Edición 448 – septiembre 2019.
Con la muerte de Hamza, el hijo predilecto y sucesor de Osama bin Laden, la red Al Qaeda se quedó sin su líder, “pero la guerra sigue por todos los medios”.
De su vida se supo poco y, ahora, de su muerte no se sabe nada: ni cuándo, ni cómo, ni dónde ocurrió. La última vez que se lo vio fue en mayo de 2017, en un video en el que, con la autoridad entre los suyos que le daba su apellido, exhortaba a que cada día más ‘lobos solitarios’ atacaran a estadounidenses, británicos, franceses, daneses, belgas, rusos y judíos, donde puedan y con lo que puedan, porque “la victoria final está cada vez más cerca”. Después, durante veintiséis meses, no se supo nada de él, hasta que el 31 de julio el gobierno de los Estados Unidos anunció, sin dar ningún detalle, que Hamza bin Laden había muerto. El “joven león” había sido abatido.
Era, según se sabía desde 2011, el sucesor designado por su padre, Osama bin Laden, para que asumiera la conducción de la red Al Qaeda. Era el hijo predilecto, el que le había acompañado desde que, en las áreas tribales de Waziristán, la áspera y remota región montañosa entre Afganistán y Pakistán, preparaba los ataques terroristas contra Nueva York y Washington. Hay, en efecto, una grabación de enero de 2001en el que se ve a Hamza, todavía niño, jugando dentro de un viejo helicóptero militar americano, en un campamento de milicianos talibanes, en la provincia de Gazni, en el extremo oriental afgano. Tenía por entonces unos doce años.
Se supone que nació en 1989 en Yeda, Arabia Saudita, a orillas del mar Rojo. Su madre, una sicóloga infantil llamada Khairiah Sabar, era una de las seis o siete esposas de Osama bin Laden y, según parece, una de sus preferidas, pues vivía con él en su refugio secreto de la ciudad pakistaní de Abbottabad donde un comando de élite de la marina estadounidense lo mató a él y a todos sus acompañantes el 2 de mayo de 2011. Osama habría tenido entre quince y veinte hijos, aunque sólo tres habrían ingresado en Al Qaeda. Los demás se dedicaron a los negocios.
Hoy, los tres hijos combatientes de Osama bin Laden están muertos: Saad en 2009, Khalid en 2011 y Hamza en algún momento entre mayo de 2017 y julio de 2019, con lo que ya ningún miembro de la familia Bin Laden milita —al menos que se sepa— en Al Qaeda. Sin embargo, de acuerdo con reportes de los servicios occidentales de inteligencia, los Bin Laden dejaron de ser indispensables, pues la red terrorista islámica está muy descentralizada y cada una de sus ramas (que serían hasta veintidós) tiene su propia organización, sus mandos y sus estrategias, aunque algunas de ellas, como Al Qaeda en al-Ándalus, cuyo ‘territorio’ comprende España, Portugal, Andorra y Gibraltar, todavía no tiene capacidad operativa, pues está conformada por ‘células durmientes’. Aun así, la muerte de Hamza bin Laden fue un golpe muy rudo para toda la red.
Hamza bin Laden, hijo del extinto líder de Al Qaeda, Osama bin Laden. Estados Unidos, desde marzo de 2019, le habían puesto precio a su cabeza: $ 1 millón. Además, el gobierno de Arabia Saudita le despojó de la nacionalidad, por lo que en el momento de su muerte Hamza bin Laden era oficialmente un apátrida. De sus restos no se sabe nada, aunque se supone que, al igual que los de su padre, fueron arrojados al mar.
Vivir en las sombras
La familia Bin Laden era, en la segunda mitad del siglo anterior, una de las más poderosas y respetadas de Arabia Saudita, con negocios prósperos en la construcción, la industria y la energía, reunidos en el Grupo Binladin, que aún hoy tiene oficinas en Ginebra y Londres. En un reino caracterizado por la opulencia y la ostentación, los Bin Laden eran personas discretas, de bajo perfil y con inquietudes sociales. Todos ellos eran, además, musulmanes practicantes, de la línea más rigurosa del wahabismo. Pero su vida, en general apacible, cambió en 1979, cuando —en los estertores de su agonía— la Unión Soviética se jugó el todo por el todo invadiendo Afganistán.
