Por Sandra Araya
Edición 458 -Julio 2020.
Fotografías: Shutterstock
¿Recuerdas la vez que recordaste algo por primera vez?Este acertijo no es tan sencillo de resolver, pero vaya que ayuda, apoya, acompaña. Somos lo que hemos venido siendo, es decir, un registro de actos y palabras y lágrimas ahora convertidas en memoria, en la nada y en el todo.
Hay que haber empezado a perder la memoria,
aunque sea solo a retazos, para darse cuenta
de que esta memoria es lo que constituye toda nuestra vida.
Luis Buñuel

Podríamos decir que estas circunstancias que acabamos de atravesar como especie —aunque no tengamos muy claro si estamos realmente ya del otro lado del peligro— pueden considerarse una emergencia. Los Estados han usado de forma específica el término: emergencia sanitaria. Y esta emergencia, más allá de lo físico, de cómo nuestro cuerpo podía convertirse en un enemigo de un momento a otro gracias a la colonización de nuestras células por parte de un virus, también era una tragedia por el lado emocional. La emergencia sanitaria, lo sabemos, ha afectado al (in)consciente colectivo. Es muy pronto aún para anotar las consecuencias, vaya a saber qué memorias tendremos a futuro de esta época, qué recuerdos guardarán los niños, por ejemplo, ¿quizás los más felices, porque no fueron a la escuela?, ¿la angustia de no saber si los adultos podrían controlar el mundo como siempre han hecho?, ¿fingiendo? Es muy pronto, insisto, para anotar o siquiera adivinar estas cuestiones.
Pero quisiera ahora hacer un recuento de otro tipo de memorias, no las del futuro, sino esas que todos trajimos a colación durante el encierro. ¿Te acuerdas de la primera vez que…?
En medio de un encierro forzoso, era inevitable empezar a invocar algunos episodios del pasado, como si estuviéramos haciendo cuentas. ¿Vivimos ya lo suficiente? ¿Amamos lo suficiente? ¿Aprendimos lo que teníamos que aprender? Y claro, de entre esos recuerdos reviven las primeras veces. Y no, no solamente hablo de la primera vez como una iniciación sexual, que eso resulta hasta trillado hoy en día cuando, creo, ya se ha comprendido que amor y sexo no tienen que ir de la mano. La primera vez, en el sexo, puede ser realmente aburrida. Pero el primer amor, obvio, no se olvida, porque es de seguro la primera vez que una persona sufre por una soberana estupidez.
Así recuerdo yo a mi primer amor, del que creo hablé en otro artículo: me enamoré jugando a los extraterrestres mientras empuñaba una pistola de agua verde. Y luego vendría el primer beso, que, por supuesto, no puede sino compararse a todos los primeros besos cuando comencé una relación, a los trece, a los dieciocho, a los veinte, pasados los treinta… Aquí tendría que plagiar una frase de Drew Barrymore en 50 primeras citas, cuando le dice a su pareja, una y otra vez: “Nada se compara con el primer beso”. Y claro, toda escoba nueva barre bien, hubiera dicho mi abuela, quien también, luego de la primera decepción, cuando yo lloraba con todas las lágrimas y mocos de mi ser, me dijo: “Es la primera vez que lloras por amor, pero no será la última”.
¿Por qué no aprendemos de las primeras veces que nos hicieron sufrir? Me lo pregunto a diario, y eso que tengo una memoria que raya en lo enfermizo. Puedo recordar ese primer beso, esos primeros besos, y la sensación de irreparable abandono de la primera pelea de enamorados. Recuerdo los versos asquerosamente dulces que escribí entonces, al tiempo que leía Cien sonetos de amor. Por suerte, esos chapuceros escritos míos están guardados, más que en mi memoria, bajo llave, en una gaveta escondida.
