
Agosto de 1941, hace ochenta años. La Segunda Guerra Mundial estaba en sus etapas iniciales, menos de dos años después de que, mediante un pacto secreto, Alemania y la Unión Soviética invadieran Polonia para repartírsela, con el propósito adicional (jamás reconocido) de destruir las democracias liberales, a las que tanto los nazis como los socialistas detestaban. Todavía los Estados Unidos no habían sido atacados en Pearl Harbor, ni había ocurrido la Batalla de Stalingrado, ni los aliados habían desembarcado en Normandía, ni el Japón había sido arrasado por bombas atómicas. Faltaban largo tiempo y muchos sufrimientos para que terminara el conflicto. El final ni siquiera se vislumbraba. Pero…
Pero el primer ministro de la Gran Bretaña, Winston Churchill, y el presidente de los Estados Unidos, Franklin Roosevelt, creían que era indispensable diseñar con anticipación suficiente el mundo de la segunda postguerra, para no repetir los errores cometidos en la primera postguerra. Y es que al acabar la Primera Guerra Mundial, en noviembre de 1918, los vencedores (empezando por los británicos y los franceses) habían impuesto a los vencidos (en especial a los alemanes) unas sanciones atroces, humillantes, que en lugar de sellar una paz duradera precipitaron una segunda guerra, más brutal que la primera.
Para no repetir esos errores, Churchill y Roosevelt se habían comunicado varias veces, con discreción hermética, y habían soltado unas cuantas ideas sobre el mundo del porvenir. Para entonces, mediados de 1941, los británicos apenas estaban recuperándose de los horrores de la Batalla de Inglaterra, mientras que los estadounidenses ni siquiera habían entrado en la guerra, aunque sus líderes ya sabían que esa entrada era inevitable. Y del 9 al 12 de agosto, en Placentia Bay, Terranova, en el extremo suroriental del Canadá, Churchill y Roosevelt se sentaron frente a frente para delinear con trazos firmes el orden mundial que anhelaban para cuando los nazis hubieran sido derrotados.
Unos días más tarde, a bordo de un crucero estadounidense que navegaba “en algún punto del océano Atlántico” (que se mantuvo en secreto para prevenir un ataque de los submarinos alemanes que el año previo habían hundido 521 buques aliados), Churchill y Roosevelt firmaron la ‘Carta del Atlántico’. Era el 14 de agosto de 1941. Sus objetivos, “con la esperanza de lograr un mejor porvenir para la humanidad”, son los cimientos del orden mundial que cuatro años más tarde, en 1945, tras la victoria aliada, empezó a edificarse y que, a pesar de todas sus ineficiencias e insuficiencias, le dio a la humanidad niveles de prosperidad como nunca había tenido en sus trece mil años de historia. Nada menos.
Además de la creación de una estructura de seguridad colectiva (lo que llevaría al surgimiento del sistema de las Naciones Unidas) y la renuncia de las potencias vencedoras a incorporar territorios y expandir sus fronteras, el orden mundial emanado de la Carta del Atlántico incluyó el comienzo inmediato del proceso de descolonización (lo que implicó, por ejemplo, el desmantelamiento del imperio colonial británico) y, también, la aplicación de principios tales como la autodeterminación de los pueblos, la apertura de los mares, la independencia de los países sometidos por la fuerza y la libertad del comercio internacional. Se trataba de un mundo nuevo, distinto, potencialmente mejor.
Al terminar la guerra el planeta quedó dividido en dos bloques incompatibles e irreconciliables: en el Occidente estaban las democracias capitalistas, abanderadas por los Estados Unidos, y en el Oriente imperaban las dictaduras socialistas, capitaneadas por la Unión Soviética. Cuatro años después, en 1949, con la bomba atómica soviética, empezó la Guerra Fría, que al cabo de cuarenta años terminó en Berlín con la victoria occidental. Sus valores, esbozados en la Carta del Atlántico y con frecuencia desviados por la crudeza de la ‘realpolitik’, habían prevalecido. Y, con adaptaciones a las realidades inesperadas del siglo XXI, siguen teniendo validez, después de haber sido enunciados a bordo de un barco que hace ochenta años navegaba sigilosamente por el Atlántico…