Diners 464 – Enero 2021.
Por: Daniela Mejía Alarcón.
Fotografías: Pía Olaciregui.
Cuando llegó la pandemia a Argentina, hace apenas tres meses, un nuevo Gobierno había asumido tras cuatro años de políticas de ajuste. ¿Cómo ha sido el día a día en el país que impuso la cuarentena más larga del mundo? Aquí, algunos testimonios.

En crisis, rescatar
De pie y con la espalda recta espera. Una bolsa de tela cuelga de una de sus manos. Se le han gastado 74 años y no lo aparenta. ¡Pero qué bien te mantenés!, le dijo también esta semana el oftalmólogo, recuerda Susana riendo sin mostrar los dientes porque un barbijo negro le cubre casi toda la cara. Ya casi no se ven bocas ni dentaduras en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la capital del país donde los besos eran parte de la cotidianidad hasta del saludo entre hombres.
El uso de mascarilla en comercios, transporte público (todavía exclusivo para trabajadores considerados esenciales), calles y plazas es obligatorio y está totalmente incorporado al día a día de Argentina, que impuso la cuarentena más larga del mundo, incluso más larga que la de Wuhan, en China, donde se originó el nuevo coronavirus, aunque no por eso evitó llegar y superar el millón de infectados de la covid-19. Empezó por decreto el 20 de marzo y oficialmente pasó de la etapa de aislamiento a la de distanciamiento social en casi todo el territorio recién el 9 noviembre.
Susana está parada en la esquina de México y Chacabuco, en el turístico barrio de San Telmo, donde funciona un comedor de la organización Asambleas del Pueblo y hace la fila para recibir el almuerzo que comerán ella, su hija y dos nietos. Por la pandemia ya no se ingresa. En la vereda los comensales entregan tuppers, ollas, frascos, el recipiente que tengan para llevarse comida caliente y los viernes, además, mercadería: arroz, polenta, fideos, puré de tomate, leche, verduras.
La hija de Susana se quedó sin trabajo en la cuarentena. Desde hace cuatro meses asisten a este comedor en el que antes de la crisis sanitaria por el coronavirus se cocinaban entre 200 y 250 raciones diarias. En mayo se les triplicó la demanda: llegaron a preparar casi 650, cuenta Analía Casafú, coordinadora del espacio que surgió en respuesta a una de las mayores crisis económicas que tuvo Argentina: la de 2001, el llamado corralito, que restringió a los argentinos del libre acceso al dinero de sus cuentas, causó la renuncia del presidente Fernando de la Rúa y un largo período de inestabilidad social y política. “Como no había este tipo de ayuda a través de las escuelas gestionamos que abrieran los comedores para que pudieran comer los niños”, recuerda Analía.
No hay un número oficial exacto de cuántos comedores y merenderos comunitarios hay ni en Argentina ni en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la más poblada de la provincia del mismo nombre y del país. Lo cierto es que fueron esenciales antes y lo son ahora. En los primeros cien días del aislamiento, ante la imposibilidad de salir a trabajar, pasaron de 102 mil a más de 353 mil las personas necesitadas de un plato de comida, según el gobierno porteño.
En octubre el número de raciones en este comedor bajó a 350. Victoria Murillo también recibirá una. Encabeza la fila de espera. Es peruana pero desde 1998 vive en Buenos Aires. Hasta el 15 de marzo trabajó por veintitrés años en la cocina de un bar en el microcentro porteño, que, como todos los negocios, tuvo que cerrar al inicio de la cuarentena. No imaginó que sus jefes dejarían de pagarle el salario: 17 500 pesos, unos 208 dólares al cambio oficial de mediados del tercer mes del año.
Decidió asistir al comedor de Asambleas del Pueblo porque no tenía para comer todas las comidas del día. En Argentina, el granero del mundo, donde se produce alimentos para más de cuatrocientos millones de personas, el hambre ya era un problema. De hecho en septiembre de 2019 el reclamo popular en las calles devino en la promulgación de la emergencia alimentaria hasta 2022. También ya había pobreza. Cuando terminó el mandato de Mauricio Macri (2015-2019) la tasa era de 35,5 %, una cifra que en el primer semestre de este año se elevó a 40,9 %.
Como Susana, Victoria tampoco aparenta ser una septuagenaria. Pero tiene 72, por lo que integra la población de riesgo y no pudo reincorporarse a su empleo cuando se habilitaron los bares y restaurantes porteños para atender primero solo con delivery, después con take away (para llevar), luego con mesas en veredas y recién a fines de octubre con atención en el interior aunque al 25 % de su capacidad máxima. “Se olvidó mi jefe completamente de mí, económicamente no me ayuda en nada”, asegura.
