“En el bullying, todos son víctimas”.

Por Gabriela Paz y Miño.

Ilustraciones: Diego Corrales.

Edición 439 – diciembre 2018.

Educación--1

En una situación de acoso, el pa­pel de los testigos es clave. Las nuevas estrategias para comba­tir el bullying pasan por trabajar con todo el grupo: estudiantes, alumnos, familias y autoridades. La prevención es fundamental. Y algo más: no buscar culpables, sino soluciones. En España el pa­norama del acoso empieza, lenta­mente, a cambiar.

 

Bernat tenía once años cuando su grupo de amigos de toda la vida —a esa edad, “toda la vida” significa desde el preescolar— le dio la espalda. No es una metáfora. Le dieron la espalda literalmente: en los patios de la es­cuela, en el parque, cuando se les pedía tra­bajar en grupo y nadie lo elegía a él.

Desconcertado, este niño de ojos bon­dadosos y contextura fuerte se quedó solo. De un día para el otro, las características que le ganaban la admiración de sus com­pañeros y profesores (sus buenas notas, su carácter tranquilo) se volvieron en su con­tra. Incluso sus orejas. Sí, sus orejas. Porque si antes, nadie se había fijado en que sus cartílagos terminaban en punta, de pronto alguien lo notó y empezó a llamarlo “elfo”. Desde entonces, todos parecieron olvidar su nombre. Si no lo llamaban “elfo”, se diri­gían a él con algún insulto. O simplemente no le hablaban. Y allí, donde por muchos años hubo risas, juegos, tareas compartidas, cumpleaños, noches de camping… se insta­ló el silencio.

¿Qué pasó? ¿Por qué todo cambió para este adolescente, uno de los tres mil habi­tantes de un pequeño pueblo, ubicado a una hora de Barcelona? (No ponemos su nombre —y cambiamos el de los protago­nistas— para no identificar a la familia). En una respuesta superficial, se puede decir que lo que le pasó a Bernat fue Víctor: un niño nuevo, que llegó a la misma escuela (la única del poblado) arrastrando una serie de problemas familiares: el alcoholismo de su padre, el maltrato de su madre y un estado de semiabandono, que le hacía pedir aten­ción a gritos.

“La primera señal la tuvimos cuando la profesora nos dijo que Bernat había bo­rrado de la pantalla el trabajo de un com­pañero. Lo dejaron sin patio (recreo) por una semana. A mí me extrañó, pero creí en la maestra y también lo castigué”. Lo cuenta Nuria, su madre, una mujer menu­da y de sonrisa fácil, que tras su apariencia de fragilidad, esconde una garra que sor­prende.

Bernat había aguantado semanas de humillaciones. Hasta que explotó. “Nos contó que había borrado el trabajo, porque en el recreo este niño lo había tirado al sue­lo, doblándole la muñeca frente a todo el grupo”, recuerda Nuria.

Como su hijo, uno de cada diez niños ha sido víctima de acoso en España, se­gún un informe hecho en 2016 por Save The Children, y para el que se entrevistó a 21487 alumnos de secundaria. Un ter­cio de ellos reconoció haber agredido fí­sicamente a otro compañero y la mitad admitió haber insultado. Las respuestas al porqué fueron desde: “Era una broma”, hasta: “No sé”.

Las estadísticas en España tienen un margen de variación, según el estudio que se cite. El porcentaje oscila entre nueve y 24%. Un reciente informe privado sobre acoso y ciberbullying confirma que, aun­que las cifras tienden a bajar, el acoso se ha vuelto más violento y en el 90% provo­ca secuelas psicológicas, como ansiedad o depresión. La misma investigación revela un par de buenas noticias: la mayor parte de alumnos encuestados (más del 96%) re­conoce el acoso como maltrato y no como una broma. Además, según este estudio de las fundaciones ANAR y Mutua Madrileña, cada vez más chicos —entre 65,7 y 80,3%— creen que la mejor solución es unirse entre ellos y pedirle al agresor que pare.

Así, el panorama del acoso empieza a cambiar, aunque lentamente. “Desgracia­damente muchísimos chicos y chicas jó­venes, en algún momento de su paso por el sector educativo, sufren rechazo, burlas o agresiones por parte de compañeros o compañeras. Uno o dos de cada diez alumnos pueden estar sufriendo bullying en estos mismos momentos”, explica Jo­sep Soler, psicólogo de la asociación No al Acoso Escolar (NACE). Como dato com­parativo: en el Ecuador, un estudio hecho en 2015 por el Ministerio de Educación, Unicef y Visión Mundial fijó esa relación en dos de cada diez.

