En blanco

Por Ana Cristina Franco Varea

ILUSTRACIÓN: LUIS EDUARDO TOAPANTA.

Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero, en la oscuridad casi total y descubrir que solo la escritura te salvará. No tener ningún argumento para el libro, ninguna idea del libro es encontrarse, volver a encontrarse, delante un libro. Una inmensidad vacía. Un libro posible. Delante de nada. Delante de algo así como una escritura viva y desnuda, como terrible, terrible de superar.
Marguerite Duras

Hace tiempo estaba viendo una serie en Netflix (muy mala, por cierto, como casi todo el contenido de Netflix salvo honrosas excepciones) en la que una chica que se llamaba a sí misma “escritora” salía todas las mañanas de su loft aniñado en Madrid (o Barcelona, no sé, no importa) en el que vivía con su guapo esposo, un fotógrafo cool. La chica llegaba hasta una cafetería hipster de la zona, conectaba su MacBook Pro, pedía un café, y se quedaba muda, como burro frente al piano, sobre la famosa y trillada “página en blanco”. ¿De qué escribo?, preguntaba a sus amigas, estoy “bloqueada”, “no sé de qué escribir”. Una escritora que no escribe. Una escritora que “no sabe de qué escribir”.

Dudo mucho del mito ese de la “página en blanco”. Por lo menos yo escribo no porque quiera inventar algo, sino porque quiero liberarme de algo. ¿Para qué querría yo estar sentada dos horas frente a una página en blanco pensando qué fabular, qué inventar? Prefiero tomar un jugo, ver la tele, jugar dominó con mi tía. Cualquier cosa.

¿Para qué querría estar viendo una página en blanco durante horas? Lo peor es que lo hago, de hecho lo hago. Pero no para pensar en qué tema elegir como quien piensa en qué color de tela le va mejor a las cortinas, sino para intentar descifrar qué es eso que aún ni yo entiendo bien. Leila Guerriero decía algo así como que escribir es un dolor de cabeza, un sufrimiento. Sí, total, pero también hay algo de placer en ese dolor de ver la “página en blanco” y no saber, todavía, si las palabras elegidas podrán decir eso que no tiene forma.

Obviamente no escribo de corrido, sin pausas, como una genia inspirada. Qué va. Todo lo contrario. Pero para mí escribir es también los silencios, es sobre todo los silencios. Es mirar por la ventana mientras la única línea que he escrito descansa como una bomba por estallar. No es temer, sino disfrutar, atesorar esa página en blanco que se parece a un bloque de mármol donde se esconde un caballo. Es levantarme mientras mi hijo y mi esposo duermen, caminar en puntillas, calentar café, cerrar la puerta, escuchar los pájaros, lanzar las primeras líneas intentando no hacer ruido, disfrutar de ese café predesayuno prohibido. También es guardarme algo para escribirlo después, dejar un espacio en blanco, esa “felicidad clandestina” de la que hablaba Clarice Lispector. Porque escribir también es perder. Porque de alguna manera lo que se escribe es como el prisma de luz. Cada letra que se imprime es la única que no nos habita.

No soy lo que escribo, ni las imágenes que me duplican ni los espejos que me mienten. Soy el vacío que las envuelve. Las flechas a las que conducen. Los silencios. Entonces escribir a veces también es liberarse de esas palabras para acercarse a los silencios. Escuchar una canción en YouTube a solas. Buscar por toda la casa un cuaderno en el que había apuntado algo hace un año. Desarmar tu librero para encontrar una cita que crees que te va a servir aunque en el fondo sabes que no tiene mucho que ver, pero más en el fondo sabes que hay algo, quizá una palabra, algo en el ritmo o en la musicalidad de esa frase que de alguna manera puede ayudar a desenmarañar eso que quieres decir. Eso es escribir: desenmarañar.

Empecé este texto criticando a la escritora que no escribe. Qué descaro. Yo soy peor. No he publicado nada, así que el título me queda grande y, además, muchas veces, más que escribir de verdad, escribo en mi cabeza, en la fila del banco, mientras espero el bus, mientras le canto a mi hijo, y anoto ideas sueltas en papelitos que tal vez se pierdan.

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