“Ahora justo conseguí reemplazar a una chica de limpieza que se enfermó. Es por quince, veinte días, algo así. Viste, que yo me la rebusco. Cuando hay así que regalan bolsones de comida yo voy”. Victoria ha aprendido a atravesar las crisis. Se fue de su país dejando a sus dos hijos adolescentes para ayudarlos económicamente. “Perú estaba muy difícil. Yo trabajaba en el Banco de Crédito. En la época de (Alberto) Fujimori nos sacaron a todos los que teníamos tantos años ahí y me vine sola. Era gerente de Recursos Humanos, ¿podrás creer? y mira, estoy acá pidiendo un plato de comida, pero sabes qué, a mí no me da vergüenza”. Sin embargo, llora. Intempestivo irrumpe el llanto como manifestación de la realidad que pesa y duele, pero se atraviesa.

En crisis, inventar
Martin Belingheri es peluquero pero la pandemia lo llevó a hacer mermeladas. Laura Marcora es profesora pero el coronavirus, además de hacer repartos en la moto que tiene, la orilló a retomar un oficio casi en extinción: afiladora de cuchillos. Ninguno pasa de 35 años. Son solteros, aunque Laura tiene un hijo, Julián, de cuatro. No se conocen pero comparten el ingenio, la capacidad de encontrar soluciones y dar giros en medio del caos.
En Argentina existen más de 78 mil salones de belleza y según las cámaras que los representan suman más de cien mil los trabajadores del sector a nivel nacional. Todos, incluyendo a Martín, estuvieron inactivos durante cinco meses. Sin usar sus tijeras, aplicar tintes ni hacer cepillados, Martín logró mantener su peluquería en la zona de Congreso porque se acogió a una de las medidas que el Ejecutivo impulsó para monotributistas y autónomos como respuesta a la crisis. Y también porque su pareja no perdió su empleo y decidió apoyarlo.
“Yo quería cerrar porque me seguían viniendo los servicios como si estuviera trabajando. Por suerte pude pedir un préstamo que es el que otorgó el Gobierno a tasa cero y con eso pude pagar los servicios y el alquiler del local me lo pagaba Walter”, relata Martín mientras se sube y baja el tapabocas para cebarse a sí mismo unos mates, una de las más fuertes costumbres argentinas que se vio afectada por la pandemia. Ya no se comparte.
Su peluquería, Farben, era su único ingreso. “Por suerte Walter no dejó de trabajar, entonces tratando de ahorrar en ciertas cosas pudimos zafar, pero en un momento dije bueno, quieto no me puedo quedar y empecé a cocinarle a una señora, a hacerle mandados a ancianos cerca de mi casa pero no era suficiente. Creo que más que por la parte económica fue para mantener la cabeza ocupada. Ahí me puse a preparar y a vender las mermeladas”.
Afortunadamente su emprendimiento despuntó porque recién el 29 de julio a las peluquerías se les permitió retomar la actividad con su respectivo protocolo. “Cuando abrí fue un boom. La demanda fue tan alta que agosto fue uno de los meses que más trabajé en toda mi vida. Acá la gente lo tiene como primera necesidad”, explica.
Más allá de que pudo recuperarse pronto, incluso incrementando los costos de ciertos servicios hasta en 100 % ya que los productos también aumentaron, Martín cree que al no tener hijos la situación económica de su hogar fue más manejable. Laura, en cambio, se sacudió la angustia recién en octubre. “Yo puedo tomarme una sopa y ya está, pero a mi hijo obviamente quiero darle algo que sea nutritivo y es bastante desesperante pensar cómo vas a hacer para que no le falte nada”, descarga Laura. En plena pandemia perdió su empleo.

Cuando llegó el nuevo coronavirus a Argentina ella estaba trabajando en la escuela del Garrahan, un hospital de niños. En paralelo había apenas empezado a dar talleres de educación no formal artística. “Esos trabajos automáticamente se cortaron y el del hospital terminó en agosto porque se terminaba el contrato porque venía el titular del cargo”.
Le tocó acudir a sus padres. “Me ayudaron para poder comprarme comida y las cosas del día que necesitaba”. Pero no por eso se detuvo. “Estuve dos meses inventando otras salidas laborales, buscando distintas maneras de sobrevivir, repartiendo cosas con mi moto y empecé a hacer afilados de cuchillos, tijeras y otras herramientas que es un conocimiento que heredé de mi familia”, cuenta Laura que, además de sin trabajo, se quedó sin ahorros. “Los tuve que usar para pagar mi alquiler, así que no los tengo más”.
Pero está recontenta con ser afiladora. Encontró en Facebook un nicho para agitar su emprendimiento. “Hoy en día es la única forma de difundir. Estoy en una página feminista en la que solo ofrecen y piden trabajo mujeres y disidencias, y al publicar ahí me contactaron bastantes personas (…). Estuvo bueno para el público femenino poder contar con una afiladora de confianza”, apunta.
A finales de octubre, mes en cuyo inicio el Gobierno autorizó el retorno gradual de las clases presenciales con base en indicadores epidemiológicos, Laura encontró otro puesto en el sistema público de educación porteño aunque con menor carga horaria y salario. “Me van a pagar diecisiete mil pesos (menos del sueldo mínimo actual), yo estaba ganando veintiséis mil. Voy a tener que seguir con el resto de los emprendimientos y seguir buscando otro cargo en educación. Tengo un nene y no voy a poder cubrir todo”.
