estilo bonzo, para exigir la autodeterminación y, eventualmente, la independencia, que el Tíbet tuvo durante largos períodos de su historia milenaria.
- Taiwán: la isla, de 36.000 kilómetros cuadrados y veintitrés millones de habitantes, es desde 1949, al término de la guerra civil china ganada por los comunistas, la sede de la República de China, que tiene un reconocimiento internacional parcial. La República Popular China no la reconoce, la considera parte indivisible de su territorio, la denomina ‘Provincia de Taiwán’ y ha amenazado con intervenirla militarmente si se declarara independiente.
Hay, por cierto, otras zonas de conflicto, cuya situación política se mantiene en disputa. El caso más notorio es el de la República de Nogorno Karabaj (también llamada ‘Alto Karabaj’), cuya independencia fue proclamada en enero de 1992, un mes después de que, en referéndum, sus ciento cuarenta mil habitantes, de origen armenio, decidieron separarse de Azerbaiyán. Ningún país la ha reconocido oficialmente ni ha ingresado a las Naciones Unidas, pero mantiene un gobierno propio, democráticamente elegido, porque Azerbaiyán ha optado por no enviar sus tropas para evitar otra guerra con Armenia, como la ocurrida entre 1991 y 1994.
Detrás de la mayoría de los intentos secesionistas están los afanes de libertad de poblaciones que mantienen identidades culturales basadas en el idioma, la religión, la etnia o la historia y que, como consecuencia de conquistas o colonizaciones, quedaron bajo el control de un país con el que no comparten esa identidad cultural. También hay, desde luego, casos en que son las discrepancias ideológicas, las conveniencias económicas y hasta las ambiciones caudillistas las que promueven divisiones y rupturas. Pero todos esos afanes, de cualquier inspiración, se exaltan en situaciones extremas de crisis económicas, en que se agudizan la pobreza, el desempleo y la desesperación. Que es, precisamente, lo que está ocurriendo hoy en buena parte del mundo.
“A Cataluña le gusta España…”
Artur Mas, el presidente de la ‘generalitat’ de Cataluña, estaba convencido de que adelantando las elecciones y exacerbando los más intensos sentimientos nacionalistas podría obtener la mayoría legislativa absoluta y, con ella, dar un paso decisivo en el camino hacia la ruptura con España y la creación de su Estado propio, soberano, del que, por supuesto, él sería su prócer, fundador y primer presidente. La crisis económica que afecta a varios países de la ‘zona euro’, en especial a los del sur europeo, sería terreno fértil para efectuar una campaña electoral en la que, con demagogia tercermundista, se culparía a Madrid de pobrezas y estrecheces y se ofrecería a los catalanes un futuro de prosperidad y éxito cuando ya tuvieran su país propio.
Pero, a pesar de una propaganda electoral agotadora, los catalanes no cayeron en el engaño y en las elecciones, el 25 de noviembre de 2012, le negaron a Mas la “mayoría excepcional” que reclamaba para seguir adelante con sus planes. Claro que, en todo caso, los soberanistas (Convergencia i Unió, el partido centrista de Mas, y Esquerra Republicana, un partido izquierdista y antimonárquico) aún son mayoritarios en Cataluña, pero es evidente que los resultados electorales del ‘25-N’ desinflaron los ímpetus soberanistas. Y es que “a Cataluña le gusta España”, como agudamente tituló el diario La Razón al día siguiente de la votación.
“Cataluña es más plural de lo que creía Artur Mas”, destacó, a su vez, el diario El Mundo, mientras que el diario monárquico ABC aseguraba, con la firma del articulista Luis Ventoso, que “Artur Mas se embriagó con el ruido que él mismo había generado y subestimó una de las mayores virtudes de los catalanes: su sentido común, su implacable poso práctico”. Y es que, según las estimaciones de los economistas más sólidos, la salida de Cataluña de España, con la consiguiente pérdida de la pertenencia a la Unión Europea, le significaría una caída de hasta el 25 por ciento de su producto interno bruto, puesto que más de dos terceras partes de las exportaciones de la comunidad catalana (32.000 kilómetros cuadrados, con siete millones y medio de habitantes) van a los países comunitarios.
Precisamente la economía, tanto por la crisis española como por la muy deficiente gestión económica de Artur Mas, parecía ser el telón de fondo de las proclamas soberanistas. Es así que el diario El País, cercano al Partido Socialista, aseguró al día siguiente de las elecciones que “el argumento independentista esconde bajo la alfombra problemas existentes, como la deuda, pues la de Cataluña supone cerca del 30 por ciento de la deuda total de las autonomías, y desvía la atención de la pobre gestión económica del gobierno de Convergencia i Unió”.
Y es que, a partir de la expedición de la constitución española, en 1978, la autonomía de las diecisiete comunidades en que está dividida España está sólidamente garantizada, lo que no implica tan solo las amplias facultades de que disponen los gobiernos locales, sino también una protección firme de las características distintivas de cada comunidad. “Nadie en Cataluña —agregó El País— puede legítimamente argumentar la supresión de las identidades culturales, las cuales gozan de una extensa protección en España”.
En definitiva, Cataluña seguirá siendo parte de España y de la Unión Europea, al menos por ahora, pues, como también destacó el diario La Razón, “los resultados de las elecciones suponen el triunfo de la razón y la moderación frente a la temeridad de los soberanistas, que desafiaron la convivencia constitucional de todos los españoles”. Pero el 25-N también puede ser interpretado como un llamado a diseñar una nueva distribución del poder en España, de manera que todas las comunidades, en especial las más propensas a expresar sus descontentos mediante la reafirmación de su identidad nacional, se sientan adecuadamente representadas en un país que es, en realidad, uno de los mayores éxitos del tramo final del siglo XX, pues no solamente concretó pacífica y ordenadamente su transición democrática, sino que superó el subdesarrollo para convertirse en la cuarta mayor economía de la ‘zona euro’ y la décimo tercera del mundo. Lo cual, claro, no es poca cosa.