Osama bin Laden, un hombre enorme y carismático, de inteligencia privilegiada, decidió entonces que había llegado su hora: se instaló en las montañas afganas y se dedicó a reclutar voluntarios para la ‘yihad’, la ‘guerra santa’ contra los infieles invasores que, además, eran ateos. El propósito soviético de tener un gobierno títere a orillas del océano Índico fue muy mal visto por estadounidenses y chinos, por lo que los rebeldes islámicos consiguieron apoyo con facilidad y abundancia. Entrenados y financiados por la CIA, Bin Laden y sus combatientes muyahidines aprendieron a usar armas, a preparar explosivos, a efectuar atentados, a usar códigos cifrados y comunicaciones secretas, a forjar identidades y falsificar documentos, a mover dinero por medio de empresas fantasmas y paraísos fiscales y, por cierto, a ocultarse y desaparecer.
Diez años después, a principios de 1989, la Unión Soviética se retiró de Afganistán, vencida, humillada y quebrada. El fracaso del socialismo, aplicado en toda Europa Oriental, había quedado al desnudo con la derrota en territorio afgano. En noviembre de ese mismo año se desplomó el Muro de Berlín y dos años más tarde se disolvió el imperio soviético. La resistencia interna en Afganistán había sido decisiva para el resultado de la guerra. Y Bin Laden volvió a su país como un héroe.
Para entonces, Bin Laden ya había creado la red Al Qaeda (se supone que en agosto de 1988) y estaba dispuesto a seguir la guerra contra los infieles en cualquier lugar que hiciera falta. Más aún, estaba resuelto a que la yihad fuera planetaria y perdurara hasta la victoria definitiva. El éxito en Afganistán (que, en realidad, fue el primer triunfo militar musulmán contra una potencia europea en más de tres siglos) hizo que miles de jóvenes se sintieran atraídos por Al Qaeda, que montó una estructura muy eficaz de reclutamiento y entrenamiento. Era el año 2001. Fue por entonces que Osama bin Laden empezó a llevar a Hamza a los campamentos de los muyahidines. A su hijo le esperaba una vida en las sombras.

El príncipe heredero
El 11 de septiembre de 2001, Al Qaeda dio su golpe maestro, diseñado en algún lugar oculto de Pakistán y financiado con el dinero abundante de Arabia Saudita: los atentados en Nueva York y Washington. Ese día cambió para siempre la vida de los Bin Laden. Osama, buscado por aire, mar y tierra por el ejército de los Estados Unidos, se refugió en las montañas de Tora Bora, en Afganistán, desde donde dirigió una serie de acciones bélicas sangrientas y llamativas, que acrecentaron la leyenda de Al Qaeda.
Entre ellas estuvieron la batalla de Takur Ghar en marzo de 2002, los atentados de Madrid y Londres en marzo de 2004 y julio de 2005, y los ataques en Argel de abril y diciembre de 2007. Hamza, mientras tanto, fue llevado en algún momento a Irán, donde permaneció (cautivo o refugiado, no se sabe con certeza) hasta 2010.
Hamza ya era, para entonces, el príncipe heredero de la organización creada por su padre, con quien había reforzado sus vínculos afectivos e ideológicos durante su estadía en Irán. La correspondencia entre los dos, sigilosa y encriptada, fue abundante. En esos años, Hamza se habría casado con las hijas de dos lugartenientes de Osama, con quienes, al terminar su estadía iraní, se fue a vivir en Waziristán para asumir la dirección de las operaciones de la red, pues su padre ya se había apartado del mundo, escondido y sin comunicación externa en una casa amurallada y hermética en Abbottabad. Allí lo cazaron los comandos americanos en mayo de 2011.
Pero con sus veintidós años, Hamza era demasiado joven e inexperto para asumir de inmediato la jefatura de Al Qaeda. El que sí lo hizo fue Aymán al-Zawahiri, un médico egipcio de sesenta años y primer lugarteniente de Osama bin Laden, quien en varias ocasiones describió a Hamza como “un joven león de la cueva de Al Qaeda”. Poco se sabe sobre lo que hizo en los siguientes cuatro años. Su padre, en una carta que fue encontrada en su guarida de Abbottabad, les pedía a sus camaradas que sacaran a Hamza de Waziristán, “un lugar ahora muy peligroso”, y lo llevaran a Qatar para completar su formación religiosa. En todo caso, su paradero entre 2011 y 2015 es una incógnita.