No va a poder porque en octubre la canasta básica fue de 49 912 pesos (unos seiscientos dólares al cambio del dólar oficial de mitad de ese mes). Pero Laura seguirá afilando cuchillos e ideas porque, como dice, pese a la flexibilización de la cuarentena, Argentina sigue en crisis. “Cuando apareció la covid la situación económica y política del país era bastante crítica, pero justo estaba empezando el mandato un nuevo presidente (Alberto Fernández), así que teníamos tal vez todos o varios la esperanza de que las cosas mejoren pero, bueno, seguimos en crisis. Más crisis luego de la crisis”.

En crisis, adaptarse
Una pantalla. Detrás de esa lámina de vidrio está él y están otros buscando paliar el encierro y sus consecuencias. Sebastián Villacorta tiene 32 años y es actor y profesor de teatro. WhatsApp ya no es parte de su vida social. Es su ecosistema laboral.
Hasta inicios de noviembre, durante ocho meses, tanto el circuito teatral oficial (dependiente del gobierno porteño) como el comercial y el independiente de Buenos Aires estuvieron inactivos. Nadie pudo trabajar por fuera de la virtualidad, por eso, muchos lo hicieron vía streaming y “a la gorra”, es decir, ateniéndose a lo que el público podía pagar. De ahí que el pasado 20 de agosto el sector cultural independiente, que funciona en unos setecientos espacios, se declaró en emergencia. “Se nos tilda de ‘no esenciales’, pero todos en esta cuarentena vimos series, escuchamos música y vimos obras más que nunca (…) yo creo que esto dejó bien claro el estado precarizado en el que trabajamos”, sostiene Sebastián sobre la situación de los trabajadores de la cultura, un sector que representa el 11 % del PBI de la ciudad.
A él la pandemia lo encontró estable. Trabajaba animando eventos empresariales e infantiles, acudía a los ensayos de una obra de teatro por estrenar y daba clases. “Con la cuarentena se cortó todo y lo único con lo que seguí fueron las clases, pero adaptándolas de manera virtual”, relata Sebastián, quien “nunca hubiera pensado dar una clase por WhatsApp”, pero es la plataforma digital más fácil para sus estudiantes: personas de entre setenta y noventa años.
Con esa como única opción para desde lo laboral inyectar dinero a su economía, pidió el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) que recibieron casi 8,9 millones de personas en tres entregas de diez mil pesos, casi 150 dólares. “Al día de hoy ya no recibo más IFE. Fue una pequeña ayuda dentro de la adversidad”, dice Sebastián, que como Laura buscó asistencia complementaria en su familia . “Desde que me independicé esta fue la primera vez en ocho años que tuve que pedir. Fue esencial ese aporte”, destaca detrás del barbijo negro sentado en la plaza Dorrego de San Telmo, que tiene esta mañana soleada varias mesas ocupadas.
En el número 825 de la avenida de Mayo el panorama es opuesto. No hay casi nadie en el elegante salón de estilo francés. Es una estampa chocante, el vacío que no se termina de llenar. Antes, al pasar por este tramo de una de las arterias del corazón porteño, el caminante se chocaba con largas filas de turistas que aguardaban por entrar y conocer el Tortoni, uno de los cafés más importantes y antiguos de Buenos Aires. Fue inaugurado en 1858.
Miguel González trabaja aquí desde el año 2000. Es el encargado y detrás de la mascarilla que le hace juego a su camisa celeste a rayas relata que acá entraban más dos mil personas al día: 80 % extranjeras y 20 % locales. Ahora en el lugar se percibe la calma que el mismo González transmite al contar que el café estaba en una posición financiera buena que les permitió soportar, a diferencia de los casi cuarenta mil comercios que no resistieron y ya en junio habían cerrado definitivamente en el país.
En el Tortoni no hubo despidos, pero porque recurrieron al Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción (ATP), mediante el cual el Gobierno está pagando la mitad de los salarios a los trabajadores privados. “Mantenerlo es un costo elevado en momentos normales, imaginate en pandemia lo que significa seguir manteniendo esto. Tuvimos que acogernos al ATP porque si no es imposible el sostenimiento”, detalla.
“Con el take away cada apertura era un día de pérdida porque no somos un café de take away. La gente no viene al Tortoni porque tiene el mejor café de Buenos Aires, viene por el valor agregado de lo que significa el café desde 1858”. Es martes 3 de noviembre y González dice que tienen apenas 15 % de ventas. Por eso, a la espera de que se normalice el turismo internacional, han implementado otras estrategias. “Nosotros teníamos tal cantidad de gente que no necesitábamos ni siquiera las redes sociales pero ahora renovamos nuestras redes, vendemos por Internet”. Ahora lo hacen porque —apunta— necesitan “mantener viva la llama del café”. El leitmotiv es sobrevivir. Los argentinos parecen haber aprendido ya cómo hacerlo en tiempos de crisis.