La palabra más temida

A los once años de edad, Bernat ya era parte de las estadísticas. La presión de sus compañeros fue tal, que ir a la escuela se convirtió en una tortura. No dormía y, cuando lo hacía, gritaba en sueños. Lloraba por horas al llegar de clases y vivía en un estado de ansiedad permanente. “Un día nos comentó que había leído que hay niños que se suicidan por estas cosas”, cuenta Nu­ria, con la voz rota. La cotidianidad en esta familia de cuatro miembros (Bernat tiene una hermana menor), empezó a volverse densa. “Yo misma no sabía cómo actuar. Pasaba del enfado al llanto y del llanto a la impotencia”.

Suicidio: la palabra encendió las alertas en la cabeza de la madre. Bernat la pronun­ció el día en que su grupo de antiguos ami­gos votó y eligió a su agresor como favorito entre dos opciones (la segunda era él).

En esos días, los medios se hacían eco del suicidio de Diego, un niño de once años, que se tiró al vacío desde el quinto piso de su casa, en Madrid. Era octubre de 2015. En la carta de despedida, que este pequeño dejó dentro de un muñeco de pe­luche, escribió: “No aguanto ir al colegio y esta es la única forma de no ir”. Antes, en mayo de 2015, se mató Arancha, una joven de dieciséis años, con discapacidad intelec­tual y motora. También se lanzó al vacío. Y el último caso certificado fue el de Lucía, una niña murciana, de trece años, que se ahorcó.

Por eso, Nuria decidió no esperar más. Se acabaron las reuniones inútiles, las ex­plicaciones vacías. Al siguiente año, Bernat estaba en una escuela de una población cer­cana. Y aunque el cambio significó para la madre conducir veinticinco minutos cada día, en vez de caminar dos, Bernat recupe­ró poco a poco la sonrisa. Fue una solución desesperada, pero efectiva, admite Nuria.

Educación--2UNO DE CADA CINCO ESTUDIANTES DE PRIMARIA SUFRE ACOSO ESCOLAR

El acoso escolar afecta a niños sin distinción de credos ni razas. Bullying es una palabra inglesa que significa intimidación. Y se refiere a todas las formas de acti­tudes agresivas, intencionadas y repetidas, que ocurren sin motivación evidente, adoptadas por uno o más estudiantes contra otro u otros.

Fuente: www.guiainfantil.com

Persistencia y conciencia del daño

No es un episodio aislado. Ni una pe­lea ocasional. Ni una broma. Menos aún “cosas de niños”. Enrique Pérez-Carrillo de la Cueva, director y fundador de la Aso­ciación Española de Prevención del Acoso Escolar (Aepae), lo explica así: “Cuando una situación de maltrato verbal, físico o psicológico ocurre una vez, podría ser algo puntual; cuando pasa dos veces, puede ser una casualidad; pero a partir de la tercera empieza a ser sistemático y ya hablamos de acoso”.

Aepae ha trabajado en España, duran­te quince años, con más de diez mil estu­diantes en prevención e intervención del bullying. Con toda esa experiencia, Pérez- Carrillo de la Cueva establece algunos matices. Por ejemplo, cuestiona que para hablar de bullying, deba probarse la inten­cionalidad. “Hay que diferenciar entre eso y la conciencia de daño. En los niños más pequeños, no hay intencionalidad, pero pueden maltratar a otro, si por proceso de aprendizaje negativo, perciben que consi­guen un beneficio”.

Hay otras tantas creencias erróneas (y comunes). “Solo les pasa a los tímidos”. “El acoso desaparece solo”. “Si no hay agresio­nes físicas, no es acoso”. “Mi hijo no acosa”. “El cambio de colegio es la solución”.

“Hasta hace pocos años era frecuente que los casos se ocultasen o que se les quita­se importancia diciendo que eran cosas de niños. Por desgracia en algunas ocasiones todavía detectamos estas actitudes. Afortu­nadamente, la situación ha cambiado bas­tante y en la actualidad existe una impor­tante sensibilidad a nivel social respecto a este problema”, dice Josep Soler, de NACE.

En el caso de la familia de Bernat, esa sensibilidad del entorno no existió. O no se manifestó. “Sus amigos no lo defendían, quizá por miedo”, explica la madre. “Y en la escuela me repetían que no me preocupara”, cuenta Nuria. “Cuando todo se puso peor, empezaron a culpar a mi hijo, tildándolo de prepotente”. Ella, que llegó a recibir amenazas del padre de Víctor y a enjuiciar a la escuela, describe como un “trauma” lo vivido en esos días. “Nadie nos protegió. Tuvimos que ac­tuar solos”.

“La mayoría de centros aún actúan de forma reactiva. Otro problema es la canti­dad de trámites administrativos que im­plican los protocolos. Cuando se suicidó una chica en Madrid (Arancha), ya se sabía que ella sufría acoso. Lo sabía la familia, el colegio, las fuerzas del orden público. Y no se pudo evitar. En un caso de acoso, las medidas deben ser urgentes”, explica Pérez- Carrillo, pedagogo, periodista y maestro de artes marciales. De la teoría a los hechos, hay mucha distancia. Lo sabe él, que escu­chó de boca de un profesor que el maltrato a uno de sus alumnos no podía ser bullying, pues el niño no recibía agresiones “más de tres veces por semana”.