Y si no recordamos el momento exacto en que algo sucedió, nos queda eso, el remanente de la sensación, el eco de la emoción dentro de un cuerpo que no entiende qué le sucede. Mi madre dice que la primera vez que me llevó al cine fue para ver E. T. (1982). Haga sus cuentas, lector. Tendría yo unos tres años y, si bien es cierto que no puedo recordar la escena de esa niña que fui en el cine, tengo la emoción guardada, la expectativa de que algo saldrá de la oscuridad. Mi madre completa mis recuerdos con los suyos: me había llevado al cine porque a ella le gustaba ir al cine, y yo no era como los otros niños que lloraban y se removían en el asiento. Dice que estábamos en el segundo piso, que me arrimé al balcón —bajo su tutela, claro—, que abrí mucho los ojos, que estaba muy quieta, esperando que el extraterrestre se dejara ver bajo una luz intermitente, atraído por un camino de dulces de colores. Es cierto, no puedo recordar las imágenes de la primera vez que vi E. T., pero sí tengo muy presente la sensación de dolor cuando el extraterrestre se separa de su amigo Elliot. Lloré. Lloré la primera vez y he llorado todas las veces que he visto la película. Lloré cuando, en una campaña publicitaria, Elliot, ya adulto, y su amigo, se reunieron. Es que la tristeza, el llanto de una primera vez, de una separación imposible pero inevitable, no se va. Queda el eco.
Y quedan por supuesto las costumbres, los gustos, porque ir al cine es algo que siempre me conmueve, el ritual de estar en una sala, sola o acompañada, frente a esa historia que vive por sí misma.
Es increíble, pero los primeros contactos con la ficción pueden conmovernos más que la vida real. Es como si los personajes se hicieran más cercanos, incluso que la familia, dependiendo de la edad. Cómo no recordar, claramente, ahora sí, con imágenes, la primera vez que leí un libro de corrido, sola, totalmente alejada del mundo “real”, inmersa en otras tierras, mirando a través de otros ojos. Un rato antes había estado deambulando por la casa, sin tener qué hacer, hasta que llegué donde mi abuelo y le dije: estoy aburrida. Me miró por encima de sus anteojos “de gato” y me respondió que solo la gente tonta se aburre. Me sugirió, como de pasada, ¿por qué no pesca un libro y se pone a leer? Tenía siete u ocho años. Maldita sea. Tenía siete u ocho años, siempre tendría-tendré un pelo largo y lacio; en el sofá, cuando me recosté en él, pegaba el sol de la tarde, serían las dos y algo más de la tarde. Cuando se prendieron las luces, ya luego del crepúsculo, cuando alguien preguntó dónde estaba la niña, me buscaron y me encontraron en el mismo sitio en el que me habían visto por última vez, el sofá. Tenía entre los brazos un libro, una edición ilustrada de Las aventuras de Tom Sawyer. Había logrado salir, junto a Tom y Becky, de la caverna y vi horrorizada cómo luego encontraron el cadáver de Joe, anhelando la luz, el aire. Había terminado ya el libro. Era mi primera vez, y esos cuerpos no se olvidan.
Nadie podía saber bien qué iba a pasar con esa niña solitaria que lloraba con las películas y que leía hasta que todas las luces se apagaban.
Yo solo lo intuía.
Me dediqué, inconscientemente, a alimentar esas primeras veces. No podría olvidar la primera vez que fui sola al cine. Vi una película de Jean Claude Van Damme, mi amor de la adolescencia. La primera vez que cobré un sueldo, a los dieciocho años —formalmente, antes ya había hecho trabajos ocasionales, trabajólica como siempre fui—, además de ir a comer con una amiga, fui directo a la librería Sagitario y compré El péndulo de Foucault. ¿Por qué ese libro? Leí la contraportada, me pareció divertido el texto. No sabía en lo que me metía. Nunca me había obsesionado tanto con entender todo lo que estaba escrito. Le pedí a un amigo israelita que me tradujera ciertos pasajes; lo mismo a otro amigo francés. Obtuve una felicidad extrañísima, la de una alienada por siempre. Y encima pagué ochenta mil sucres.
