El verbo taller

Por Huilo Ruales

Ilustración: Miguel Andrade.

Allá por los años ochenta, como decir hace un siglo, el mundo era otro mundo. La palabra Internet no había sido pronunciada todavía y navegar significaba lo que era navegar desde antes de Colón, desde antes de los fenicios. Quito ya era feo, aunque no tanto como ahora y su locura, que aún no paladeaba el terror, no impedía caminar hasta en la noche. Por su lado, el ámbito literario era una aldea con un nimio cementerio, siempre recibiendo difuntos que, por lo general, llegaban sobre sus propios pies, y una capilla canónica cuyos oficios ocurrían a puerta cerrada y a la luz de un exceso de velas. Los escritores aprendices no eran aceptados ni como monaguillos, por lo tanto, les correspondía la intemperie. Desde luego, su orfandad no provenía tanto de la carencia de padres, sino de ignorar aquello que escribían sus coetáneos en Perú, en Colombia, en el resto de Latinoamérica y el mundo. De vez en cuando se filtraba en fotocopia —que se llamaba Xerox, todavía— un hato de poemas frescos o una prodigiosa novela de algún nuevo escritor extranjero, que se leía como en misa negra en algún parque desolado o detrás del biombo desteñido de algún antro. Por asunto de sobrevivencia, se arrumaban en grupúsculos de nombres zoológicos y, para tener techo propio, megáfono y espejo, creaban casi a mano sus propias revistas. En ellas publicaban francotiradores manifiestos y sin pedir permiso a nadie, sus pre-textos estiraban los pies más allá de las sábanas. Por obvias razones, sin embargo, las gladiadoras revistas no duraban sino dos o tres números, los suficientes para que sus hacedores se sintieran, al fin, escribidores publicados, ergo a prueba de bala, ciertos.

Ese era l’etat de choses, cuando cayó un meteorito: desde un prolongado exilio en México, retornaba en persona el maestro Miguel Donoso Pareja, y nada menos que con la misión de crear talleres literarios en su terruño. Veinticinco años antes, la iracunda gentileza de Velasco Ibarra lo había premiado con el destierro. Nada más adecuado que el desarraigo para convertirse en ciudadano del mundo, no se diga para quien, desde muy joven, adolecía del irremediable mal literario. Y no se diga en México, ese planeta de puertas abiertas, en el que conviven con aire de fiesta la locura de la vida y la locura de la muerte. El México de sor Juana de la Cruz, y Paz y Rulfo y Pitol y Pacheco y Poniatowska y, como un paraguas, el Fondo de Cultura Económica. Allí vivió a fondo, y escribió y publicó sus obras, promovió ediciones y, con niveles de excepción, se forjó como suscitador de talleres literarios. Un constelación de talentosos nuevos escritores, como Villoro, Papasquiaro, incluso Bolaño, abrevaron en sus talleres.

Tal novedad, para los embrionarios escritores ecuatorianos, resultó como si a Comala llegara la electricidad. Como si Bob Dylan viniese a sembrar su huerto en Las Peñas o en Guápulo. Entonces sí, se desató el zafarrancho. Los aspirantes se multiplicaron como los animalitos del yogur, y con sus pre-textos bajo el brazo madrugaron a inscribirse en la CCE. Desde la otra orilla, editorialistas, académicos y literatos consagrados, cual tíos repentinamente inquietos por el futuro de sus sobrinos, pusieron el grito en el cielo: ¡Los talleres literarios emasculan escritores!, ¡los estandarizan, los hamburguesan! ¡Los talleres al fuego eterno!

Claro que lo escrito en piedra, como lo sabemos, no se borra ni con aguarrás. Semanas más tarde, el entrañable maestro Donoso Pareja, con su aire de gaviero que ha conocido todos los mares y el temido Leviatán, fundaba en nuestra aldea literaria una nueva era: la de los talleres literarios. Y, como todo hay que decir aunque no haya espacio, casi al instante el champán fue clonado hasta con agua de hierbabuena, y a menudo mala, por los siglos de los siglos, amén.

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