Sin testigos, se acaba la “gracia”

En España uno de los modelos exitosos para enfrentar el bullying es el programa KIVA, creado en Finlandia y aplicado ya en más de veinte países de Europa, además de en colegios de Argentina, Chile y Perú.

La clave es mover el foco. O más bien, ampliar la visión. En lugar de atacar el pro­blema, trabajando solo con los agresores o el niño o niña agredidos, se trata el tema con todo el grupo, involucrando activa­mente a los testigos en la prevención y en la solución.

Escalae, un instituto privado con sede en Barcelona, ha introducido el programa KIVA en varias escuelas españolas. Una de ellas es la Escuela Escandinava, en Madrid, que aplica el programa desde hace un año. Los niños y niñas lo trabajan como una asignatura más, abordando temas como las emociones, el respeto, la empatía, los valores. Cada semana, asisten a una clase llamada I like to talk, en la que hacen algo tan simple e importante como hablar de lo que sienten, de las relaciones con sus com­pañeros, de los conflictos incipientes. Tra­bajan incluso con videojuegos, en los que se simulan situaciones de acoso. “El que acosa quiere poder, quiere un estado social elevado. Si los testigos no actúan de manera positiva, no lo va a conseguir”, explica Jenny Dettmann, directora de la escuela.

Una experiencia parecida, aunque no virtual, es la que propone Aepae. “Aborda­mos en los cursos dinámicas sobre empatía y compasión. A partir de los nueve años de edad, los chicos tienen más conciencia y hacemos sesiones de sensibilización, con presencia del tutor”, explica su director.

Ponerse en los zapatos del otro. Hacer que el grupo tenga conciencia del daño. Esos son los objetivos. Una de esas dinámi­cas es poner a alguien en “el foco”; situar­lo frente al grupo que lo mira, en silencio. Y en un siguiente paso, lo observa con los brazos cruzados. Y en un tercer momento, con los dedos apuntándole. Después ven­drán el diálogo y un abrazo sanador, pero antes el chico o chica habrá sentido lo que es enfrentar la presión del grupo. “Salen a la luz muchas dinámicas ocultas”. Esto, por supuesto, va acompañado de la capacita­ción a los adultos responsables, para que cumplan un papel activo en la prevención del acoso o en frenarlo, antes de que se con­vierta en una imparable bola de nieve.

La asociación NACE también trabaja ampliando el enfoque, más allá de la dua­lidad: agresor-agredido. Una de sus campa­ñas es la difusión del programa español Tu­toría Entre Iguales (TEI). “En él participan alumnos, maestros, padres y madres. Nos gusta porque confiere protagonismo a los propios alumnos en la detección y resolu­ción de las potenciales situaciones de acoso escolar”, dice Josep Soler. El TEI se utiliza en decenas de escuelas españolas y también hay interés por parte de escuelas de Amé­rica Latina.

Paralelamente, se han creado mecanis­mos directos de ayuda, como un teléfono gratuito y confidencial al que pueden lla­mar quienes sufren agresiones o conocen situaciones de maltrato (Fundación ANAR) o una aplicación telefónica, que los mismos jóvenes pueden activar, en caso de bullying, para recibir ayuda inmediata.

“Si tienes una sierra, sacarás una sierra; si tienes un globo, sacarás un globo”

Como en un juego de espejos, agresor y agredido se devuelven constantemente sus imágenes. Intercambian luces y som­bras. A simple vista, son polos opuestos, pero comparten un poderoso trasfondo: el miedo. Una base de inseguridad, un ba­gaje de comportamientos aprendidos y de mecanismos adaptativos de supervivencia, desarrollados en el entorno de su primera infancia y arrastrados hasta la efervescente etapa de la adolescencia.

Patricia Mir, experta en neuroprogra­mación y en gestión de talento, describe la dinámica emocional que subyace en una situación de acoso. Su conocimiento del funcionamiento del cerebro humano y su experiencia en el tema del bullying le per­miten desmontar las creencias más exten­didas —y erróneas— sobre este problema.

No —dice Mir—, en el bullying no hay una víctima y un victimario. Son dos vícti­mas, enfrentadas y rodeadas por un grupo que, ante la situación violenta, también basa su comportamiento en el miedo. Miedo a quedar como cobarde, si no se muestra po­der (el agresor). Miedo a no llegar sano y salvo a casa (el agredido). Miedo a que les pase lo mismo (los testigos). Miedo a poner límites (las familias). Miedo a arruinar su prestigio (las escuelas).

