Por María Fernanda Ampuero.
Ilustración: Maggiorini.
Edición 433 – abril 2019.
Estoy a punto de emprender la tercera gran emigración de mi vida. Como los animales y los nómadas, he recorrido el mundo buscando aquello que el lugar anterior ya no me daba. Irse y llegar, dos verbos que usamos mucho y que nada más con la emigración cobran su significado real, ese que es difícil poner en palabras, pero que es capaz de transformar las vidas para siempre.
Yo soy quien soy porque he emigrado.
A las puertas de un nuevo cambio de país, con maletas y cajas que malguardan los últimos catorce años de mi vida, pienso en las razones por las que me voy y en aquellas por las que vine en primer lugar: ambas tienen que ver con mi corazón.
Sí, tantos años después descubro —por fin— por qué ha sido siempre tan difícil explicar los motivos de mis mudanzas y he preferido mentir y hablar de dinero y oportunidades laborales, cosas que la gente entiende de inmediato, en lugar de decir que lo he hecho buscando la primavera.
Sí, es más difícil —e infinitamente más cursi— decir que emigro para florecer.
Pero emigro para florecer.
Quizás tenga que ver con mi incurable, gravísimo romanticismo, pero siento que dejar un país para empezar de cero en otro, a pesar del esfuerzo y el dolor que eso conlleva, vale la pena si la razón tiene que ver con buscar la felicidad o, al menos, su sucedáneo más hermoso: la libertad.
Ya no soy una niña, ni siquiera soy una joven, así que esta emigración, la de mi madurez, despierta muchas más perplejidades: ¿Por qué? ¿A qué? ¿Cómo así? He logrado muchísimas más cosas de las que soñé cuando me embarqué rumbo a este país con una visa que caducó de inmediato y dos maletas. He logrado, por ejemplo, que la gente al escuchar mi nombre asienta y sonría. He logrado, por ejemplo, que en cualquier librería, inclusive las de las grandes superficies, se pueda comprar mi literatura. He logrado, por ejemplo, ser una de las representantes de la literatura española de este siglo. Después de un periplo brutal que empezó conmigo indocumentada, estafada y sin un euro en el bolsillo, todo eso, lo del libro en El Corte Inglés, lo de entrar en los catálogos, se ve más demencial, casi hollywoodense.
¿Entonces?, pregunta todo el mundo como la canción de Jeannette, ¿por qué te vas?
Me veo obligada a responder algo que no es exactamente cierto: que tengo una maravillosa oferta de trabajo con un sueldazo. La gente se queda tranquila, eso se entiende, mudarse por dinero, claro, tiene sentido. Nadie, hasta ahora, me ha preguntado si estoy segura cuando respondo eso.
La respuesta de verdad la guardo para mí y, ahora, para ustedes: me voy porque quiero reencontrarme con mi corazón. Sé que en este mundo en el que vivimos las respuestas que tienen la palabra corazón en ellas no gozan de credibilidad ni respeto. Es de descocados, hippies o poetas hablar de semejantes tonterías. Sé que la gente pretende que en algún momento sentemos cabeza. Cabeza, no corazón.
Lo que sucede es que también sé que por mucho que te quieran nadie te salva si no te salvas tú primera.
Es eso: emigro para salvarme.
Quizá lo que debería decir es que en lugar de irme a un país emigro a mí misma, a esa persona que soñé que sería de mayor y que de vez en cuando se me escapa como un pececito y se va corriente abajo y tengo que seguirla, adonde sea, como sea, rápido, rápido, porque donde esté ella, la mujer que es la mejor versión de mí misma, o sea la mujer feliz, ahí estará mi hogar.