Mis primeros recuerdos son en sucres, claro. Las primeras idas sola a la tienda de la esquina, donde compraba esos dulces Noel a cinco sucres; los cien sucres que me enviaban para la colación de la escuela; el billete de diez mil sucres que una vez se me cayó en la calle y con el que debía comprar unas medicinas que nunca llegaron a la casa.
La primera vez que usé dólares no la recuerdo, porque en realidad no importa. Pasé, como todos, a usar billetes de otra latitud, otra cotización y otra moral.
Pero escapando de lo pecuniario y volviendo a lo emotivo, cómo podría compararse cualquier sensación a la primera vez que publicas, no un cuento suelto, sino tu primer libro entre las manos, hojeas las páginas, lees uno que otro pasaje entre la incredulidad y el reconocimiento, el reencuentro con esa parte tuya que escribió casi en éxtasis, desnudando partes de ti que ni siquiera sabías que existían. Dolores y cicatrices que salieron a la luz cuando ese libro de tapas naranjas vio la luz del sol que te inspiró a escribirlo. Después de cinco novelas publicadas, la emoción de ver publicada Orange, la primera, me sigue superando, no se compara con nada.

Y si no recordamos el momento exacto en que algo sucedió, nos queda eso, el remanente de la sensación, el eco de la emoción dentro de un cuerpo que no entiende qué le sucede.
¿Existen primeras veces más emotivas que la de una primera creación?
La de la más importante creación, por supuesto.
Así, te ves un día sentada en una vereda, llorando. Jamás habías sentido ese vértigo, ese mareo, ni siquiera en la primera o la última borrachera. Estás mareada. Te late el corazón. La respiración está agitada. Tienes miedo, pero sientes al mismo tiempo algo como una extraña plenitud, tienes la impresión de que después de toda una vida, muchas vidas, todo cobra sentido, es posible ver toda la imagen, la película completa, has descubierto el Grial, el secreto que todo ser humano busca consciente o inconscientemente. Cinco minutos antes, salías del doctor: habías escuchado por primera vez el corazón de tu hijo en tu interior. Tenías un poco más de cuatro semanas de embarazo.
Es cierto que cuando escuché su voz por primera vez, el llanto de un animalito que entraba en contacto con el oxígeno, la luz, el mundo, también sentí algo parecido al terror de amar tanto a alguien, amarlo insoportablemente, mucho más allá de los límites de resistencia del cuerpo. Pero nada se podría comparar a la primera escucha, a la de su corazón, ese músculo que late por sí solo, casi independiente, y que, sin embargo, es el que le da la vida a él, a sus ojos, a su maravillosa personalidad. Y es su corazón el que ahora me da vida a mí.
Todo esto lo he pensado y rememorado frente a él, que, encerrado conmigo, recuerda que hace un par de meses todavía tenía, porque era suya y de nadie más, esa angustia frente a la niña de su escuela que le gusta mucho, muchísimo. Tanto que un día despertó llorando porque había soñado con verla en un baile con otro niño. Es que el primer amor, me dan ganas de decirle, la primera vez que quieres, es una bobería, pero una tontería algo dolorosa. Se lo diré después, cuando ya haya pasado. Porque si nos advirtieran sobre las primeras veces, sobre cómo podrías sufrir al día siguiente por el primer trago, el primer beso o el primer libro, quizás no abordaríamos cada mínima aventura.
Y somos esos recuerdos, esos trozos de memoria, incluso los retazos que se pierden momentáneamente. Las primeras veces que cuentan y que te ayudan a responder las preguntas del confinamiento, casi postrimeras. ¿Amé lo suficiente? ¿Viví lo suficiente? Quizás nunca sea suficiente.
Esto es seguro lo que piensa alguien antes de morir. Eso es lo que, creo, pensaba ese alguien que perdí hace ya tantos años, la primera vez que vi la muerte y supe que es inevitable. De esa primera vez, tan dolorosa, solo puedes aprovechar y exprimir las memorias y las herencias, la letra de una canción que tú tendrás también la oportunidad de cantar, hoy, mañana, cuando sea el momento de ponerle fin al fin y por fin: “Yes, it was my way”.