¿Y qué temor puede ser más grande para un adolescente que perder su lugar en el grupo? Sus pares son el espacio de perte­nencia, de sobrevivencia. Como lo fueron los padres en la primera infancia, cuando el llanto, la risa, los gritos o las primeras pala­bras de un bebé llamaban la atención de los adultos, que atendían sus necesidades. En la adolescencia, ese referente cambia porque los padres ya no pueden satisfacer las nece­sidades nuevas: las primeras manifestacio­nes del deseo sexual, la atracción del riesgo, la consolidación de una nueva identidad física y psicológica, el hedonismo… Todo ese “caballo desbocado” en que se convier­ten los adolescentes, como consecuencia de los procesos de desarrollo cerebral propios de esa etapa. Concretamente —explica la experta—, ocurre una “poda” de las cone­xiones cerebrales, que se vuelven tres mil veces más rápidas. Pero, sobre todo, influye la acción de la amígdala, responsable de la hiperactividad emocional que caracteriza a la adolescencia.

Así, con emociones intensas, con mie­do a ser rechazados, con los deseos y temo­res exacerbados, con un cuerpo que crece y cambia, con la necesidad de diferenciarse de los padres… muchos jóvenes son presas fáciles. Candidatos a convertirse en agreso­res o agredidos. “Entonces sacas tu caja de herramientas: si tienes una sierra sacarás una sierra; si tienes un globo, sacarás un globo”. Y, según el caso, serás el agresor o el agredido. “Uno ataca y el otro se parali­za. El grupo percibe el miedo y lo rechaza”, dice Mir.

Si los adultos a cargo no trabajan en prevenir el acoso o en pararlo a tiempo, es­calará. El acosador acumulará rabia y culpa y buscará más “víctimas”. El agredido nor­malizará la situación e incluso pensará que la merece. Para explicarlo Mir menciona el caso de un chico que ella trató y que sufrió abusos en nueve colegios.

Prevenir el bullying pasa también por trabajar de forma sistémica con las fami­lias. Y hay algo más. Algo tan importante como difícil: desculpabilizar a los dos. Sí, a los dos. En vez de culpas, buscar soluciones.

“No podemos pedir racionalidad a los adolescentes, sino darles herramientas. Es una gran oportunidad para enseñarles algo tan básico: no importa que no te guste todo el mundo. Pero si alguien no te gusta, no es necesario atacarlo”.

LA PROFESORA QUE CONSIGUE FRENAR EL BULLYING ANTES DE QUE EMPIECE

Cada viernes, la profesora (norteamericana) extien­de una hoja en blanco a sus alumnos. No se trata de ningún examen sorpresa. Solo tienen que responder a dos preguntas muy sencillas:

1. ¿Con qué cuatro niños quieres sentarte la sema­na que viene?

2. ¿Quién es el que mejor se portó esta semana?

Los niños responden, aun sabiendo que no se sen­tarán con sus mejores amigos. La profesora no bus­ca reorganizar las mesas. Solo quiere saber quién se queda al margen. Que nombre no aparece nunca en esas hojas. Quién no tiene amigos.

En cuanto se van los alumnos, la profesora se plan­ta frente la pizarra y va analizando los resultados. Un esquema que deja bien claro el organigrama de relaciones entre sus alumnos, como si se tratara de una radiografía de la clase:

• Quién lidera los grupos, a quién admiran más.

• Quiénes, sin ser líderes, son muy populares.

• Quiénes, aún sin ser muy populares, tienen apoyos.

• Quiénes se quedan apartados. Estos, preci­samente estos, son los blancos más fáciles del bullying.

La profesora identifica a los niños ‘solitarios’. Son los niños que más problemas tienen para rela­cionarse con los demás. ¿Qué hace entonces?

Esta profesora lo tiene claro: si se equilibran las relaciones y todos los niños consiguen apoyos… si todos los niños se sienten integrados, será muchos más difícil para un acosador encontrar una víctima, porque la persona acosada tendrá amigos que le defiendan.

¿Qué pueden hacer los profesores para evitar que haya niños marginados?

• Organizar asambleas en clase todas las sema­nas. Sirven, entre otras cosas, para exponer en público los problemas que surgieron en clase y fuera de las aulas, y buscar entre todos solu­ciones.

• Empatizar más con los alumnos. Conocerles más en profundidad. ¿Quiénes son en reali­dad? ¿Cuáles son sus sueños? ¿Quiénes son sus amigos? ¿De verdad está a gusto en clase? ¿Qué problemas tiene?

• Promover actividades de convivencia. Existen actividades destinadas a que los alumnos se conozcan mejor, se valores y respeten.

• Enseñar a los niños con menos amigos estrate­gias para unirse al grupo y mostrar sus dones a los demás.

Fuente: www.guiainfantil.com

 

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