Hamza, quien tenía 22 años cuando su padre fue liquidado por las fuerzas especiales estadounidenses, en varias ocasiones llamó, a través de una grabación sonora, a los musulmanes a unirse a la yihad. En 2015 el egipcio Ayman al-Zawahiri, quien sucedió a Osama bin Laden al frente de Al Qaeda, anunció que un “nuevo león había nacido en la guarida de la red terrorista”. Osama significa león en árabe.
Si bien algunos hijos de Osama siguieron sus pasos como yihadistas de Al Qaeda y otros optaron por más tranquilidad, todos han debido lidiar con el peso de su apellido.
En agosto de 2015 emitió, desde la región fronteriza entre Afganistán y Pakistán, una exhortación vibrante a “los valientes combatientes islámicos de Kabul, Bagdad y Gaza” a reanudar la yihad, un mensaje que reforzó en mayo de 2016 con un llamado a que “la nación islámica centre la guerra santa en Al-Sham (Siria)”, que estaba en pleno conflicto civil. Dos meses más tarde, en julio, Hamza se refirió por primera vez a la muerte de su padre: “vengaremos al emir Osama golpeando a América en su país y en el extranjero, y así vengaremos también la opresión de la gente en Palestina, Afganistán, Siria, Iraq, Yemen, Somalia y el resto de las tierras musulmanas”.
Pasar del dicho al hecho, sin embargo, parece que le resultó imposible a Hamza bin Laden: con la guerra civil siria en pleno transcurso y, peor aún, con la balanza inclinándose cada día más hacia las huestes del presidente Bachar el-Asad (un musulmán chiita, ya muy dependiente de la gran potencia chiita, Irán), los combatientes musulmanes sunitas parecen estar debilitados e incluso divididos entre Al Qaeda y el Estado Islámico. Esa fragilidad, que habría anulado su capacidad operativa, quedó en evidencia cuando, en mayo de 2017, Hamza hizo su tal vez desesperada exhortación para que sean los lobos solitarios quienes se encarguen de atentar donde puedan y con lo que puedan contra ciudadanos de los países occidentales: “todos somos los elegidos para la gloria”. Después no volvió a saberse de él. Y el 31 de julio el mando militar estadounidense anunció que el príncipe heredero, el joven león, había muerto.

¿El final de Al Qaeda?
Cuando estalló la guerra civil siria, en marzo de 2011, casi todo llevaba a suponer que sería un conflicto interno, localizado y de no muy larga duración, como habían sido las revueltas en Túnez, Egipto e incluso Libia. La rebelión contra la dictadura hereditaria de la familia El-Asad parecía ser un episodio más de la ‘Primavera Árabe’, que despertó ilusiones de democratización y liberalización de los países musulmanes, en las dos vertientes religiosas, pero que derivó pronto en un desengaño colosal. Pero, contrariando los pronósticos, la guerra siria se prolongó, llegó a niveles atroces de crueldad, se internacionalizó y, ocho años y medio después de su inicio, es una contienda de complejidad enorme, en la que de una manera u otra se involucraron todas las grandes potencias y en la que están en juego intereses geopolíticos y estratégicos globales.
Las organizaciones armadas islámicas, con Al Qaeda por delante, no podían dejar de intervenir en la guerra: estaban ansiosas de acción y emoción. La que tomó la iniciativa fue, no obstante, el Estado Islámico, un desprendimiento de la red de Osama bin Laden que, financiada con dinero saudita y qatarí y equipada con las armas potentes y casi sin uso de la guerra civil libia, se lanzó tras un objetivo insólito: apoderarse de un territorio para, en él, establecer un califato. Nada menos. Con Siria e Iraq desintegrándose, el Estado Islámico consiguió ese objetivo absurdo y, en efecto, Abu Bakr al-Bagdadi se proclamó califa, es decir sucesor de Mahoma. Pero lo hizo con tanta crueldad, incluso salvajismo, que muy pronto todos los bandos involucrados en el conflicto tuvieron un solo deseo en común: que el Estado Islámico sea derrotado. Y, claro, fue derrotado.
