Por Jorge Ortiz.
Edición 450 – noviembre 2019.
La leyenda, que durante muchos siglos deslumbró a piadosos y aventureros, decía que su reino cristiano estaba en algún lugar de Oriente, “más allá de Persia y Armenia”, aislado entre comarcas paganas y principados musulmanes, y que sus riquezas eran de fábula y también sus maravillas: tenía, entre otras, un espejo que le permitía ver todas sus provincias por lejanas que estuvieran. Y su soberano, el Preste Juan, provenía de un linaje tan magnífico como que se remontaba a uno de los Reyes Magos. Nada menos.
Todo había empezado, según parece, con el Apóstol Tomás, quien, tras la crucifixión de Cristo, en el año 33, habría sido encargado por el Apóstol Pedro de empezar la evangelización de Oriente. Estuvo en Siria y, más tarde, desde el año 52, en la India, donde difundió la nueva fe y construyó templos, hasta su muerte, martirizado, en julio del año 72. Allí, en el siglo V, surgió de sus enseñanzas el Patriarcado de Santo Tomás, en el que, a principios del siglo XII, el Preste Juan se erigió en un rey poderoso y magnánimo, que al mismo tiempo era gobernante y predicador.
En su reino, donde no había “ni ladrones o avaros, ni mentiras o vicios”, abundaban los pájaros, los elefantes y los unicornios. Y ahí estaba, oculto y resguardado, el Santo Grial, la copa usada por Cristo en la Última Cena y que habría sido rescatada por José de Arimatea. En el siglo siguiente, el XIII, con la invasión de los mongoles de Gengis Khan, el Preste Juan habría trasladado su reino a alguna zona del Asia Central. O a Abisinia, en África. Y doscientos años más tarde, a finales del siglo XV, los navegantes europeos seguían buscándolo con codicia y persistencia, recorriendo las costas del océano Índico.
En uno de esos recorridos, una expedición portuguesa desembarcó en Calicut, en el suroccidente del subcontinente indio, en mayo de 1498. (Esa travesía sirvió, además, para abrir la Ruta del Cabo, bordeando África por el sur, que sería la gran vía de navegación entre Occidente y Oriente.) “Vengo en busca de cristianos y especias”, les dijo el capitán de la expedición, Vasco da Gama, a los dos moros tunecinos que le dieron una bienvenida prolija pero desconfiada. Las especias (clavo, canela, nuez moscada, mostaza, pimienta…), originarias de las regiones tropicales asiáticas, eran muy codiciadas en las cocinas europeas de esos siglos. Y los cristianos eran, sin duda, los habitantes del reino fabuloso del Preste Juan.
La India, dividida en reinos rivales, era por entonces un botín codiciado por aventureros y mercaderes. En épocas previas (del siglo IV al II antes de Cristo y, ya en la era cristiana, del IV al VII), la India unida había sido centro irradiador de arte, artesanía, usos e incluso corrientes espirituales: allí nacieron el budismo, que se propagó por toda Asia, y el hinduismo, fuente inagotable de religiones. Pero cuando llegaron los portugueses, su conquista fue rápida y cruel: en octubre de 1502, sometido por la fuerza de los europeos, el zamorín de Calicut firmó una carta de concesión de derechos para comerciar. Su búsqueda de especias había sido exitosa.
Sin embargo, Vasco da Gama (ni ninguno de los exploradores europeos que le antecedieron y le sucedieron) encontró a los cristianos en cuya búsqueda había viajado a la India: el reino del Preste Juan nunca fue encontrado. Quizás, y eso es lo más probable, no existió jamás. Era nada más que una leyenda de los tiempos desconocidos y obscuros del Medioevo, cuando los descubrimientos de nuevas tierras más allá de los mares y los inventos que trastornaban la vida despertaron y alborotaron la imaginación de gentes buenas que no alcanzaban a entender qué ocurría en su mundo, que tenía tantas dudas y tan pocas certezas.