El desbande del Estado Islámico (que ya está tratando de reagruparse para llevar su combate a otra fase, menos guerrera y más terrorista) sin duda benefició a Al Qaeda, que se encontró de improviso con miles de viejos seguidores del califato pidiéndole cobijo. Y, por supuesto, les dio cobijo, distribuyéndolos en algunas de sus hasta veintidós ramas. Y es que, siguiendo la prédica del Profeta, la yihad no terminará mientras haya musulmanes convencidos de que el mundo está dividido entre ‘Dar al Islam’ y ‘Dar al Darb’, esto es entre ‘la Casa del Islam’ y ‘la Casa de la Guerra’. Más aún, el islam es un credo religioso, sí, pero también es un proyecto político de conquista para unificar a toda la humanidad en torno a esa fe.
Ese proyecto estuvo cerca de concretarse dos veces. La primera fue en el año 732, cuando las fuerzas musulmanas que habían conquistado la península ibérica cruzaron los Pirineos y avanzaron hacia París, cuya caída hubiera significado la toma inminente de toda Europa. El líder franco Carlos Martel, abuelo del emperador Carlomagno, las detuvo en la batalla de Poitiers. La segunda fue nueve siglos más tarde, en 1683, cuando los ejércitos musulmanes del Imperio Otomano sitiaron Viena durante dos meses, hasta que fueron derrotadas por las fuerzas conjuntas del Sacro Imperio Romano Germánico y de la Mancomunidad Polaco-Lituana en la batalla de Kahlenberg. En la actualidad, según proclamaron por separado Osama bin Laden y Abu Bakr al-Bagdadi, “la liberación de Jerusalén y la victoria total otra vez son posibles y están próximas”. La guerra santa, por lo tanto, proseguirá. Con otros métodos y en otros escenarios, pero proseguirá. Y es mejor saber que así será.
Una red amplia y diversa
Tras la muerte de Osama bin Laden, en mayo de 2011, la red Al Qaeda intentó un reagrupamiento discreto y pausado, con objetivos a mediano plazo, hasta readquirir fuerza y consolidar sus liderazgos. Sin embargo, la guerra civil siria trastocó todos sus planes y sobre la marcha, en medio de batallas y ataques estadounidenses con drones contra sus líderes más connotados, Al Qaeda apresuró el logro de sus metas, la primera de las cuales era sobrevivir como organización islámica armada y operativa.
Para lograrlo, la red apuró su descentralización, dejando que sean grupos afiliados los que tomaran la iniciativa en la guerra santa del mundo islámico contra los países y, en especial, los valores occidentales. Y hoy serían hasta veintidós las filiales de la red. Pero son siete las más poderosas, aunque la clandestinidad intrínseca de su actividad impide tener certezas y precisiones. Ellas serían:
- Hayat Tahrir al Sham, una fusión de varias milicias sunitas participantes en la guerra civil siria, formada en torno al antiguo Frente al-Nusra.
- Al Shabab, una organización muy activa en Somalia y, en general, en África Oriental.
- Al Qaeda en el Magreb Islámico, grupo nacido en Argelia pero más tarde operativo en el Sahel y África Occidental.
- Al Qaeda en la península arábiga, formada por la fusión de las filiales en Arabia Saudita y Yemen.
- Jama’at Nusrat al-Islam wal-Muslimin, producto de la fusión de varias bandas milicianas de Malí y otros países de África Occidental.
- Al Qaeda en el Subcontinente Indio, que opera en Afganistán, Pakistán, India, Myanmar y Bangladesh.
- Al Qaeda en Egipto, cuya actividad actual se limita a la península del Sinaí.
Existen, no obstante, al menos quince grupos adicionales, de distintas capacidades operativas (algunos, incluso, probablemente inactivos), que serían filiales de la red y que habrían jurado lealtad al jefe actual de Al Qaeda, Aymán al-Zawahiri. Entre ellos estarían Tawhid wal-Jihad (Libia), Lashkar e Tayiba (Iraq), Ejército Islámico (Iraq), Boko Haram (Nigeria), Movimiento Islámico (Uzbekistán), Abu Sayyaf (Filipinas), Grupo Islámico Combatiente (Marruecos y el Sahara Occidental) y las Brigadas al-Haramain (Albania y los seis países de la desaparecida Yugoslavia).
¿En qué influirá en la organización y las operaciones de Al Qaeda la muerte de Hamza bin Laden? Parecería, en principio, que no demasiado, porque el joven león no habría llegado a tener un rol de significación en la actividad de la red. Su importancia era la fuerza de su apellido, por lo que podría anticiparse que el impacto mayor de su desaparición sería en el ánimo de los combatientes, es decir de “los elegidos para la gloria”.